Digan después que hay transmisión del pensamiento. Mientras me abandonaba a consideraciones tan favorables para ella, Adriana María incubaba una irritación contra mí, que no tardó en reventar. No me preocupé de las mujeres hasta que levantaron la voz y prácticamente gritaron. El hecho no me asombró, porque es raro que pase un día sin que griten o insulten. Si yo hubiera razonado con mayor rapidez, me hubiera retirado, pero como soy lerdo, antes de comprender nada, sentí la estúpida obligación de amigarlas.
Tuve entonces la prueba de que debo coserme la boca y no hablar de asuntos que me importan delante de personas dispuestas a interpretar con mala voluntad lo que digo. En diversas oportunidades comenté en casa los últimos episodios y las reflexiones que éstos me sugirieron. Vagamente habré pensado que esas mujeres, al fin y al cabo, eran mi familia y que si no puedo comentar con nadie la preocupación que llevo adentro, estoy muy solo.
Cuando me dijeron por qué peleaban ajustaron el lazo que me retenía. Ceferina explicó:
—Los médicos le presentaron al pobre rengo, por la atención de Elvira, lo que se llama un cuentazo.
—El rengo no gana un peso partido por la mitad —interrumpió Adriana María—. Porque lo que es yo, ni nadie en sus cabales, va a llevarle un mueble en compostura a un viejo anquilosado. ¿Sabés para qué sirve? Para pasear el perro.
Yo diría que me miró sugestivamente.
—No es tan viejo. Apenas diez o doce años más que yo —protesté.
Ceferina dijo:
—La enfermedad de Elvira le comió los ahorros.
—Lo tiene merecido por reaccionario y por avaro —dijo Adriana María.
—¿Qué tiene que ver? —pregunté.
—¿Cómo qué tiene que ver? ¡No aporta a las Cajas!
La propia Ceferina admitió:
—No hay peor crimen.
—Si digo media palabra en Defensa Social lo meten entre rejas. No aporta a las Cajas de jubilación ni tuvo nunca la precaución elemental de adherir al Centro Gallego.
Argumenté:
—Es hijo de italianos.
—Entonces que no proteste —sentenció la cuñada.
Las mujeres volvieron a vociferar y yo pensé en la lección que me había dado el Rengo. Con la mayor naturalidad lo usé de paño de lágrimas, pero él nunca me cargoseó con dificultades y quejas. Lamentablemente se había hecho tarde para que yo siguiera ese gran ejemplo de conducta, porque ya no quedaban muchos en el barrio que no hubieran oído mis confidencias.
Adriana María comentó:
—Aldini se habrá endeudado para que le curen a la mujer, pero al que verdaderamente quiere es al perro.
Creo que dijo «al perro inmundo». Protesté con una mesura que fui el primero en celebrar.
—En ese aspecto no me parecés ni justa ni razonable.
No haberlo dicho. A toda velocidad giró como un resorte, me clavó sus ojos fulminantes y me preguntó:
—¿Cómo te atrevés a pronunciar la palabra razonable? —Por un rato masculló furiosa—: Véanlo al atrevido. No sé qué hacen los del Instituto que no lo encierran. Juro que voy a presentar la denuncia.
Sin apabullarme le dije:
—No confundás tristeza con locura.
—Estás triste porque estás loco.
Sinceramente confesé:
—No te sigo.
Como si tuviera la lección aprendida, a lo mejor para recitarla ante una junta de médicos, empezó la enumeración de cargos:
—Si usted lo escucha, la misma gente que le vendió la perra se la va a robar.
Como un estúpido aclaré:
—A mí no se me ocurrió la posibilidad ¡ni remotamente! Aldini me puso en guardia.
—¿Qué tiene que opinar el viejo? Dios los cría y ellos se juntan. Ahora a éste le da por imitarlo y, para no ser menos, trae a casa una perra que se llama como la propia mujercita.
Cuando oí lo de «la propia mujercita» me pareció imposible que minutos antes la mirara con afecto. De algún modo me perturba y hasta me desagrada la idea de que un cuerpo humano atractivo y familiar en grado sumo, porque es idéntico al de mi señora, esconda un alma tan diferente. Adriana María continuó:
—Eligió la perra porque se llamaba así. O quizá la bautizó él mismo. A veces me pregunto si lo que le gusta en mi hermana es el nombre.
En el afán de mantenerme dentro de la más estricta verdad, reconocí:
—No tiene nada de feo.
Por primera vez Adriana María sonrió.
—Si le da placer llamarme Diana —dijo como si algún pensamiento la divirtiera— yo no me opongo.
Creí necesario dejar ese punto bien aclarado:
—Vos te llamás Adriana María.
—En cambio la perra se llama Diana y él se babea por ella. No me van a decir que no es raro un marido para quien no existe otra mujer que la legítima. Cuando la legítima es mi hermana, estoy en pleno derecho de creer que ese hombre no es normal.
—No te permito —protesté.
Usted la oyera.
—El señor me niega el permiso. ¿Desde cuándo voy a pedir permiso a un loco que de noche ve caras pálidas en las ventanas?
—Te juro que la vi.
—¿A quién le importa lo que vio un ignorante? Yo voy a contar todo a esos médicos, para que le tomen el peso a tu ignorancia y a tu locura. Solamente un loco imagina que los médicos del Frenopático, vaya uno a saber con qué fin horroroso, encierran a personas en sus cabales. No te voy a denunciar por el simple despecho, sino para defenderme.
Azorado le pregunté:
—¿Para defenderte?
—Sí, para defenderme —contestó—. Sos un loco de mala entraña, que trata de robarme el cariño de mi propio hijo.
—No des vuelta las cosas.
—¿Quién sos vos para hablarme de esa manera?
—Con Martincito somos grandes amigos, pero nunca traté de robarte su afecto.
—¿Me tomás por sonsa, che? Oime bien: el chico me cuenta todo. Por la espalda le ponderás a mi hermana y me atacás. Tratás de dividirnos.
—Me calumniás.
—Te prevengo: lo voy a poner al tanto, al detalle, a mi viejo, para que te rompa la crisma.
—Pobre de él —dije y la acaricié a Diana.
Echó a llorar.
—Ahora amenaza —dijo entre sollozos—. Nos vamos con Martincito. Yo creí que en esta casa me quedaba para siempre.
Tal vez yo no sepa tratar a las mujeres. Si la miraba en silencio, mi cuñada me decía que me burlaba de su dolor, y si le pedía que se calmara, me decía que no aguantaba a los hipócritas.
Me fui al cuarto, metí en el bolsillo todo el dinero cobrado últimamente —de puro dejado no lo deposité— y salí con la perra. Por suerte, Aldini estaba en el pasaje. Le pregunté:
—¿A vos te parece bien que entre amigos haya secretos?
—Secretos no, pero tampoco es cuestión de contar todo, como las mujeres y los modernos maricas.
—¿Le parece bien pagar, sin decirme palabra, la cuenta de los médicos?
—¿Por qué iba a publicarla?
—Porque en este momento, por casualidad, puedo ayudarte. Cuando metí la mano en el bolsillo me atajó:
—En la calle no se muestra el dinero.
Entramos. Rengueando trabajosamente me condujo hasta la pieza. Elvira estaba en la cocina.
Repetí:
—En este momento, por pura casualidad, puedo ayudarte. Da miedo decirlo: la plata me llueve.
Me pareció que hablaba como jactancioso.
—A lo mejor mañana la necesitás —dijo sencillamente Aldini.
—En ese caso te la pido.
—Y yo ¿cómo la devuelvo? Hoy por hoy el hombre que no trabaja es un balde sin fondo.
Le di el fajo.
—¿No estarás cometiendo un error? —preguntó—. Por tu situación, no sé si me entendés.
Contó el dinero e insistió en extenderme el recibo. Después hubo que aceptar los mates de Elvira y departir como lo exige la sociabilidad.
Me retiré satisfecho. Al rato me pregunté si no le había prestado el dinero al rengo por el simple afán de quedar como un gran amigo y como un hombre generoso. O peor aún: si no se lo había prestado porque pensaba que el dinero me traía mala suerte. Como usted ve, mi señora tiene razón: interesado en mí mismo, siempre estoy interrogándome y examinándome y hasta me olvido de los otros. ¿Le digo la verdad? Tuve miedo de que todo esto me trajera mala suerte.
Como no sé atender dos cosas a un tiempo, tardé en percatarme de que había un automóvil frente a casa. Era un taxímetro que Adriana María cargaba de valijas y de perchas con vestidos. La cuñada me rechazó, cuando hice el ademán de ayudarla y, sin preocuparse de que la oyera el conductor, me largó con odio:
—Desalmado.
De todos modos le hubiera acomodado las cosas en el coche, si no fuera por Martincito, que abría y cerraba los ojos, movía las manos como si fueran orejas de perro, hacía morisquetas y me sacaba la lengua. Aunque usted piense que soy un hombre débil, le confieso que la actitud de Martincito me afectó profundamente. Cuando se fueron, me dijo Ceferina:
—No te hagás mala sangre.
—Muy fácil.
—Habrá encontrado un macho. Hay mujeres así. Antes de hacer lo que tienen ganas, culpan al prójimo.
A mí me disgustaba el escándalo y la partida de la cuñada, sobre todo la burla del chiquilín. Con pesadumbre me dije que debía perder las esperanzas de que Ceferina, o que nadie, me entendiera. Me abrazó por un rato la vieja, hasta que se apartó para mirarme con júbilo, cor ternura y (añadiré, porque soy un desagradecido) con ferocidad. Creo que dijo:
—¡Al fin solos!
Aunque el alejamiento de la cuñada representó, en definitiva, un alivio, mi vida siguió su curso de angustia y contrariedades. Consistían éstas principalmente en llamados telefónicos, de casa de don Martín; padre e hija se pasaban el teléfono para gritarme, por turno, amenazas y palabrotas.
Finalmente, el 5 de diciembre a la tarde, llamó Reger Samaniego y dejó dicho que por favor yo compareciera en el Frenopático. Ceferina, que tomó el mensaje, no creyó necesario pedir aclaraciones.
Imaginé las peores calamidades, de modo que salí a la disparada y llegué en seguida, más muerto que vivo. Sudaba tanto que daba vergüenza. Como si volviera a soñar una pesadilla, al principio todo ocurrió como la otra vez. En el despacho de Reger Samaniego, me recibió personalmente el doctor Campolongo, que cerró la puerta con llave y me extendió, con la mayor deferencia, una mano pálida, tan mojada como la mía, pero que registraba una temperatura notablemente inferior.
—¿Tiene alas? —preguntó.
Lo miré sin comprender. En mi confusión mental desconfié que me tomara por loco.
—No entiendo dije.
—No colgué el tubo y ya lo tengo aquí.
Noté que su cara —afeitada, más bien redonda— era extraordinariamente pálida.
—El doctor Reger Samaniego quiere hablarle —dijo—. ¿Espera un minutito?
Contesté afirmativamente, pero debí contenerme para no agregar que por favor el minutito no se alargara demasiado porque yo estaba muy nervioso. Para distraerme comparé la cara de Campolongo con la que sorprendí la otra noche en la ventanita del taller. La de Campolongo era igualmente pálida pero más redonda.
El médico se fue por la puerta que daba adentro. Recordé algunas amenazas de Adriana María y me pregunté si yo no habría caído en una trampa.
Al rato se abrió esa misma puerta, entró una enfermera, me incorporé, me dijo que me sentara.
—El doctor no va a tardar —aseguró.
Era morena, con el mentón muy en punta y los ojos brillosos, como si tuviese fiebre. Se apoyó en el brazo de mi sillón y, mirándome de cerca, preguntó:
—¿No quiere un café? ¿Una revista para entretenerse mientras está solito?
Le dije que no. Sonrió como si me diera a entender que mi negativa la apenaba y se fue.
Imaginé de pronto que el doctor me había llamado con el propósito de alejarme de casa. «Mientras cumplo este plantón acá, se aparecen en casa el alemán y el cejudo y me roban la perra».
Ya no me contenía los nervios cuando apareció Reger Samaniego. Era alto, flaco, de nariz afilada. A lo mejor a causa de su cara, sombreada por una barba de tres o cuatro días, lo comparé a un lobo. Me pregunté si por el hecho de pensar esos disparates y no en Diana, atraería la mala suerte. Reger Samaniego se había puesto a hablar antes que yo fijara la atención. Cuando por fin lo escuché, decía:
—Está cambiada. No espere que sea la misma. Está cambiada para mejor.
Quedé callado, porque no sabía qué contestar; por fin le dije:
—Yo casi prefiero que sea la misma.
—Es la misma, pero está mejor.
En realidad mi respuesta no expresaba incredulidad; sino esperanza. Reger Samaniego continuó:
—Si el máximo de enfermedad fuera cien ¿en qué porcentaje computaría usted el mal de la señora?
—No entiendo una palabra —dije.
—¿Usted fijaría la enfermedad de la señora en un veinte, en un treinta o en un cuarenta por ciento?
—Digamos en un veinte.
—Digamos en un veinte, pero en verdad era el doble. Ahora lo hemos rebajado a cero. O, para decirlo al revés, llevamos la salud psíquica de la señora al ciento por ciento.
—¿Está sana?
Iba a preguntarle también si me la devolvería pronto, pero antes de que me resolviera a hablar, contestó a mi primera pregunta.
—Completamente sana. Por favor, trate ahora de seguir mi razonamiento. Ella era —no quiero ofender, entiéndame bien— la manzana podrida de su matrimonio. ¿Me sigue?
—Lo sigo.
—Cuando la señora no estaba sana, lo enfermó a usted.
En situaciones desconocidas, para no ser cobarde, tal vez haya que ser muy valiente. Tuve ganas de escapar. Tomando un tono despreocupado, le dije:
—Para mí, doctor, que le contaron infundios y lo sorprendieron en su buena fe. Yo estoy perfectamente.
—Le pedí, señor Bordenave, que tratara de seguirme. No conteste si no entiende.
Contesté:
—Entiendo. Pero estoy perfectamente. Le aseguro. Perfectamente. Me parecía que tenía hormigas en las venas. Con la más imperturbable lentitud, Reger Samaniego retomó la explicación.
—La manzana podrida enferma el resto de la frutera. A usted, en cierto grado, la señora lo enfermó.
La explicación, como yo lo había previsto, tomaba un rumbo peligroso. Para mostrar cordura y buen ánimo le pregunté:
—¿En qué porcentaje?
—No lo entiendo —me dijo.
—¿En un cinco por ciento?
—No entremos en porcentajes —contestó con visible irritación que de cualquier manera son puramente fantasiosos. Digamos, en cambio, que ahora, cuando la señora vuelve sana, a usted le tocará el papel de la manzana podrida.