Dormir al sol (11 page)

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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

BOOK: Dormir al sol
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—¿Qué debo hacer? —pregunté en un hilo de voz.

Cerré los ojos, porque estaba seguro de oír la temida palabra «internarse». Oí:

—Vigilarse.

—¿Vigilarme? —pregunté desorientado, pero aliviado.

—Es claro. Reprimir su propensión a enfermarla de nuevo.

Tal vez porque ya me creía a salvo o tal vez porque estaba realmente ofendido, protesté:

—¿Cómo se le ocurre que voy a tener propensión a enfermar a Diana?

—Acuérdese de lo que le digo. Usted puede, sin proponérselo, no le discuto, desencadenar nuevamente la enfermedad. ¿Usted quiere que la señora recaiga?

Atiné a repetir:

—¿Cómo se le ocurre?

—Entonces ¿me promete que usted no va a extrañar costumbres, o maneras de ser, que la señora haya olvidado?

Le aseguré:

—No entiendo.

Escondió la cara entre las manos. Cuando las apartó, parecía muy cansado.

—Voy a hacer una mala comparación, para ver de ayudarlo. Un señor que había comprado el caballo del lechero, protestaba porque el animal paraba en todas las puertas. Lo llevó a otro señor, para que le sacara la mala costumbre y, cuando se lo devolvieron, protestó porque el caballo no paraba en ninguna parte.

Enojándome por si acaso, contesté:

—No entiendo la comparación.

—Tengo el mayor respeto por la señora —me aseguró—. Eché mano a la comparación en la esperanza, en la ilusión a lo mejor absurda, de que usted me entendiera. Le repito: la señora está cambiada y espero que usted no proteste.

—¿Por qué voy a protestar?

—Uno extraña lo bueno y lo malo.

—¿Qué puedo hacer?

Dijo una frasecita que no olvidaré:

—No me la retrotraiga a las formas de vida de cuando estuvo enferma. —Volvió a taparse la cara con las manos y después miró hacia arriba, con la expresión de quien está contemplando algo maravilloso—. Tal vez convendría un viaje, un cambio de domicilio, pero no pretendo meterlo en nuevos gastos. La solución ideal ¿quiere que le diga cuál hubiera sido la solución ideal?

Le juro que respondí:

—No.

Hablé en voz tan baja que no debió de oírme. Continuó:

—¡Internarlo a usted también!

En ese momento su cara me pareció más angosta y más puntiaguda. Una verdadera cara de lobo. Era pálida, pero la oscurecía la barba sin afeitar.

—Sería malgastar el dinero —protesté como si no diera mayor importancia a lo que estaba diciéndome.

—Vuelvo a las manzanas —contestó—. Si un cónyuge se enferma, el matrimonio se enferma. Usted solamente va a probarme que está sano si no empuja a la señora a sus viejas manías.

—Le prometo —dije.

Volvió a taparse la cara y, de pronto, dio una palmada a la tortuga de bronce que había sobre el escritorio. Me sobresalté, porque era un timbre de lo más estridente.

Apareció Campolongo.

El director le preguntó:

—¿Está lista la señora de Bordenave?

El otro tomó su tiempo para contestar:

—Está lista.

Por fin el director ordenó:

—Tráigala. —A pesar de mi confusión, entendí que Reger daba una aclaración inútil.— Vienen a buscarla.

Yo no podía creer lo que estaba oyendo, pero la alegría se me acabó de golpe, cuando vi que Reger sacaba del bolsillo del guardapolvo una papeleta inconfundible. «Por no tener el dinero, todavía no me la van a devolver» pensé. A lo mejor si llamaba por teléfono al rengo Aldini, o si me largaba, sin demora, a su casa, podría recuperar el dinero prestado.

—No se me ocurrió traer dinero… —murmuré.

A mí mismo me pareció una excusa nada convincente, pero las palabras que dijo Reger Samaniego fueron todavía más increíbles:

—Me paga cuando puede.

Me entregó el papel, se restregó las manos y con aire de comerciante hipócrita agregó: «Mi cuentita». La examiné, nuevamente no pude creer y di vuelta la hoja para ver si seguía del otro lado. No seguía.

—¿Es todo? —pregunté.

—Es todo —contestó.

—Pero, doctor, ni siquiera le pago la manutención.

Para mis adentros yo me decía; «Con lo que tengo en el banco me basta y sobra».

—No se preocupe —contestó Reger Samaniego.

—No es cuestión tampoco de que usted haga caridad.

—No es cuestión tampoco de que se preocupe demasiado —contestó; yo tardé en comprender que ya no me hablaba de la cuenta—. Si, involuntariamente, desde luego, usted propende a reproducir las situaciones anteriores, no faltará, esté tranquilo, quién me avise —en ese punto se golpeó el pecho, para indicar tal vez que yo podía confiar en él— y lo internaré inmediatamente, sin que ello signifique, para usted, una exorbitancia en materia de gasto.

Yo estaba sumido en las más deprimentes cavilaciones cuando oí el grito:

—¡Lucho!

Con los brazos abiertos, dorada, rosada, lindísima, Diana corrió hacia mí. Tuve presencia de ánimo para pensar: «Está feliz porque me ve. Nunca olvidaré esta prueba de amor».

35

Con la mano derecha empuñaba el brazo de Diana, con la izquierda su valija, salíamos del Instituto, volvíamos a casa, yo me sabía el hombre más feliz del mundo. En ese momento extraordinario hablamos de cosas triviales, hasta que al rato Diana me preguntó cómo estaba su padre y si me había tomado rabia porque la había internado.

—Bastante —le dije.

—Trataremos de hacerlo entrar en razón. —Se echó a reír y me peguntó—: Adriana María ¿te anduvo buscando?

—No entiendo.

—¡Te tiene unas ganas!

No cabe duda: las mujeres son más avispadas que nosotros. Mientras caminaba levantándola del brazo, le aseguro que tuve un fuerte impulso de abrazarla. Usted se preguntará si perdí el sentido de la decencia. Créame que no le cuento estas intimidades por el gusto de ventilarlas, sino porque pienso que pueden resultar significativas para comprender los hechos, tan misteriosos y extraordinarios, que sucedieron después. Para que usted no vaya a suponer que yo estaba un poco loco o siquiera alterado, como Adriana María dio a entender en conversaciones con la gente del pasaje y aun del barrio, es conveniente que sepa en qué estado de ánimo volví a casa. Yo se lo describiría como la simple felicidad de un hombre que vuelve a estar con su mujer después de una larga separación.

Íbamos por esas calles de Dios tan distraídos con nuestra charla y con el placer de estar juntos que no advertimos que habíamos llegado a casa.

—Te preparé una gran sorpresa —le anuncié.

—Decime qué es —contestó.

—Pensá un poco. Algo que siempre quisiste.

—No me hagas pensar —dijo— que estoy muy sonsa. No tengo la menor idea.

—Te compré una perra.

Me abrazó. La tomé de la mano y la conduje a través del portoncito del jardín. Diana salió a recibirnos. Aunque la perra es desconfiada con forasteros, viera qué pronto se hicieron amigas.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Adiviná —le dije—. Un nombre que te es muy familiar.

—No tengo idea.

—El más familiar de todos. Después de un rato preguntó:

—¿No me digas que se llama Diana?

—¿Será por eso que la quiero tanto?

—¿Así que a vos también te pusieron Diana? —le preguntó a la perra, mientras la acariciaba—. Pobrecita, pobrecita.

Entró en la casa mirando todo y, cuando apareció Ceferina, la abrazó, lo que me conmovió bastante.

—La comida va a estar dentro de media hora —dijo Ceferina—. ¿Por qué no vas a tu cuarto a sacar las cosas de la valija?

Diana me dijo:

—No te separes de mí.

La tomé de la mano, la conduje hasta la pieza. Todo la maravillaba, se detenía a cada paso, parecía vacilar, creo que temblaba un poco. Sin querer, le pregunté:

—¿Lo pasaste muy mal?

—No quiero acordarme. Quiero estar contenta.

La abracé y empecé a besarla. Su corazón golpeaba con fuerza contra mi pecho.

Se sentó en el borde de la cama, como una niña y empezó a desnudarse.

—Estoy en mi casa, con mi marido —dijo—. Quiero olvidarme de todo lo demás y ser feliz con vos.

Es una vergüenza lo que voy a decir: lloré de gratitud. De algún modo estaba viviendo el momento que había esperado desde siempre. Otras veces había estado con Diana y aun había sido muy feliz con ella, pero nunca le había oído una tan clara expresión de amor. La abracé, la apreté contra mí, la besé, créame, hasta la mordí. Estaba tan ciego que no me di cuenta de que Diana lloraba. Le pregunté:

—¿Te pasa algo? ¿Te hice mal?

—No, no —dijo—. Soy yo la que debo pedirte que me perdones, porque sufriste por mi culpa. Ahora voy a ser buena. Sólo quiero ser feliz con vos.

Como insistió en sus culpas acabé por decirle que yo siempre la había querido. «Me va a contestar" —pensé— "que ya empiezo con los reproches». Me miró con esos ojos incomparables y me preguntó:

—¿Estás seguro de que no vas a extrañar mis defectos?

No pude menos que maliciar que Reger Samaniego la había prevenido sobre la tendencia que él me atribuía a empujarla de nuevo a la locura.

—Te voy a querer más —le dije.

—¿Me vas a querer si soy del todo para vos?

Le besé las manos, le di las gracias. No me arrodillé delante de ella porque Ceferina abrió la puerta y dijo con su voz destemplada:

—Si no acaban pronto se achata el suflé.

Comenté con Diana:

—Qué mujer desagradable.

—Son los celos —explicó Diana, riendo—. No hagas caso.

Vaya uno a saber por qué en ese momento me dije: «Qué raro. Hoy, mientras hablaba con Reger Samaniego, no se me ocurrió pensar que a lo mejor Diana iba a estar furiosa conmigo porque yo no había impedido su internación. Si me la hubieran devuelto como antes, ahora estaría torturándome con reproches y recriminaciones. Tiene razón Reger. Está cambiada. Está curada».

36

A los pocos días me encontré, en Carbajal y Tronador, con el doctor Reger Samaniego. Yo iba tan distraído que al verlo me sobresalté. Es verdad que sin la sombra negra de la barba mal afeitada su cara parecía, por la blancura, la de un muerto.

—Qué apuro en pagar —me dijo.

—A mí no me gustan las deudas —contesté.

Creo que la misma tarde que me la devolvieron a Diana, me había largado al Frenopático, a pagar la cuenta.

—¿Y la hija pródiga? —preguntó.

—No entiendo —contesté.

—Usted no cambia —dijo en un tonito desagradable.

—Sigo sin entender —le aseguré.

—¿Cómo está la señora?

—No hay quejas.

Esas palabras me avergonzaron, porque me sentí mezquino. Me pareció que yo le debía mucho al doctor y que sólo por un recelo y por un empaque francamente gratuitos le contestaba así. Desde luego, Diana no me daba motivos de queja. Me iba tan bien con ella que a veces y me preguntaba si todo acabaría en algún desastre. La vida me ha enseñado que las cosas demasiado buenas por lo general no vaticinan nada bueno; soy, además, un poco supersticioso. En realidad nadie hubiera calificado de extraña la conducta de Diana; a mí, evidentemente, me sorprendía, porque no estaba acostumbrado a que se mostrara tan apegada y juiciosa. No le exagero: Diana dejaba a mi cargo las decisiones, de modo que debí convencerme, con el tiempo, de que en nuestra casa el amo era yo. Como usted recordará, el doctor dijo que uno extraña todo, lo bueno y lo malo; me permitiré agregar que uno se acostumbra demasiado pronto a lo bueno. Yo me acostumbré tanto que un día, porque Diana me pidió que la llevara a la Plaza Irlanda, la miré sin disimular la sorpresa. Cuando iba a increparla, recapacité que mi señora siempre fue propensa a los antojos y que el de ir a la Plaza Irlanda era de los más inocentes. Accedí por último. Era un sábado, lo recuerdo muy bien.

Mientras recorríamos la plaza, no pude menos que preguntarme: «¿Por qué insistió en venir?». No hablaba casi, parecía preocupada. Con la esperanza de entretenerla, le dije que nos arrimáramos al teatro de títeres. Ahí me esperaba un verdadero disgusto. La comedia pasaba en un manicomio y el médico apaleaba a un loco. Temí que Diana recordara sus internaciones y que se hundiera, aun más, en la melancolía. Me equivoqué notablemente. Se rió, aplaudió, como una niña embelesada. Cuando nos retirábamos, moviendo la cabeza comentó:

—Qué divertido.

Quizá porque nunca me faltaron ansiedades, ahora despertaba todas las mañanas con aprensión de lo que el día pudiera traerme; lo que me traía era la confirmación de que las cosas andaban bien. Raramente Diana salía a la calle; para ir al mercado o para pasear a la perra, me pedía que la acompañara.

Una tarde cayó el profesor Standle. Mi señora lo trató con una indiferencia que me dejó pasmado y lo atajó cuando se disponía a someternos a un examen completo sobre la técnica de enseñar perros. El cargoso, que es tan afecto a prolongar las visitas, a los pocos minutos nos dijo adiós y con la desorientación pintada en la cara salió al trote.

Era notable cómo se entendían las dos Dianas. No necesitaban de la palabra; se miraban a los ojos y usted juraba que una sabía qué pensaba la otra. A veces llegué a preguntarme si el hecho de llevar e mismo nombre no las disponía favorablemente. Yo me felicitaba de haber comprado la perra, porque hasta los vecinos más ignorantes me repetían que su presencia había contribuido a la readaptación de mi señora a la vida de hogar.

37

Una mañana estaba mateando con Ceferina, cuando apareció Diana, que soltó, con el aire más natural del mundo, estas palabras:

—No sé qué tiene el reloj. A cada rato se para. Vas a tener que llevarlo a un relojero.

Ceferina, en lugar de echar el agua en el mate, me la derramó en la mano. Por el amor propio herido, o por la mano quemada, me enojé.

—¿A un relojero? Bueno fuera ¿para qué estoy yo?

Desde que volvió a casa, por primera vez le hablaba destempladamente.

Me fui al taller con el relojito, una máquina muy sólida, un Cóncer que le compré el año pasado, para las fiestas, en la calle José Evaristo Uriburu.

Al rato llegó Ceferina y me dijo:

—Vos fuiste siempre trabajador.

—¿Qué me decís con eso? —le pregunté.

—Que me recordás a esos mocitos que son un modelo hasta que se les cruza la primera pollera. Estoy segura que tenés el trabajo atrasado. Qué pensarán los clientes.

—Todo el mundo se toma sus vacaciones.

—Una pregunta: si te gustaba tanto la Diana ¿por qué te gusta ahora? Está cambiada. Fijate: desde que ha vuelto, ni siquiera le ha salido un herpes en el labio.

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