Viana sintió que se le contraía el estómago. No osó preguntar por el destino del conde Valnevado, y tampoco por el de Robian o su propio padre. Sencillamente, no estaba preparada para asumir que pudiera haberles sucedido algo tan terrible. A pesar de la espantosa escena que había presenciado durante su viaje, había albergado la esperanza de que se pudiese razonar con el líder de los bárbaros. Sin embargo, el relato de Belicia la había hecho estremecerse de puro espanto. ¿Qué piedad podía esperarse de un hombre que decapitaba a un niño de siete años y luego mostraba la cabeza a su horrorizada madre? Tampoco podía olvidar a los guardias de Rocagrís, y lamentaba profundamente que hubiesen perdido la vida por intentar rescatarla. Parecía que todos los que se atrevían a oponerse a los bárbaros estaban condenados sin remedio.
—¿Qué harán con nosotras? —se preguntó, mientras ella y Belicia se abrazaban, asustadas—. ¿Por qué nos han traído aquí?
Dorea, que había permanecido en silencio hasta entonces, movió la cabeza con pesar.
—¿No es evidente, mis señoras? La reina ha muerto y no puede engendrar ya a los vástagos del usurpador. De modo que él está buscando una nueva esposa.
A Viana se le cayó el mundo encima ante la posibilidad de que acabara casada con aquel horrible bárbaro en lugar de ser la esposa de Robian, como había soñado desde niña. Todas aquellas desgracias… solo podían ser producto de una cruel y horrible pesadilla. Hundió el rostro entre las manos y estalló en sollozos incontenibles. Belicia se abrazó a ella con gesto desdichado.
—Tened valor, niñas —susurró Dorea. Pero no había mucho más que pudiera decir para consolarlas.
Momentos más tarde, un grupo de guerreros bárbaros entró en el recinto y condujo a todas las mujeres hasta el salón del trono. Viana caminaba, asida al brazo de Belicia, como si ambas acudieran a recibir una sentencia de muerte. La madre de Belicia no tardó en unirse a ellas. Le dio el pésame a Viana, aunque ella respondió, con un hilo de voz, que no tenía confirmación de que su padre y su prometido estuviesen muertos. Pero la condesa le dirigió una mirada de profunda conmiseración.
Las mujeres cruzaron las puertas, temerosas. Sentado en el trono que solía ocupar el rey Radis estaba ahora un hombre imponente, de rasgos duros y mirada astuta y penetrante, que se había colocado en la cabeza la corona de los reyes de Nortia. A diferencia de la mayoría de sus guerreros, Harak no llevaba barba, sino que lucía un rostro perfectamente afeitado; sin embargo, algo en su expresión lo hacía más temible que ellos. Los ojos del usurpador recorrieron la fila de temblorosas damas, evaluándolas. Las más valientes ocultaron tras ellas a las más niñas, apartándolas de la mirada de aquel hombre sanguinario.
Viana no fue capaz de moverse. Se quedó allí, paralizada, sin apartar los ojos del bárbaro, como un ratón hipnotizado ante la serpiente que va a devorarlo.
Entonces Harak se levantó, y Viana comprobó, sobrecogida, que era mucho más alto y terrible de lo que le había parecido en un primer momento.
—Bienvenidas a mi humilde morada, mis damas —las saludó con una ladina sonrisa. Nadie le contestó—. Espero que hayáis disfrutado del viaje. He escogido como embajadores a aquellos hombres que mejor conocían los usos y costumbres de vuestro país, para que no os sintierais incómodas en su compañía. Confió en que os hayan tratado con la cortesía que merecéis.
Viana recordó a los dos bárbaros que la habían sacado de su castillo, y se le revolvió el estómago. Era verdad que habían manifestado cierta caballerosidad, aunque algo burda; pero después, durante la emboscada de los soldados, habían demostrado que, por debajo de aquel barniz de civilización, seguían siendo bárbaros.
—Habéis sido llamadas ante mi presencia —prosiguió Harak— para rendir homenaje al que es ahora vuestro nuevo rey y señor. Y, como debéis de saber, todo rey necesita una reina.
Los ojos de Viana se desviaron hacia el sitial de la reina, ahora vacío. Allí reposaba la diadema que ella solía lucir, y que ahora esperaba una nueva dueña.
En otras circunstancias, en tiempos más fáciles, cuando ambos príncipes vivían, la mitad de las doncellas de Nortia habían suspirado por ceñirse aquella diadema y reinar en el futuro junto al apuesto Beriac. Pero en aquellos momentos ninguna de ellas se movió, y algunas, incluso, retrocedieron un tanto, tratando de pasar inadvertidas.
Harak lanzó una risotada seca y desagradable y volvió a acomodarse en el trono que había conquistado por la fuerza.
—¡Troylas! —bramó—. Es la hora.
Un hombrecillo pálido y tembloroso acudió prestamente ante él e inclinó la cabeza en señal de sumisión; llevaba un viejo y pesado libro que mostraba en la cubierta el escudo de armas de los reyes de Nortia: un halcón peregrino sobrevolando un castillo de plata en campo de azur.
—Es el archivero real —susurró Belicia—. Como muchos de los sirvientes del rey Radis, temía por su vida y ha jurado lealtad al bárbaro.
Viana asintió, lo conocía de vista, aunque hasta aquel momento no había sabido cuál era su nombre ni su función en la corte. Y tampoco entendía por qué razón alguien como Harak podría estar interesado en sus servicios.
No tardó en descubrirlo. Con voz aguda, Troylas empezó a llamar a las damas, una a una. Los hombres de Harak empujaban a las más reticentes, de modo que todas ellas terminaban acercándose al trono cuando eran reclamadas. Una vez allí, Troylas recitaba el nombre de la dama, su título, linaje y posesiones. Y, ante la mirada horrorizada de las demás, Harak la examinaba con detenimiento y la emparejaba con uno de sus hombres. Viana pronto se dio cuenta de que las mujeres eran un premio al valor y la lealtad de los guerreros. Los jefes de los clanes se llevaban a las damas de más alta cuna. La belleza no tenía nada que ver con su elección; lo que el caudillo bárbaro estaba regalando eran tierras, patrimonio y un título nobiliario. Los señores de los clanes bárbaros engendrarían en aquellas damas y doncellas hijos de su estirpe que heredarían los distintos dominios de Nortia. En un par de generaciones, serían los dueños legítimos de todo el reino y nadie podría echarlos de allí nunca más.
Viana no podía hacer otra cosa que permanecer allí de pie, paralizada, como una res a punto de ser conducida al matadero. Sabía que tarde o temprano llegaría su turno, y no se le ocurría nada que pudiera hacer para evitarlo.
—¡Analisa de Belrosal! —anunció entonces Troylas.
Una niña de unos nueve o diez años avanzó por la sala, temblando de puro terror. Pero, con un grito, su madre se abalanzó tras ella y se interpuso entre Harak y la pequeña.
—¡Piedad, señor! —suplicó—. Analisa no es más que una niña. Tomadme a mí en su lugar.
Un murmullo recorrió el grupo de las damas.
—La marquesa de Belrosal es hermana de la difunta reina y prima del rey Radis —murmuró Belicia, aunque Viana ya lo sabía—. Está doblemente emparentada con el linaje real de Nortia.
Harak no dijo nada. La marquesa se quedó ante él, abrazada a Analisa, mientras Troylas recitaba la larga lista de títulos de la niña. Finalmente, el caudillo bárbaro anunció:
—Analisa de Belrosal será nuestra nueva reina.
Lo repitió en su propio idioma para que todos sus hombres lo entendieran, y ellos lo celebraron ruidosamente. La marquesa imploró a Harak que reconsiderara su decisión, pero sus argumentos se volvieron en su contra.
—Vos sois ya una mujer madura, señora marquesa —replicó Harak con una torcida sonrisa—. Analisa es una niña, sí, pero las niñas crecen. Y tiene mucho tiempo por delante para engendrar hijos sanos y fuertes.
La marquesa lanzó un grito desesperado, pero no puedo hacer nada por evitar el destino de su hija. Se le permitió, sin embargo, quedarse en la corte para cuidar de ella como dama de compañía.
Viana lo sentía mucho por la pobre Analisa; pensó en Rinia, la hermana pequeña de Robian, y se preguntó, con el corazón encogido, si la obligarían a casarse también. Pero no la vio por ninguna parte, ni tampoco a su madre, la duquesa de Castelmar. Se preguntó si eso era una buena señal. También albergó por un momento la esperanza de que, ahora que Harak ya había encontrado a su reina, las demás mujeres pudieran volver a casa.
No fue así. Se sintió desfallecer cuando oyó que el siguiente nombre pronunciado por Troylas era el suyo.
Trató de sacar fuerzas de flaqueza. La marquesa se había dirigido a Harak y este la había escuchado, aunque no hubiese concedido su petición. Tal vez ella podría razonar con él. Se deshizo suavemente de las manos de Dorea y Belicia, que intentaban retenerla a su lado, y avanzó por el salón con la vista fija en el suelo, sin atreverse a mirar al terrible bárbaro.
—Viana —dijo Troylas— es la hija del duque Corven de Rocagrís, que cayó en la batalla y no tenía más hijos, ni varones ni doncellas. Es la única heredera de su dominio.
La muchacha apenas escuchó cómo el archivero describía detalladamente sus títulos y propiedades. La noticia de la muerte de su padre había caído como un mazazo sobre ella. Había sabido desde el principio que era muy poco probable que el duque hubiese sobrevivido al combate y, sin embargo, aún albergaba cierta esperanza de volverlo a ver. Cerró los ojos para retener las lágrimas y estuvo a punto de desfallecer, pero entonces la voz de Harak la devolvió a la realidad.
—Bien; será una buena esposa para Holdar.
Un enorme jefe bárbaro, que lucía una encrespada barba pelirroja y llevaba un hacha cruzada a la espalda, dedicó al rey un vítor entusiasmado. Un grupo de guerreros de su clan lo secundaron.
Viana estaba absolutamente horrorizada. ¿La iban a casar con aquel monstruo? ¿Serían los hijos que tuviese con ese Holdar los herederos de Rocagrís? ¡No podía permitirlo!
—Mi señor… —se atrevió a decir—. No puedo casarme con ese hombre.
Harak la miró sorprendido y un tanto molesto. Hasta aquel momento, solo la marquesa de Belrosal se había atrevido a objetar sus decisiones, y era hasta cierto punto comprensible, porque estaba defendiendo a su hija y porque tenía sangre real. Los bárbaros acogieron la pretensión de Viana con un coro de risotadas, pero Harak las detuvo con un gesto y se inclinó un poco hacia delante. Sus ojos acerados contemplaron a la joven sin pestañear, y ella se sintió de pronto tan minúscula como una mota de polvo. Algo en su interior se rebeló ante aquella circunstancia. Después de todo, por imponente que pareciera, aquel hombre no era más que un bárbaro usurpador. Se esforzó por alzar la cabeza y sostener su mirada. Harak frunció el ceño.
—¿Cómo osas contradecir mi voluntad? —gruñó.
—Yo… —a Viana le temblaba la voz, pero se las arregló para proseguir—. Os pido disculpas, señor, pero ya estoy prometida con otra persona. Nuestros padres así lo decidieron hace mucho tiempo —añadió, recordando que, según el relato de Belicia, aquellos bárbaros tenían en cuenta la opinión del padre de la doncella en los asuntos matrimoniales.
Harak miró a Troylas, que pasaba las hojas de su libro con cierto nerviosismo.
—No consta aquí, señor —dijo el archivero finalmente.
—Entonces, ¿la muchacha está mintiendo?
—Yo no diría tanto. Seguramente dice la verdad, pero incluso aunque tal unión contara con el beneplácito del rey, si no consta en el libro es porque todavía no se ha hecho efectiva.
—¿Y eso quiere decir que aún no están casados?
—Así es, señor.
Harak volvió a centrar su atención en Viana.
—Es muy posible que tu prometido muriera en la guerra —dijo—. ¿Eres consciente de ello, muchacha?
Viana asintió, tratando de disimular el hecho de que le temblaban las piernas.
—Yo tengo la esperanza de que haya sobrevivido, señor —respondió.
—¿Y quién es el afortunado, si puede saberse?
—Robian de Castelmar, hijo del duque Landan —declaró ella, sintiéndose más segura con cada palabra que pronunciaba.
—¿Robian? —repitió Harak, alzando una ceja con una sonrisa.
Viana no entendía qué era lo que le parecía tan divertido. Asintió, mientras sentía que sus mejillas enrojecían. Esperaba que Troylas consultara su libro para informar a su nuevo señor acerca de la identidad de su prometido, pero el archivero ni siquiera hizo ademán de volver a abrirlo. Y Viana no tardó en descubrir por qué.
—¡Robian de Castelmar, hijo de Landan! —bramó Harak en medio del regocijo general.
Todos se volvieron hacia un rincón de la sala en el que Viana no había reparado. Allí había varios hombres, pero no eran bárbaros, sino caballeros nortianos. Los conquistadores parecían tan enormes y ruidosos que aquel grupo había pasado totalmente desapercibido. Además, tampoco parecían dispuestos a llamar la atención. Permanecían en la sombra y rehuían la mirada de las damas, como si se sintieran avergonzados.
—¡Robian! —llamó de nuevo Harak—. ¡Aquí hay una damita que pregunta por ti!
Hubo un movimiento en el grupo de nobles nortianos, y el corazón de Viana dio un vuelco. ¿Podría ser verdad? ¿Robian estaba vivo?
Apenas unos instantes después lo vio, avanzando pesadamente hacia su nuevo rey. Viana reprimió una exclamación de alegría. ¡Era Robian, su Robian! No cabía duda. Parecía más serio y cansado que nunca, su cabello estaba desgreñado y sus ropas presentaban algunas salpicaduras de sangre, pero estaba sano y salvo.
Viana se contuvo para no correr a sus brazos, y su rostro se iluminó de felicidad. Había hecho bien en conservar la esperanza y en informar a Harak de que estaba comprometida, pensó. Robian la salvaría del matrimonio con aquel horrible bárbaro. Le dedicó una sonrisa radiante; pero, ante su desconcierto, el joven apenas la miró.
—¿Mi señor? —dijo, inclinándose ante Harak.
—Muchacho, tras la muerte de tu padre eres el heredero de Castelmar. Si conservas aún tu dominio es porque preferiste vivir para servirme antes que morir en mis manos. ¿Es así?
—Así es, mi señor —respondió el joven con voz neutra.
Viana contemplaba la escena sin saber cómo debía sentirse al respecto. Robian era un traidor y probablemente un cobarde, pero estaba vivo.
¿Habría preferido ella que su prometido muriese en la batalla como un héroe, igual que su padre, que no volvería a ver nunca más?
—Juraste aceptar que siempre serías un recién llegado —prosiguió el bárbaro—, y que tu posición estaría por debajo de la de mis hombres. Tienes, pues, menos derechos que ellos.