Donde los árboles cantan (7 page)

Read Donde los árboles cantan Online

Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

BOOK: Donde los árboles cantan
3.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Lo recuerdo —asintió Robian en voz baja.

—Le he prometido a mi buen Holdar que le entregaría a esta muchacha por esposa. Ella es joven y de buena estirpe, y tiene grandes propiedades. Holdar, por su parte, es un bravo guerrero, valiente y leal, y lidera uno de los clanes más poderosos entre los Pueblos de las Estepas. En cambio, tú eres un vulgar traidor. Creo que no mereces desposar a esta doncella. ¿Estás de acuerdo conmigo?

Robian frunció los labios, pero respondió:

—Naturalmente, mi señor. El jefe Holdar será un buen esposo para Viana.

La muchacha lanzó una exclamación consternada, sin creer lo que acababa de escuchar. Harak sonrió.

—No parece que ella esté dispuesta a creerlo. ¿Renuncias a ser su esposo, Robian de Castelmar? Dilo aquí y ahora.

El joven caballero se incorporó para mirar a Viana, que lo contemplaba suplicante. Pero bajó la cabeza enseguida, como si no se atreviera a sostener su mirada.

—Renuncio a ella, mi rey. El compromiso que acordaron nuestros padres queda anulado.

—Bien —asintió Harak, satisfecho—. Muy bien.

Viana lanzó un grito desesperado y llamó a Robian, pero él no levantó la vista. La entregarían a Holdar, el bárbaro, sin que su prometido hiciera nada para evitarlo.

La selección de esposas para los jefes de los clanes continuó hasta bien entrada la noche. Entonces llegó un bárbaro mucho más bajo y con una complexión más frágil que los demás. Pese a ello, todos callaban a su paso y lo trataban con respeto y veneración. Viana lo observó con cierta aprensión. Le llamaron la atención su largo cabello gris, trenzado con esmero, y las pinturas que adornaban su rostro. Nunca había visto a nadie como él.

—Es el brujo —susurró alguien, y la muchacha se estremeció sin saber por qué.

Pronto descubrió que aquel hombre, poseyera o no el poder mágico que le atribuían los demás bárbaros, tenía autoridad para oficiar bodas. Celebró primero la de Harak y la desdichada Analisa, que no dejaba de llorar, y después casó al resto de las parejas sin que ninguna de las mujeres se le permitiera objetar nada al respecto. Ahora, Harak era el rey, y él dictaba las leyes; y, según las costumbres de su pueblo, aquellos matrimonios eran perfectamente válidos.

Después, Viana tuvo que acompañar a su nuevo esposo y no hubo tiempo para las despedidas. También a Belicia la habían casado con uno de los jefes bárbaros; Viana alcanzó a ver cómo su amiga replicaba a su nuevo marido con insolencia y este le cruzaba la cara de un bofetón para ponerla en su lugar. Se estremeció de miedo y lanzó una última mirada suplicante a Robian, que hacía todo lo que podía por ignorar su presencia en la sala.

«Tal vez», se dijo a sí misma, «haya trazado un plan para derrotar a Harak y por eso debe seguirle la corriente ahora. Seguro que no tardará en venir a rescatarme».

Pero aquella noche, en la que ella y Dorea durmieron en un pequeño cuarto de invitados del castillo real, Robian no fue a visitarla. Su nuevo marido tampoco, afortunadamente, pero Viana no se hacía ilusiones al respecto y sabía que no tardaría en exigirle que cumpliera su deber de esposa.

Cuando al día siguiente, Holdar lo dispuso todo para partir en dirección a una de las muchas propiedades que el rey le había entregado, Viana montó sobre su palafrén, desolada, sin poder hacer otra cosa que seguirlo hacia una nueva vida que adivinaba llena de pena y miseria.

Hasta el último momento estuvo girando la cabeza por si veía a Robian en alguna parte, tal vez despidiéndola desde las almenas o desde algún ventanal del castillo, quizá oculto entre la gente que se asomaba a la plaza principal de Normont, o puede que acechando en la espesura, junto al camino, dispuesto a emboscar a la comitiva para rescatar a su doncella. Con una fe inquebrantable, Viana soñó que Robian la salvaba de mil maneras distintas. En ningún momento se atrevió a imaginar lo que sucedería si eran los bárbaros quienes vencían en la lucha, como había ocurrido cuando los guardias de Rocagrís se habían enfrentado a ellos; en su corazón todavía quedaba un resquicio para la esperanza. Pero al caer la tarde llegaron a su destino, y Robian no había acudido al rescate.

Ni lo harías jamás, comprendió de pronto Viana.

Su prometido la había abandonado en manos de aquel bárbaro. Estaba sola.

Todos sus sueños se habían hecho pedazos para siempre.

Capítulo III

Que trata de la vida de casada y de cómo puede complicarse una disputa conyugal

Viana había creído que su nuevo esposo la llevaría de vuelta a casa, dado que Harak le había entregado Rocagrís y todo el antiguo dominio del duque Corven. Pero Holdar también había recibido otras prioridades. Entre ellas se encontraba Torrespino, el castillo que escogió finalmente como residencia, que contaba con una poderosa muralla y estaba encaramado en lo alto de un risco de difícil acceso, no muy lejos de los límites del Gran Bosque. Rocagrís, por otro lado, era un recinto pensado para resultar lo más cómodo y habitable posible, dado que la familia del duque pasaba allí la mayor parte del tiempo, pero resultaba más vulnerable ante un posible ataque. Viana comprendió enseguida que su marido valoraba más las posibilidades defensivas de una morada que el hecho de que fuera confortable, y suspiró, pesarosa, al comprobar que compartiría su habitación con él, una estancia amplia, pero húmeda y fría, situada en lo alto del torreón erizado de espinos que daba su nombre al lugar.

Holdar apenas había dirigido la palabra a su joven esposa, como no fuera para darle órdenes, y de todas formas tampoco podía hablar mucho con ella, porque apenas conocía unos cuantos vocablos en el idioma de Nortia. Cuando Viana le suplicó que le permitiera conservar a Dorea como sirvienta, el bárbaro gruñó algo y se encogió de hombros, como dando a entender que le era indiferente si la nodriza los acompañaba o no. Durante el viaje, él y sus hombres se dedicaron a beber y a cantar a voz en grito en aquella lengua áspera que Viana no comprendía; a juzgar por sus risotadas, sospechaba que lo que cantaban eran baladas subidas de tono, o bien cantares de gesta y batallas, o bien ambas cosas. En cualquier caso, se alegró de no poder entenderlos.

Por otro lado, aquellos hombres apenas las miraban a ella y a Dorea, como si no las encontrasen atractivas, y Viana sintió renacer su esperanza. Pero esta no duró mucho; apenas había tenido ocasión de echar un vistazo desconsolado a su nueva habitación cuando Holdar dijo:

—Tú abajo. Cenar.

Viana había visto el estado en el que se encontraban Holdar y sus guerreros, y no dudaba que la cena que planeaban sería similar a la que había podido atisbar en el castillo del rey, después de que Harak casara a todas las damas de Nortia con sus rudos guerreros. No tenía ninguna gana de unirse a la celebración.

—No. No —repitió—. Yo… me duele la cabeza. Estoy cansada del viaje —lo repitió varias veces, gesticulando mucho, hasta que Holdar lo entendió.

—Mujer débil —opinó con un resoplido de desdén.

Viana no supo si pensaba que todas las mujeres en general era frágiles o si se refería a ella en particular, pero no le importaba. El bárbaro se dio la vuelta para marcharse. La joven iba a suspirar, aliviada, cuando Holdar pareció acordarse de algo y la miró desde la puerta.

—Yo subo luego —gruñó, y le hizo un gesto grosero cuyo significado quedó bien claro hasta para una doncella como Viana.

Ella quedó tan horrorizada que no fue capaz de responder. Cuando el bárbaro se marchó, cerrado la puerta tras de sí, la muchacha se dejó caer sobre el camastro y rompió a llorar desconsoladamente. ¿Qué podía hacer? Jamás sería capaz de escapar de allí. Holdar no la había encerrado con llave, pero el castillo estaba repleto de bárbaros, y no podría llegar hasta el patio sin que la vieran. Descolgarse por la ventana tampoco era una opción, ya que el torreón estaba muy alto. Pero se negaba a someterse a su destino. ¿Tendría valor para seguir el ejemplo de su reina y quitarse la vida antes que perder su honor? De todas formas, tampoco había ninguna daga a su alcance. Se preguntó si podría usar la cuerda de su propio cinturón para ahorcarse…

No, no, jamás se atrevería. Temía demasiado a la muerte.

Permaneció un largo rato tendida sobre la cama, lamentándose de su suerte y preguntándose qué se suponía que debía hacer, hasta que se quedo dormida de puro agotamiento.

Se despertó varias horas más tarde, sobresaltada, cuando la puerta se abrió de golpe. Viana tardó apenas unos instantes en asimilar la situación en la que se encontraba: en el torreón de un solitario y lúgubre castillo, en la habitación de su esposa, el bárbaro, que se hallaba en la entrada, a todas las luces borracho como una cuba. Viana se levantó de un salto y retrocedió, asustada. Holdar, con el rostro totalmente colorado y el aliento apestando a alcohol, farfulló algo incomprensible en su tortuosa lengua natal y avanzó hacia ella tambaleándose. Viana se había propuesto ser fuerte y soportar estoicamente el destino que le había sido reservado, pero su miedo y su aprensión pudieron más que ella, y siguió retrocediendo, aterrorizada, hasta que su espalda chocó contra la pared. El bárbaro se rio estruendosamente y trató de alcanzarla…

… Pero dio un traspié y cayó de bruces al suelo. Viana se quedó quieta, conteniendo el aliento. Sin embargo, Holdar no se levantaba. La muchacha se atrevió a dar un pequeño paso, pero enseguida se detuvo, asustada, cuando su marido dejó escapar un eructo y un estruendoso ronquido, todo al mismo tiempo. Con el corazón latiéndole con fuerza, Viana aguardó un poco más. Pero Holdar ya no se movió. Aliviada, la joven avanzó poco a poco, esquivando el cuerpo del hombretón, hasta llegar a la puerta. Una vez allí, se quedó quieta otra vez. ¿A dónde iría? ¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Y si Holdar se despertaba y no la encontraba en la habitación? ¿Se enfurecería y la pegaría, como había hecho con Belicia su marido bárbaro? Observó a Holdar con inquietud. Ni siquiera parecía respirar. ¿Y si había muerto?

Viana se acercó un poco más al bárbaro caído y lo empujó con la punta del pie. Él no se movió.

¡Quizá sí estuviera muerto! Viana no sabía muy bien qué había sucedido, pero las consecuencias de aquello se desplegaron en su mente como una baraja de naipes. Si Holdar estaba muerto, ella era libre. Como mujer viuda, podría recuperar sus posesiones y regresar a Rocagrís si así lo deseaba. Pero ¿y si el rey usurpador la casaba con otro bárbaro? No, no, eso no podía permitirlo… Quizá podría escapar ahora que su marido estaba muerto… o dormido… o inconsciente. Pero todos sus hombres seguían abajo y la verían. ¿Y cómo iba a explicar lo que le había sucedido a Holdar? ¿Y si la acusaban de haberlo asesinado? Aunque, con un poco de suerte, estarían todos dormidos o borrachos, y no la echarían en falta.

«Tengo que marcharme de aquí antes de que me encuentren», resolvió. Se abalanzó hacia la salida, pero, antes de que pudiera escapar, la puerta se abrió de golpe, y Viana lanzó una exclamación de miedo.

—¡Sssshh, no temáis, mi señora, soy yo! —susurró Dorea entrando en la estancia.

La muchacha se tranquilizó. Al llegar a Torrespino, su esposo había decretado que una mujer casada no necesitaba más compañía que la de su marido, por lo que había enviado a Dorea a alojarse con el resto de los sirvientes.

Viana la había echado muchísimo de menos.

—¡Dorea! —exclamó, con un punto de pánico en la voz—. ¡Holdar ha estado a punto de…! ¡Pero se ha desmayado, y creo que está muerto!

La nodriza lanzó un vistazo crítico al cuerpo del bárbaro, sin mostrarse sorprendida en absoluto.

—No os preocupéis, señora, solo duerme. No tenemos mucho tiempo. Os ayudaré a desvestiros.

—¿Cómo dices? ¡Dorea, con todo lo que ha pasado sería incapaz de dormir!

Pero la buena mujer sacudió la cabeza y empezó a aflojar las cintas del vestido de su ama. Viana, todavía trastornada por todo lo que había vivido en los últimos días, la dejó hacer. Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula al ver que Dorea arrojaba el vestido a un rincón de cualquier manera y, no contenta con ello, rasgaba la camisa de la muchacha por delante, dejando su pecho al descubierto.

—¿¡Pero qué haces!? —chilló ella, tapándose lo mejor que pudo.

—Calmaos, niña, es por vuestro bien. Ayudadme a llevar a vuestro esposo a la cama.

—Pero… pero… ¡mira cómo estoy! ¿Y si despierta?

—No despertará hasta bien entrada la mañana, os lo aseguro. Confiad en mí.

La voz suave y sosegada de Dorea tranquilizó a Viana. Las dos mujeres cargaron como pudieron con el enorme bárbaro y lo arrojaron al lecho, que crujió bajo su peso. Sin embargo, Holdar no se movió.

—¿Seguro que no está muerto? —preguntó Viana con aprensión. Dorea negó con la cabeza.

—Está profundamente dormido, mi señora. Le he echado un bebedizo en la copa. Pero, cuando despierte, deberá creer que se ha consumado el matrimonio, o volverá a intentarlo de inmediato.

Viana entendió entonces la jugada de su nodriza y la abrazó, llorando de puro alivio y agradecimiento.

—¡Oh, Dorea…! ¿Qué haría yo sin ti?

—Aún no hemos acabado, niña —dijo ella, apartándola con suavidad pero con firmeza.

Viana vio que tenía un cuchillo de cocina en la mano y soltó una exclamación ahogada. Pero Dorea no apuñaló al bárbaro, sino que se hizo un corte en el dedo y dejó caer unas gotas de sangre sobre las sábanas.

—Será la prueba de que ya no sois doncella —le explicó gravemente. Viana contempló la mancha roja, anonadada.

—Pero todo el mundo pensará que él…

—Es mejor que lo piensen, niña, a que suceda de verdad.

Viana se mostró de acuerdo, aunque aún se sentía conmocionada. Se empeñó en vendar el dedo de Dorea con su propio pañuelo.

—Ya has hecho mucho por mí —murmuró—. Debería haberme cortado yo misma y…

—No —interrumpió ella—. Holdar no es tonto, aunque lo parezca. Una herida en vuestra delicada mano llamaría mucho la atención. Pero no tiene nada de particular que una vieja sirvienta se corte con un cuchillo de cocina mientras trocea las verduras para el puchero.

Viana la abrazó de nuevo, conmovida.

—Gracias, gracias… Esto nunca lo olvidaré.

Dorea sonrió.

—Administraré el somnífero a vuestro marido todas las noches para asegurarnos de que no vuelve a intentarlo —dijo—, pero no tardará en empezar a sospechar. Así que más vale que estéis encinta para entonces.

Other books

Betrayal by John Lescroart
A Taste for Love by Marita Conlon-McKenna
La guerra del fin del mundo by Mario Vargas Llosa
The Doomsters by Ross Macdonald
Dante's Numbers by David Hewson
Much Ado About Marriage by Hawkins, Karen