Me jugué el todo por el todo, intenté la salida. Avanzaba un paso y me detenía a escuchar: no fueran los cohetes, ahora menos frecuentes, a ocultarme algún ruido peligroso. Cuando pasé junto a la camilla, la simple curiosidad me llevó a levantar la sábana. En el acto recibí el mordisco. Con el desconcierto que es de imaginar, vi en la camilla un perro de caza, que se debatía para librarse de sus ataduras. Cuando ladró, salí precipitadamente, por temor de que alguien viniera.
Después de un cautiverio como el que pasé, usted no sabe lo que es andar suelto, de noche, por las calles del barrio. Me paré a mirar el cielo, busqué las estrellas que mi madre y Ceferina me mostraban cuando era chico, las Siete Cabritas, las Tres Marías, la Cruz del Sur y me dije que si no fuera por Paula y por mi buena suerte, la libertad no estaría menos lejos. Me volví, para mirar hacia atrás. No me seguían. En la esquina de Lugones y el pasaje, me volví por última vez y alguien me sujetó. Cuando vi que era Picardo, quise abrazarlo y por poco lo derribo.
—Viejo —le dije.
No retribuyó mi cordialidad. Preguntó:
—¿Te largaron o te largaste? Si te meten de nuevo, no esperes que te saque el doctor. Se disgustó y me dijo que no le importa que te pudras adentro.
Yo debía estar medio vencido, porque en lugar de contestarle como corresponde, me quejé:
—Lindo saludo de Año Nuevo. Proseguí mi camino.
—Tampoco te lo van a dar en tu casa. Paré en seco, porque la frase me alarmó.
—¿Se puede saber por qué?
—Porque no hay nadie. Todo el mundo salió. De parranda. ¿Comprendés o no comprendés?
Comprendí. Encontraría cerrada la puerta de casa y no tenía llave, porque la incautaron en el Frenopático, junto con la cédula. Era muy tarde. No sabía si presentarme en lo de Aldini y a usted no quería molestarlo. No iba a cargosear a los amigos, a esas horas, para preguntarles el paradero de mi mujer. Una inquietud legítima que más vale no ventilar. Me acordé, al rato, de la ventana de la cocina, que no cierra bien.
Por ahí entré sin dificultad. Con la perra nos abrazamos como dos cristianos. No sé cómo explicarme: faltaba poco para que me sintiera feliz, pero ese poco encerraba la enorme congoja de no saber dónde estaba mi señora. Me pregunté seriamente si no habría vuelto a su vieja costumbre de salir de noche y comenté con amargura: «Entonces no podrás quejarte. La tendrás de nuevo como fue siempre».
Miraba la cama, a la que tanto quise volver y me asusté de las cavilaciones que empezarían no bien me acostara. Llegué a preguntarme si lo mejor no sería emborracharse. Por cierto que no: yo tenía que mantener la mente despejada, por si venían a buscarme los del Frenopático.
En cuanto me acosté y cerré los ojos, vislumbré el pensamiento salvador. Si no fuera por la confusión en que me dejó Picardo —para mí que la palabra parranda me cayó mal— se me ocurre enseguida, porque era evidente. Pensé: «Ha de estar en casa de don Martín». Me levanté, corrí hacia el teléfono y temblando de esperanzas marqué el número. No contestaban. Cuando estaba por abandonar el intento, atendió Diana. Le juro que no podía creer que fuera yo.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—En casa —contesté.
Como si la emoción la estorbara, tardó en hablar.
—¿Te escapaste?
—Sí.
Hubo un silencio. Después dijo:
—Qué suerte.
Pregunté:
—¿Voy allá?
—Todos duermen —contestó—. Sabés cómo son: hacen un mundo por cualquier cosa. Me visto y voy.
—¿Sola? Ni loca. ¿Dónde está Ceferina?
—En la pieza de Martincito. Antes de las doce estaba dormida. No quise que se quedara sola en casa. ¿Te cuento? Desde que te fuiste nos hemos hecho de lo más compañeras.
—¿Cómo estás?
—Bien. Algo cansada, porque tuve un día interminable.
Me faltó coraje para decirle que iba a buscarla. Si estaba cansada, no la tendría esperando, para después traerla de vuelta.
—No falta mucho para mañana —le dije—. Ya estaremos juntos. Pensé que era un malcriado y que no había justificación para mi desencanto.
El otro día llegó pronto, con repetidos timbrazos que me despertaron. Sin pensar que Diana y Ceferina tienen llave, me dije: «Son ellas».
Era Samaniego.
De puro atropellado abrí la puerta y me encontré con el doctor en el jardín. Por un tiempo que me pareció largo estuvimos uno frente a otro, Samaniego muy tranquilo, yo decidido a cualquier cosa, a darle un empujón o a pedir socorro. La perra le mostraba los dientes. Para qué le voy a negar, el pasaje no es el Frenopático y yo me siento seguro. Como si hablara con un tercero, el doctor dijo:
—Le recuperé a su Diana.
—No entiendo —le dije.
—Pero, amigo, usted nunca entiende —contestó de buen humor—. En el Instituto lo está esperando la señora, y ya no tendrá quejas. ¿Me sigue?
—¿Con ese cuento me lleva al matadero? Le hago ver que soy menos idiota de lo que supone.
—No me interpreta —dijo—. ¿Por qué no la llama?
—Está en casa de mi suegro.
—Estaba. Ahora está en el Instituto. Llámela.
Entré; desde afuera me dijo un número, pero yo no hice caso y busqué en la guía. Llamé, pedí por Diana. Cuando oí su voz me pareció que la cabeza me daba vueltas.
—Que suerte que llamaste —dijo—. Vení a buscarme.
Le juro que era ella. Su voz expresaba ansiedad y, al mismo tiempo, alegría. Me defendí:
—¿Por qué no te venís a casa?
Sentí el impulso de agregar: No soy tan cobarde como parezco.
Diana contestó:
—El doctor quiere hablar con nosotros. Quiere que pongamos en claro la situación, para acabar con los malentendidos que nos apartan.
—Casualmente el doctor está aquí.
—Hablá con él. A mí me convenció, pero hago lo que ustedes quieran.
Cuando me di vuelta, casi lo atropello a Samaniego. Estaba fumando, de pierna cruzada, lo más cómodo, en el sillón.
—Está en su casa —le solté irónicamente—. Una pregunta: ¿Por qué ese afán de llevarme al Frenopático?
—Para exhibirle una documentación completa, a efectos de que usted resuelva.
—¿Cómo se las arregló para meter en la conspiración a la pobre Diana?
—Señor Bordenave, por favor, dígame con franqueza: ¿Tiene miedo de ir al Instituto? ¿Lo tratamos tan mal?
Un poco por sinceridad y otro poco porque no me gustan las quejas, le contesté:
—No, no me trataron mal.
—Lo sometimos a una cura de reposo y fortalecimiento. Entonces ¿por qué ese miedo?
No sabía si enfurecerme. Convencido del peso de mi argumento, me contuve y dije:
—A nadie le gusta que lo encierren.
—¿Quién dijo que estaba encerrado?
—Quién no importa. El hecho es que estaba.
—No, señor, no estaba encerrado. Por lo demás, ni a mí ni al doctor Campolongo, que yo sepa, usted manifestó el menor deseo de retirarse. Si le hago una pregunta ¿se enoja?
—Depende.
—¿Estuvo viendo en la televisión la serie sobre esos médicos de levita, que roban cadáveres?
—Borrasca al amanecer. Un amigo mío, el señor Aldini, la sigue.
—Yo también, y descubrí un hecho interesante: el temor a los médicos va siempre acompañado de incomprensión.
—No entiendo —le dije.
—Los diabólicos galerudos de la película, en realidad eran profesionales honestos, que robaban cadáveres para conocer mejor el cuerpo humano y salvar a los enfermos. ¿Me sigue?
—Lo sigo, pero eso ¿qué tiene que ver? Samaniego explicó:
—Para el común de la gente, en esa época de oscurantismo, el médico, sobre todo el investigador, era un personaje siniestro … Bueno, para los chicos todavía somos torturadores. Pero usted, señor Bordenave ¿por qué supone que tratamos de hacerle mal? Dígame ¿qué gano con encerrarlo? Por favor, si las cosas no me salen bien, no piense que soy un malvado, sino un chambón, como todo el mundo. Con esas palabras modestas me desarmó.
No bien me tuvo en su despacho cambió de actitud.
—Quiero darle una última oportunidad —dijo.
Ya no era el amigo ansioso de ayudar, sino el doctor que habla al enfermo. Entré a maliciar que había caído en una trampa. Samaniego se entretuvo con un enfermero, al que daba órdenes. Yo miraba la guarda de cabecitas del escritorio, pero no me aguantaba de impaciencia. Cuando se fue el enfermero, Samaniego cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. Sin acobardarme, le dije:
—¿Ve? Eso no me gusta.
Volvió la llave para el otro lado.
—Si no le gusta, no cierro —dijo—. Es una costumbre.
—Yo vine en la inteligencia de encontrar a mi señora.
—La encontrará —aseguró— pero antes aclaremos las cosas, para entendernos usted, la señora y yo.
—Hágame el favor. ¿Qué tiene que ver usted con nosotros? —le repliqué—: Nada.
Samaniego ocultó su cara pálida en sus manos también pálidas y muy grandes. Cuando las apartó por fin, observó:
—Usted siempre se enoja, señor Bordenave. Temo que esos desplantes impidan la comprensión. En perjuicio de todo el mundo, créame, de todo el mundo.
—No será para tanto. ¿Le digo francamente lo que pienso?
—Desde luego.
—Apostaría cualquier cosa que mi señora no está acá.
—Pero usted mismo habló con ella.
—Si hay una trampa, no me pida que se la explique —le contesté—. Apostaría cualquier cosa que usted usó a Diana como señuelo.
—¿Me sigue, por favor? —dijo secamente.
Para no mostrarme terco, lo seguí, pero a disgusto. Al final del corredor había una puerta. La abrió Samaniego y entramos en una salita redonda, donde —me pareció increíble— estaba Diana. Hablaba por teléfono; no bien me vio, cortó la comunicación y se echó en mis brazos. Yo iba a preguntarle con quién hablaba, cuando me dijo:
—Te quiero. De eso tendrás que estar seguro. Te quiero.
Le dije que yo también la quería. Se apretó contra mí y empezó a llorar. Entonces me convencí de que las cavilaciones de esta última época no habían sido más que locuras —le di toda la razón al doctor, yo era la manzana podrida de nuestro matrimonio— y tomé la resolución de corregirme. Sin desconfianza, de ahora en adelante, aceptaría la felicidad que Diana me ofrecía a manos llenas.
—Parece cuento —le dije—. Tuve que pasar por esto para entender que no hay nadie con tanta suerte como yo.
—Gracias —me dijo.
—Nos vamos a casa. Te prometo que no voy a molestar más. Nos vamos ahora mismo.
Diana repuso:
—Ahora mismo, no.
—¿Por qué? —atiné a preguntar.
—Porque sé muy bien que hay cosas en mí que te gustan y cosas que no te gustan. He llegado a sospechar que a veces me mirás con recelo. Te juro que es horrible. ¡Yo te quiero tanto!
Insistí de buena fe:
—Te prometo que no voy a recaer en mis locuras. Francamente su contestación me asombró:
—Tal vez no sean locuras. Te pido que hablés con el doctor Samaniego. No sabés lo que me duele sentir que hay algo en mí que rechazás.
Me avine:
—Hablemos con el doctor.
—Los dos solos van a hablar con más libertad. Después de poner las cosas en claro, si todavía me querés, me llamás. Yo estaré esperando.
El doctor me preguntó:
—¿Volvemos a mi despacho?
Tomé las manos de Diana, la miré en los ojos y le dije:
—Siempre te voy a querer.
Movió la cabeza, como si dudara. Me fui con Samaniego.
—Recapitulemos —murmuró el doctor y abrió los brazos como si dijera misa—. El alma de la señora estaba muy enferma.
—Tengo entendido que la ciencia niega el alma.
—La ciencia progresa un paso adelante y un paso atrás. Existe el alma y existe el cuerpo, exactamente como lo afirmaban los viejos libros. Hoy por hoy lo hemos comprobado. La medicina encontró el remedio para algunas enfermedades del cuerpo (poquísimas, ya lo sé); en cuanto a las enfermedades del alma…
—¿Adónde va a llegar con todo esto?
—A la señora. Al estado actual de la señora. Permítame que retome el hilo de la explicación: a los pobres enfermos, a quienes el vulgo llama locos, prácticamente los curan a palos. Si no me cree ¿por qué no se corre hasta Vieytes y echa una ojeada?
Contesté:
—Ahora mismo, si quiere.
Sonrió amistosamente, no sé por qué, y dijo:
—Yo he buscado nuevos caminos para la curación.
—¿De los locos? ¿Pretende que mi señora está loca?
—De ninguna manera. Una simple perturbación, difícil de curar, eso sí.
—No entiendo.
—Trate de entender, porque de su respuesta dependerá lo que yo decida. Recuerde, señor Bordenave, que un médico de mi especialidad tiene algo de funcionario policial y hasta de juez.
Me pareció que amenazaba. Contesté:
—Si quiere que lo entienda, hable claro.
—Está bien. Como le decía, busqué nuevos métodos de curación. Pensé, el que se duerme, se calma, y recordé procedimientos para conciliar el sueño.
—¿Existen?
—Cómo no. Mire lo que son las cosas, yo tenía dificultades para dormirme. Un señor me aconsejó «En cama, tome la postura que le convenga, cierre los ojos e imagine que avanza por una alameda. Cuanto más rápido avance, más rápido pasarán en sentido contrario los árboles. Con el movimiento se desdibujarán y usted se dormirá». La receta dio resultado hasta que una noche los álamos se me convirtieron en cipreses y desemboqué en un cementerio.
—¿El cementerio lo desveló?
—Claro. Otro señor, el padre de un amigo, me aconsejó: «Imagine que entra en una ciudad. Pasa por tantas calles y tantas casas que al fin se cansa y se duerme. Para no fijar la atención, lo que sería contraproducente, convendría que no abunden los detalles y que la ciudad esté vacía». Ahora bien, una ciudad vacía trae recuerdos de películas de guerra, de ciudades conquistadas, de francotiradores que acechan desde las casas. En ese punto usted se desvela, porque teme un ataque.
—¿Y por último dio con el procedimiento adecuado? —pregunté.
—Desde luego. Sin preguntar a nadie, casi le diré por instinto. Imagino un perro, durmiendo al sol, en una balsa que navega lentamente aguas abajo, por un río ancho y tranquilo.
—¿Y entonces?
—Entonces —contestó— imagino que soy ese perro y me duermo.
—¿Que usted es el perro?
—Claro. Le prevengo que un perrito ladrador no sirve. Tiene que ser un perro grande, preferiblemente de cabeza ancha.