El duque Corven se inclinó para besar la frente de su hija.
—Sé fuerte, Viana —dijo—. Estoy seguro de que sabrás cuidar bien del castillo. Si todo va bien, estaremos de vuelta antes de que llegue la primavera.
—Si todo va bien… —repitió Viana con un susurro. El duque la contempló un instante.
—Regresaremos —afirmó—. Te lo prometo.
Viana sospechaba que un guerrero no debía hacer nunca tales promesas, pero no se lo dijo. Se limitó a asentir sin una palabra.
Cuando el duque ya echaba un pie al estribo de su caballo, Viana lo detuvo un momento:
—Espera, padre. Por favor, dile a Robian… —le falló la voz. Pero él entendió sin necesidad de más palabras.
—No te preocupes, Viana. Él ya lo sabe.
La joven asintió de nuevo.
Por fin, el duque de Corven y sus hombres se pusieron en marcha, Viana se quedó mirando cómo se alejaban hasta que desaparecieron por un recodo del camino, envueltos en una nube de barro y escarcha. Entonces suspiró, sacudió su cabeza y dio media vuelta para regresar al castillo.
Dorea la acompañaba. La tomó del brazo en señal de consuelo, pero no la tranquilizó asegurándole que volverían, porque sabía lo que era una guerra y, a diferencia del duque, pensaba que no tenía sentido crearle falsas esperanzas.
Tras la partida de los guerreros, Rocagrís quedó silencioso y frío. Viana se dedicó a ejercer su labor como señora del castillo, esperando noticias de la guerra y deseando que tanto Robian como su padre estuviesen bien. No se atrevía a conjeturar cómo debía de ser el campo de batalla, y cuando lo hacía, lo imaginaba similar a las justas, pero con algo más de sangre; así de ingenua era su visión del asunto.
De este modo pasaban los días, deslizándose lenta y perezosamente, como las aguas del río que regaba las tierras del duque Corven; hasta que por fin llegó un mensajero al castillo de Rocagrís. Llevaba varios días sin dormir, porque no pensaba detenerse hasta haber alertado del peligro en todos los rincones de Nortia. Su pobre caballo murió de agotamiento sobre el portón levadizo antes de poder alcanzar el establo.
Viana atendió al recién llegado lo mejor que pudo, pero él se detuvo solo para tomar un trago de agua y una escudilla de estofado, y en el tiempo en que tardaban en ensillarle un caballo de los establos, les contó las terribles noticias.
El ejército del rey había caído. Tanto él como el príncipe Beriac habían muerto en la batalla. Los bárbaros habían llegado hasta el corazón del reino, dejando tras de sí un reguero de terror y destrucción, y habían ocupado Normont y el castillo real. Su líder, un hombre llamado Harak, se había proclamado nuevo rey de Nortia.
Viana lo escuchó horrorizada.
—¡Pero no es posible! —pudo decir al fin—. ¡El ejercito del rey es invencible!
El visitante esbozó una sonrisa cansada.
—No, mi señora, ya veis que no. Huid ahora que aún podéis. Escapad de aquí antes de que sea demasiado tarde. Yo debo proseguir mi camino.
—¡Espera! —lo detuvo Viana—. ¿Qué hay de mi padre? ¿Y de Robian, el hijo del duque Landan de Castelmar?
Pero el mensajero no supo decirle nada.
Cuando abandonó el castillo, Viana se sintió tan débil que tuvo que apoyarse en Dorea para no caer al suelo.
—No puede ser… —murmuro—. Los bárbaros…
—Niña, debéis marcharos — dijo Dorea—. Haced caso del consejo que os han dado y escapad lejos de aquí, donde esos bárbaros no puedan encontraros.
Pero Viana tragó saliva y negó con la cabeza.
—No, Dorea —dijo—. Le prometí a mi padre que cuidaría del castillo en su ausencia, y eso voy a hacer. Además, no sabemos si él o Robian están vivos. He de quedarme aquí por si regresan.
Dorea no dijo nada. Sin embargo, en los días siguientes trató de convencer a Viana de que no debía esperar al duque, él preferiría, sin duda, verla a salvo de aquellos salvajes. Pero Viana se mantuvo en su decisión; además, era demasiado ingenua e inocente como para sospechar que pudiesen hacerle nada malo. Oh, claro que conocía las historias de muchachas forzadas por los guerreros victoriosos que invadían un nuevo territorio, pero siempre había creído que aquellas cosas les pasaban a las campesinas; que los bárbaros la respetarían porque hasta ellos sabrían reconocer que ella, como mujer noble que era, merecía un destino mejor.
Y, en cierto modo, no se equivocaba.
Cinco días después, dos hombres se presentaron ante las puertas del castillo.
No eran oriundos de Nortia. Lucían largas cabelleras, eran anchos y fornidos y vestían ropajes de cuero y bastas pieles. No parecían tan simiescos como los había imaginado Viana en sus sueños, en realidad, presentaban un gesto serio y solemne que, de alguna manera, incluso ennoblecía un poco la rudeza de su aspecto. No bramaban enloquecidos, echando espuma por la boca, ni trataron de derribar el portón con sus hachas. Por el contrario, se detuvieron ante la muralla y uno de ellos proclamó:
—¡El rey Harak saluda a la señora del castillo y requiere su presencia en Normont en un plazo de tres días desde hoy!
Hablaba el idioma de Nortia, aunque con un fuerte acento gutural que delataba su procedencia extranjera. Viana, que había estado atisbando junto a la ventana, sin asomarse del todo, sintió la necesidad de responder. Salió al balcón antes de que Dorea pudiera detenerla y observó desde allí a los bárbaros con detenimiento. El portavoz lucía un largo bigote y llevaba el pelo recogido en una trenza. El otro era un poco más alto, y su rostro quedaba ensombrecido por una hirsuta melena y una barba que le confería cierto aspecto feroz.
El del bigote la saludó con un gesto que pretendía ser galante, pero que carecía de la gracia y desenvoltura que exhibía hasta el más torpe de los caballeros de Nortia. Sin embargo, Viana apreció el esfuerzo, sobre todo teniendo en cuenta que el segundo bárbaro permanecía apartado encerrado en un silencio hosco.
—¿Sois vos la hija del señor de estas tierras o acaso su esposa? —quiso saber el emisario.
—¿Dónde está mi padre? —pregunto Viana a su vez; calló enseguida al darse cuenta de que había revelado información importante sin darse cuenta.
—No lo sé, señora, no conozco el destino de todos los hombres de Radis que pelearon contra nosotros. Acudid a la corte, tal y como mi rey ha ordenado, y allí saldréis de dudas.
Viana apretó los dientes.
—¿Para qué desea verme tu señor? —preguntó.
—Como nuevo rey de Nortia, es natural que desee conocer a sus súbditos. Ha enviado emisarios a todos los señoríos y ha convocado a todos los nobles y a sus herederos para reorganizar sus tierras.
A Viana no le gustó esto último.
—¿Y si no atiendo a su petición?
El bárbaro se encogió de hombros.
—No es una petición, señora; es una orden. Si la ignoráis, se considerará que os habéis rebelado contra la voluntad de vuestro rey, y él enviará a sus guerreros para tomar este castillo a la fuerza.
Viana calló de nuevo, tratando de fingir que su amenaza no la había afectado. No sabía qué responder. ¿Debía acudir a la corte como había ordenado aquel caudillo bárbaro que se hacía llamar «el nuevo rey de Nortia»? ¿O, por el contrario, se esperaba de ella que mostrase resistencia y se negara a obedecer al usurpador?
—Tenéis hasta el amanecer para decidiros —dijo el bárbaro, adivinando su vacilación—. Entonces volveremos para recibir vuestra respuesta. Si obedecéis al requerimiento del rey Harak, os escoltaremos hasta Normont y nos aseguraremos de que llegáis sana y salva. Por tanto, no necesitaréis acompañamiento alguno. Tales son las instrucciones de nuestro señor.
Viana asintió en silencio. Los bárbaros se despidieron con una inclinación de cabeza, volvieron grupas y se alejaron por el camino. El corazón de la joven continúo latiendo con fuerza hasta mucho después de que ellos hubiesen desaparecido tras el recodo.
—¿Qué debo hacer?—susurró.
—¡Debéis escapar de aquí, mi señora! —la apremió Dorea, pálida como un fantasma—. Esos dos bárbaros no podrán tomar el castillo ellos solos. ¡Todavía estáis a tiempo de marcharos antes de que lleguen los demás!
—¿Y entregarles Rocagrís? —Viana sacudió la cabeza—. No puedo; debo luchar por conservar el patrimonio de mi familia hasta que mi padre regrese.
—¿Y si no regresa, niña? —murmuró su nodriza. Viana tragó saliva.
—Entonces, yo soy la heredera, y con mayor motivo debe defender nuestras tierras. Pero quizá… —dudó un momento antes de proseguir—, quizá debería acudir a la corte para averiguar si mi padre…
—¡No, no, mi señora, eso nunca! ¡Os pondréis en manos de los bárbaros!
—Para ser bárbaros me han parecido bastante… corteses y comedidos — respondió ella—. No tengo opción, Dorea. Si huyo, los bárbaros se apoderarán del dominio de mi padre sin necesidad de presentar batalla. Y si no acudo al llamamiento de ese Harak, me considerarán rebelde, atacarán el castillo… y yo no podré defenderlo. Quién sabe… quizá… quizá en la corte pueda descubrir cuál es mi situación actual. Tal vez me permitan quedarme con mi propiedad… hasta que mi padre regrese… o si no regresa.
Dorea se mordió los labios, inquieta, pero no dijo nada.
—Si el rey Radis ha muerto, y también el príncipe Bariac —prosiguió Viana—. ¿Qué habrá sido de la reina? ¿Y del príncipe Elim?
—Mi señora, el príncipe Elim es demasiado joven para ejercer como rey de Nortia y, sin embargo, es el heredero—musitó Dorea—. Cualquiera que quiera ceñirse la corona deberá pasar por encima de él. Y no es tan difícil: solo tiene siete años.
Viana tardó un poco en asimilar lo que ella estaba insinuando.
—¿Quiere decir… que tal vez lo hayan…?
Dorea no respondió, pero sacudió la cabeza con pesar.
Viana no durmió aquella noche. No dejó de dar vueltas en la cama preguntándose qué debía hacer. Una parte de ella deseaba seguir el consejo de su nodriza y escapar lejos, donde los bárbaros no pudieran encontrarla. Pero eso supondría abandonar el señorío a su suerte y, por otro lado, necesitaba saber que su padre y Robian estaban bien.
Fue el deseo de salir de dudas, de descubrir qué había sido de sus seres queridos, lo que la hizo levantarse bien entrada la madrugada, pálida y con profundas ojeras, decidida a acudir al llamamiento de Harak, el bárbaro. Dorea ahogó un gemido de consternación cuando Viana le pidió que la ayudara a preparar el equipaje, pero no dijo nada.
—Hay algo que debe hacer antes de marcharme —recordó la muchacha.
Rebuscó en el fondo de su arcón y extrajo de él un estuche forrado de terciopelo negro.
—Las joyas de vuestra madre —susurró Dorea al reconocerlo.
Viana lo abrió. En su interior había diversas alhajas, pendientes y gargantillas que relucían bajo la luz de las velas. No eran gran cosa, comparadas con la riqueza de algunas damas de la corte, pero habían pasado de madres a hijas, de generación en generación, dentro de la familia de Viana, y tenían un gran valor histórico y sentimental para ella.
—No puedo dejarlas aquí —dijo Viana—, por si atacan Rocagrís mientras estamos fuera. Pero tampoco las llevaré conmigo a una corte llena de bárbaros. ¿Qué puedo hacer?
Dorea contempló las joyas, pensativa. Después corrió hacia la cama de Viana y la desplazó un par de pasos hacia un lado. La muchacha la observó desconcertada.
—Mirad, mi señora —dijo entonces la buena mujer—, aquí hay una losa suelta. La vi hace tiempo mientras limpiaba. Podemos ocultar las joyas debajo.
Viana se arrodilló sobre el suelo de piedra. A continuación, ella y Dorea retiraron la losa, no sin dificultad, y descubrieron un hueco lo bastante amplio como para esconder el estuche. Cuando volvieron a colocar la piedra en su sitio, apenas sobresalía un poco.
—Aquí estará bien hasta que regresemos —dijo Viana satisfecha.
Pero no había tiempo que perder, porque en cuanto el sol empezó a despuntar por el horizonte, los dos emisarios del nuevo rey de Nortia se plantaron otra vez ante el puente levadizo.
—¡Señora del castillo! — llamó el portavoz—. Hemos regresado para que nos hagáis saber cuál es vuestra decisión.
Viana no se asomó al balcón esta vez. En lugar de eso, y por toda respuesta, mandó a bajar el portón. Las monturas ya estaban ensilladas para entonces: su palafrén blanco y dos mulas, una que cargaba con el equipaje y otra que llevaría a Dorea sobre su lomo.
Cuando el bárbaro vio salir a las dos mujeres, asintió sin una palabra. Sin embargo, su huraño compañero, que no había hablado hasta entonces, despegó los labios para señalar a Dorea y preguntar, con un gruñido, algo que ninguna de las dos entendió. El otro le respondió en el mismo idioma, una lengua brusca y áspera; ambos discutieron unos instantes hasta que el segundo hombre sacudió la cabeza y no replicó más. El más cortés se volvió de nuevo hacia ellas.
—En marcha, pues —dijo—; si nos damos prisa, llegaremos a la ciudad mañana al atardecer.
Viana se dio cuenta entonces de que eso significaba que tendrían que hacer noche por el camino. No se había detenido a pensar en que estarían solas, a merced de aquellos dos hombres. Titubeó un instante; pero ya era tarde para volverse atrás, de manera que espoleó a su caballo y cruzó la puerta. Dorea la siguió.
Antes de alejarse, sin embargo, Viana volvió la cabeza para mirar a los sirvientes, que se habían reunido en el patio para verlas partir. Había dejado instrucciones para que cuidaran de la propiedad mientras ella estaba fuera, y también los guardias tenían orden de defender Rocagrís con sus propias vidas; pero todos sabían que, a menos que el duque y sus caballeros regresaran a casa, poco podrían hacer si los bárbaros decidían atacarlos. Viana contempló sus semblantes, inquietos y consternados, y les sonrió tratando de infundirles un valor que ella misma estaba lejos de sentir.
—Volveré —les aseguró.
Y, respirando hondo, siguió a sus escoltas por el camino.
No sabía que tardaría mucho tiempo en poder cumplir aquella promesa.
• • •
El viaje hasta Normont se les hizo interminable. Las dos estaban muy nerviosas, pese a que los dos bárbaros no les dieron motivo de preocupación. Las trataron con respeto y la mayor parte del tiempo se limitaron a ignorarlas.
Llevaban un buen ritmo; no se detuvieron a descansar ni un solo momento, ni siquiera a la hora del almuerzo; los bárbaros les entregaron un pedazo de carne en salazón, un mendrugo de pan y un pellejo lleno de una cerveza fuerte y turbia. Viana apenas probó nada, porque todo le producía arcadas. Uno de sus escoltas, el más callado, le dirigió una mirada de desdén, pero el otro le dedicó una media sonrisa.