Oki calló de pronto. Su público aguardó un instante. Pero, como él no continuó hablando, el rey preguntó:
—¿Y ya está? ¿Es ese el final de la historia?
—¿Qué sucedió con el viajero? —Quiso saber el príncipe Beriac—. ¿Encontró el manantial de la eterna juventud?
Oki le dedicó una mueca que podría haber sido una sonrisa.
—Eso lo ignoramos, alteza —respondió—, porque nadie ha seguido sus pasos desde entonces. Dice el cuento que sus enemigos no lograron darle caza jamás, pero no aclara si fue porque se había vuelto invulnerable o si, por el contrario, se debió a que no salió vivo del Gran Bosque.
—Entonces —se atrevió a preguntar Viana con timidez—, ¿la dama lo engañó para que siguiera un camino equivocado?
Los ojillos de Oki contemplaron a la muchacha con aprobación.
—Tal vez —admitió—, pues es bien sabido que uno no debe fiarse de los regalos envenenados de las hadas.
El rey gruñó algo y se removió en su asiento, incómodo. Parecía claro que el final del relato lo había decepcionado. Sin embargo, ni siquiera él osó cuestionar al gran Oki; cabeceó, conforme, y elogió su actuación con una salva de aplausos. El resto de los comensales lo imitaron, y el juglar lo agradeció con una reverencia.
—Siéntate a compartir nuestra mesa, Oki —lo invitó el rey, como hacía todos los años.
Y, también como todos los años, Oki declinó la propuesta.
—Me siento muy honrado por vuestra majestad, pero, si no es molestia, preferiría comer con la servidumbre.
El rey no se ofendió. Antes que él, su padre había hecho el mismo ofrecimiento y recibido idéntica respuesta año tras año. De hecho, si algún día Oki aceptaba la invitación, él mismo sería el primer sorprendido.
—Retírate, pues, con nuestro beneplácito —dijo—, y que se te sirva en las cocinas todo aquello que precises para saciar tu apetito, porque hoy, amigo Oki, te lo has ganado.
También esta era una fórmula ritual, pero Viana intuyó que el rey no la pronunciaba de corazón; al menos, no aquella noche.
Oki volvió a inclinarse ante los nobles y abandonó la sala entre los vítores de los comensales. Viana pensó, con pena, que no volverían a verlo hasta el año siguiente.
Cuando el sonido de las campanillas del juglar se apagó, el rey dio una palmada sobre la mesa.
—Y ahora —anunció—, continuaremos con el banquete. ¡Que suene la música!
—No —interrumpió una voz áspera desde la entrada—. Que no suene. No aquí. No hoy.
Todos los comensales se volvieron, atónitos, hacia la puerta, por la que entraba un hombre de rasgos duros y afilados, cabellos negros, que ya plateaban en las sienes, y mirada de halcón. Viana lo observó con sorpresa, preguntándose quién sería, ya que no recordaba haberlo visto nunca en la corte, y se estremeció al descubrir que le faltaba una oreja; un recuerdo, quizá, de alguna de las muchas batallas que parecía haber librado. Su porte era noble y orgulloso, pero vestía desgastadas ropas de cuero, más propias de un cazador o de un montaraz. Llevaba una espada al costado, pero también un arco y un carcaj al hombro.
—¡Lobo! —Aulló el rey Radis, furioso—. ¡Cómo te atreves a interrumpir de esta manera la celebración del solsticio!
Viana miró a Robian, pero este estaba pendiente del recién llegado, igual que el resto de los invitados.
—He oído hablar de él —le susurró Belicia al oído—. Posee una tierra yerma al pie de las Montañas Blancas y vive en un torreón que parece un nido de cuervos. En realidad, dicen que fue un cuervo el que le arrancó la oreja izquierda de un picotazo.
—¿Y por qué vive allí? —quiso saber Viana.
Belicia no tuvo tiempo de responder, ya que Lobo, que no parecía en absoluto afectado por la cólera del monarca, declaró con gravedad:
—Mi rey, no es tiempo de celebraciones. Vengo de las fronteras septentrionales del reino, de más allá de las Montañas Blancas, y no traigo buenas noticias: los pueblos bárbaros han vuelto a unirse.
La sala se llenó entonces de murmullos de consternación. Viana palideció; no sabía gran cosa acerca de los clanes bárbaros, puesto que ella aún no había nacido cuando la última guerra los expulsó definitivamente de Nortia, pero sí estaba al tanto de que habían sido los más temibles enemigos del reino en muchas generaciones.
—Que se unan, si es lo que quieren —declaró Radis con orgullo—. Volveremos a derrotarlos y a echarlos de aquí como perros, igual que lo hicimos antaño. Ese no es motivo para estropear la fiesta, Lobo.
El hombre llamado Lobo esbozó una media sonrisa llena de amargura.
—No os dejéis confundir por los ecos de la gloria de antaño, mi señor. Esta vez es diferente. Tienen un nuevo caudillo, uno que se llama así mismo «rey» y que, según dicen, jamás ha perdido una batalla. De las heladas estepas acuden más y más clanes a unirse a él, y han conformado una fuerza poderosa y temible. Afirman los rumores, además, que su nuevo señor no tiene intención de detenerse aquí; ha prometido a su gente que, cuando haya conquistado vuestro reino, seguirá hacia el sur, más allá del Piedrafría, para someter bajo su yugo a la tierras meridionales. Resuenan ya los temblores de guerra en las estribaciones de las Montañas Blancas; si aguzáis el oído, majestad, incluso podréis escucharlos desde aquí.
Los hombres del rey expresaron su opinión al respecto en un caos de juramentos, exclamaciones de ira e insultos hacia los bárbaros. Pero fue la voz de la reina la que se alzó por encima de las demás.
—¡Caballeros, que hay damas presentes!
Ellos refrenaron su lengua, pero sus ánimos no estaban ni mucho menos calmados.
—¡No podemos permitir que los bárbaros vuelvan a cruzar las montañas!
—¡Y no lo haremos, por el honor de Nortia!
—¡Por el honor de Nortia! —bramaron todos.
Viana se había encogido en su asiento. También Robian había participado en aquel juramento, tan resuelto a luchar como cualquiera de los guerreros del rey. Un oscuro temor empezó a formarse en el fondo de su corazón, pero, antes de que pudiera manifestarlo de alguna manera, el rey lo hizo por ella:
—Está decidido, pues —declaró—. Señores, cuando terminen las celebraciones del solsticio, todos y cada uno de los caballeros a mi servicio regresarán a sus tierras y reclutarán a su gente, y formaremos un ejército que plantará cara a los bárbaros cuando llegue la primavera.
Los nobles rugieron mostrando su acuerdo; Viana, sin embargo, no podía dejar de pensar en sus planes de boda, y en si se verían alterados de alguna forma. Notó entonces la mano de Belicia sobre su brazo.
—Lo siento mucho —susurró su amiga, y Viana comprendió que no se casaría con Robian en primavera… porque él acababa de ser armado caballero y tendría que partir a la guerra junto a su padre, como todos los nobles que habían jurado fidelidad al rey de Nortia.
—Pero… —empezó.
Sin embargo, no pudo terminar la frase, porque la voz de aquel hombre al que habían llamado Lobo retumbó en la sala:
—¡En primavera será demasiado tarde! ¡No hay tiempo para los preparativos, ni tampoco para las celebraciones! ¡Debemos ponernos en marcha ya, y tal vez los frenemos antes de que crucen las montañas!
Algunos de los caballeros se burlaron de su pretensión. Viana miró a su padre de reojo y descubrió que él, al contrario que los demás, mostraba una expresión grave.
—¿Acaso no sabes qué día es hoy Lobo? —exclamó el padre de Robian, y varios nobles se rieron a mandíbula batiente ante algo que les resultaba obvio—. Pronto caerán las primeras nieves, y es bien sabido que el invierno no es tiempo de guerra.
—¡Poco les importa las nieves a los bárbaros, Landan de Castelmar! — replicó Lobo con un gruñido—. Viven en las tierras de los hielos perpetuos. El invierno no los detendrá.
—Jamás podrán cruzar las Montañas Blancas en esta época del año — concluyó el rey Radis con rotundidad—. No seas pájaro de mal agüero, Lobo, y regresa a tu torreón. Sabes que no estás invitado a las celebraciones del solsticio, pero, ya que te has tomado la molestia de venir hasta aquí, quédate si quieres a cenar antes de emprender el viaje de vuelta. Verás pasar a nuestro ejército camino del norte en primavera, y entonces reconocerás que tus temores eran infundados y te arrepentirás de haber estropeado la fiesta esta noche.
Lobo sacudió la cabeza.
—Lo lamentarás, Radis —masculló—. Lo lamentarás.
Viana se quedó asombrada ante su insolencia. ¿Cómo osaba tutear a su soberano? El rey, sin embargo, apretó la mandíbula, pero no dijo nada. El resto de los nobles contemplaron a Lobo con expresión sombría mientras este daba media vuelta y abandonaba la sala, rezongando entre dientes.
—¿Entiendes ahora por qué vive tan lejos de la corte? —dijo Belicia cuando Lobo se hubo marchado—. Es evidente que está loco.
Viana tuvo lástima de él, y al mismo tiempo se sintió inquieta. ¿Y si tenía razón? ¿Y si en primavera ya era demasiado tarde para frenar a los bárbaros? Trató de apartar aquellos pensamientos oscuros de su mente. Quizá los rumores de los que hablaba Lobo no fueran otra cosa que rumores, y tal vez no hiciera falta que los caballeros del rey partieran a la guerra en primavera. Y, en cualquier caso, nada aseguraba que Robian tuviera que marcharse también.
Enseguida volvió a sonar la música, y los sirvientes comenzaron a sacar más platos a la mesa. Sin embargo, a la hora del baile, la muchacha vio que su prometido estaba más serio de lo habitual. Se sentaron juntos durante uno de los descansos, y Viana le preguntó sobre la guerra contra los bárbaros.
—¿Tendrás que ir a luchar?
El joven afirmó con la cabeza.
—Ahora soy un caballero del rey, Viana. Le he jurado fidelidad, y mi espada debe servirle allí donde él la requiera.
Viana tragó saliva. Robian sonrió al ver su expresión abatida.
—Pero no sufras por mí —prosiguió—. Hemos derrotado a los bárbaros en otras ocasiones, y lo haremos de nuevo ahora. Mira cuántos guerreros tiene Nortia, entre soldados y caballeros. Somos mejores; poseemos buenas armas y hemos sido entrenados en la lucha desde niños. Cuando nos reunimos, formamos un ejército poderoso y bien organizado. Nada pueden hacer contra nosotros esos salvajes.
Viana sonrió también, alentada por su confianza. Robian le tendió de nuevo la mano para sacarla a bailar la siguiente pieza.
Y Viana bailó y bailó, olvidando los cuentos de Oki sobre el Gran Bosque y las historias de Lobo acerca de la amenaza que procedía del norte.
Pero aquella noche, alojada en una habitación del ala de invitados del castillo, soñó con bárbaros aullantes y viejas hechiceras. Al despertarse sintió frío, y al mirar a través de la ventana descubrió que había nevado sobre Normont.
Vio volar un cuervo negro sobre las montañas y se estremeció, porque le parecía que se trataba de un mal presagio.
En el que se relata la invasión de Nortia por los bárbaros, el llamamiento de Viana a la corte y lo que sucedió después.
La fiesta del solsticio acabó, y todos los nobles se dispusieron a regresar a sus tierras. Viana lo hizo con el ánimo triste; tardaría mucho en ver de nuevo a Belicia y a Robian y, además, cuando llegaran a casa, su padre debería reunir a todos sus soldados y guerreros para unirse en primavera al ejército del rey. Viana intentó sonsacarle información durante el viaje de vuelta, pero el duque Corven respondió con evasivas. Su actitud inquietó a la joven todavía más. Parecía sumido en profundas reflexiones, y su rostro era la viva imagen de la preocupación. ¿Habría tomado en serio las advertencias de Lobo?
El invierno llegó para quedarse en el dominio de Rocagrís, y fue especialmente duro y frío. Viana languidecía junto a la ventana, bordando las prendas de su ajuar y arrancando notas melancólicas a su laúd. No podía hacer otra cosa que esperar. Robian le había prometido que iría a verla antes de que llegara la primavera, pero la muchacha tenía un oscuro presentimiento al respecto, y temía que aquella visita no llegara a producirse. Su padre había cumplido el mandato del rey y estaba sometiendo a sus guerreros a un duro entrenamiento con la intención de prepararlos para la contienda que se avecinaba. Los ominosos presagios de Lobo parecían haber ensombrecido el ánimo de todos.
Por fin, cuando el invierno estaba ya en pleno apogeo, llegó a Rocagrís un mensajero del rey. Había galopado a toda prisa por los caminos helados, pese al riesgo que ello suponía para él y para su montura, porque tenía noticias urgentes que comunicar. Y no eran buenas nuevas.
Los bárbaros, dijo, habían atravesado las montañas. Los pasos estaban bloqueados por la nieve, pero ellos se las habían arreglado para cruzarlas contra todo pronóstico, y habían arrasado ya las tierras que se extendían a sus pies. Tomados por sorpresa, los soldados de los puestos fronterizos no habían sido capaces de detenerlos.
El duque Corven asintió, como si hubiera esperado aquella noticia. Sin apenas pronunciar palabra, lo dispuso todo para la partida.
Viana asistió a los preparativos con el corazón en un puño. Cuando su padre y sus guerreros se marcharan, el castillo quedaría protegido solo por un pequeño destacamento de guardia que estaría a sus órdenes. La muchacha sabía que era así como se hacían las cosas: los hombres se iban a la guerra y las damas ejercían como señoras del dominio en su ausencia. Pero ella había crecido en tiempos de paz, y sería la primera vez que se quedara allí sola. Notó la mano tranquilizadora de Dorea en su hombro y se sintió algo mejor. Dorea, que había sido su nodriza y que después se había convertido en una segunda madre para ella, estaría a su lado y la acompañaría hasta el regreso del duque.
Las dos acudieron al patio para despedir a los caballeros. Viana era vagamente consciente de que quizá aquella era la última vez que veía a su padre, pero trataba de no pensar demasiado en ello. Los bárbaros habían invadido Nortia, sí, pero, como Robian afirmaba, el ejército del rey Radis era muy superior.
Robian… También él iría a la guerra. Era joven y fuerte, y un diestro guerrero, pero carecía de experiencia. A menudo, desde la noche del solsticio, Viana había tenido pesadillas acerca de enormes y fieros bárbaros, peludos como bestias, que mataban a su padre en la batalla; otras veces, el muerto era su prometido, y en ocasiones caían los dos. Pero ahora, a punto de despedirse del duque, todo aquello se le antojaba lejano, casi irreal, tan impalpable como la niebla que se había alzado desde el arroyo aquella mañana. Los hombres irían a la guerra, lucharían y regresarían triunfantes. No podía ser de otro modo; Viana se aferraba a aquella esperanza.