Usted no se hace una idea de lo difícil que es convencer a otra persona de que uno va a tomar un remedio y no tomarlo, sobre todo cuando esa otra persona, aunque lo disimule, vigila. Desde luego que yo no he de sobresalir por los dones de mago y de fumista. La situación, que ahora describo al pasar, duraba más de la cuenta, así que me largué al baño con el vaso —caminando apurado, porque Diana me seguía— tiré el contenido en el lavatorio, mojé con agua la boca y dije:
—No es feo.
Entiendo que mi señora me observaba con desconfianza. Lo que en definitiva me ayudó a tranquilizarla fue el sueño que realmente me dominaba. Para convencerla mejor me fregaba los ojos y bostezaba, en un simulacro que aumentaba mi estado de somnolencia, al extremo que me dormí, para despertar al rato, con un sobresalto que disimulé sin demora. Ese jueguito se repitió y al entreabrir los ojos yo encontraba invariablemente los de Diana, mirándome con atención, casi diría, con severidad. Ya sé que en altas horas de la noche, a lo mejor porque se confunden el pensamiento y los sueños, parecen posibles cosas de todo punto estrafalarias; la verdad es que yo tenía entonces por seguro que Diana, con un designio que me ocultaba, quería que yo me durmiera. Dicen algunos que es una vergüenza asustarse de una mujer; yo le confieso que tuve miedo. El primer síntoma fue un desvelo muy corto, eso sí, porque el sueño volvió a vencerme. Soñaba disparates, que Diana iba a sacar ventajas de mi sueño, que no sólo era maligna sino también falsaria. Por momentos el miedo fue tan vivo que me despertó. En uno de esos despertares —no me pregunte si fue en el tercero o en el cuarto, porque perdí la cuenta— no me encontré con los maravillosos ojos de mi señora. Prudentemente moví la cabeza y hasta me incorporé un poco, en un esfuerzo por descubrir dónde estaba; recuerdo que me creí solo —no con alivio, sino con angustia, con otra angustia, que me recordaba tiempos pasados— hasta que un rumor, como de un ratón entre papeles, me hizo mirar hacia la cómoda. Ahí la vi, revisando mis cajones, como horas antes había revisado su ropero Ceferina. Le juro que al principio me creí el espectador de una pantomima sin más propósito que el de avergonzarme. Casi le grito que la vieja obró contra mi voluntad y que no encontró nada. Me contuve, porque bastaba mirarla para entender que en serio buscaba algo. Por más que reflexioné y pasé revista a los objetos de mi pertenencia, no recordé ninguno que justificara tanto empeño. «Salvo el Eibar" pensé. Dígame ¿para qué Diana iba a necesitar un revólver? "Para matar a Ceferina» me dije, porque estaba dispuesto a encontrar atadero a cualquier disparate. Después reflexioné que la vieja no podía importarle mayormente y que sin duda buscaba el revólver para matarme y quedarse con mis cosas. El miedo lo lleva al hombre a concebir pensamientos que son una vergüenza. Yo me salvé de hundirme del todo en ese bochorno, porque Diana interrumpió su trabajo, como quien halla lo que busca. Me incorporé un poco más y vi que estudiaba una hoja de papel. El estudio ese le llevó un tiempo extraordinario; después guardó el papel en el segundo cajón de mi cómoda. En arreglar las cosas no puso más cuidado que Ceferina: una mala comparación, porque mi cómoda fue siempre un revoltijo y Diana tiene su ropero en orden.
De repente me pareció que Diana se volvía y me eché en la cama. Al golpeteo de mi corazón lo acallaron los pasos que se arrimaban. Diana se inclinó sobre mí, le juro que me dio un beso en la frente y que dos veces pronunció la palabra «pobrecito». Esa palabra obró como un bálsamo, porque me recordó a mi madre. Con los párpados entrecerrados la miré en los ojos y me dije que Diana me protegía de todos los peligros del mundo. De este sentimiento de seguridad pasé a sospechas y miedos increíbles. No sé cómo ni por qué me dio por preguntarme quién estaba mirándome desde los ojos de Diana.
Después mi señora rodeó la cama, apartó las mantas y con movimientos muy suyos, que le conozco de memoria, se acostó; como siempre ensayó primero un lado y después el otro (una vez me dijo que somos todos perritos que no se deciden por la postura para echarse) y finalmente se durmió. Al rato, menos por curiosidad que por el afán de matar el tiempo, tomando toda suerte de precauciones para no despertarla, me levanté y me dirigí a la cómoda. Con la sorpresa que es de imaginar, al abrir nomás el segundo cajón descubrí que el papel tan ansiosamente buscado por Diana era el árbol genealógico. «Al fin y al cabo" —me dije"es una Irala y por algún lado tenía que reventar su parecido con el resto de la familia". No lo dije, desde luego, contra Diana. Mi reacción, en el primer momento del hallazgo, fue de ternura. Sentí un impulso de abrazarla, despertarla, contarle mis malos pensamientos y pedirle que me perdonara. Con ese propósito enderecé a la cama, cuando sin querer propuse otra interpretación de su empeño por encontrar el árbol genealógico. "Quiso estudiarlo" —pensé— "porque es otra. Le conviene conocer los antecedentes de familia, saber, por ejemplo, cómo se llamaba su madre. Todo está ahí" Al rato, como si ya tuviera por seguro que esa interpretación era la exacta, agregué: "Para peor le tocó a la pobre una familia que siempre encuentra pretextos para sacar a relucir los choznos».
Ya en cama seguí cavilando hasta que en algún momento pregunté si no desvariaba. «Tanto más natural de mi parte sería pensar que se acordó del árbol genealógico, que tuvo ganas de preguntarme dónde buscarlo y que me miraba porque si yo estaba realmente dormido, no quería despertarme». Ya me abandonaba a una sensación de alivio, cuando reflexioné que mucho antes de emprender la busca porfió para que tomara las gotas. A lo mejor había insistido en las gotas por entender que esa noche yo tenía que dormir bien. En las clínicas y en otros puntos donde se codea con el cuerpo médico, la gente toma la mala costumbre de consumir, por cualquier motivo, remedios. Por mi parte quizás exagerara mi aversión a las gotas. A lo largo de ese día interminable, junto a mi señora encontré el único refugio y después, porque me compró un somnífero, empecé a imaginar cosas y a desconfiar. Repasando las mismas cuestiones acabé por dormirme. A eso de las ocho, no sé qué sobresalto de un sueño me despertó. En cuanto levanté los párpados encontré los ojos de mi señora, mirándome fijamente, como si quisiera desentrañar un secreto que hubiera en mí. La idea me hizo gracia, iba a decirle que yo no tenía secretos, pero de pronto me pareció que el secreto estaba en ella y me asusté.
Como no aguantaba mis nervios me levanté y fui al lavatorio. Hasta aburrirme hundí las muñecas en el agua fría; después me la pasé por la frente y la nuca. Me encontraba desorientado, convencido de que así no podía seguir y llegué a preguntarme si de pronto no me largaría al Instituto, para que me aplicaran cualquier inyección o a lo mejor me internaran. Así no podía seguir.
El mate que, según leí en el Mundo Argentino, agita los nervios, me tranquilizó. Por mínima atención que pongamos, algo nos entretenemos en tomarlo y pasarlo después para que lo ceben y lo tome otro. Yo diría que la redondez de la calabaza infunde en la mano satisfacción: no me pregunte el motivo. Seguramente yo discurría sobre todo esto para no pensar en lo que me atormentaba. En parte lograba ese intento.
Diana y Ceferina comentaron la pereza de aguantar, nuevamente esa noche, a los Irala. Era un gusto cómo estaban de acuerdo. De oírla, uno pensaba que Diana no tenía nada que ver con Adriana María y don Martín. La cordialidad se prolongó hasta que la vieja no pudo con el genio y empezó a mortificar a Diana con sugerencias para el menú. En realidad, la provocaba. Diana estuvo de lo más diplomática. Miró el reloj, pidió que la disculpáramos porque era tarde, se encerró en el baño y abrió la ducha. Por mi parte me fui a los relojes: con la mente en libertad no me aguantaba. Ya en el taller, ante la pila de relojes en compostura, en mi fuero interno reconocí que últimamente mi sentido de la responsabilidad se volvió menos riguroso. Alguna vez me dijo Ceferina que el amor y el sentido de la responsabilidad para el trabajo no congenian; yo no la escuché, porque lo decía contra Diana.
Trabajé lo mejor que pude, con la esperanza de ser el relojero de siempre, de haber recuperado la vocación. De golpe me encontré pensando en el largo día por delante. Ahora mismo, después de lo que ha pasado, me cuesta decirlo: tuve miedo de todas esas horas para estar con Diana, al extremo de pedir que llegara pronto la noche, para estar con Adriana María. «Esa por lo menos" —me dije— "es la hermana». Como quien sueña, me figuré abrazándola con ternura; digo como quien sueña, porque la imaginación trabajó sola y me la mostró a Adriana María apretándome de manera francamente desvergonzada, mientras yo sentía tristeza porque no sabían interpretarme. De ahí pasé a extrañar a mi señora. La extrañé de un modo rarísimo, empujado por la curiosidad, por un escrúpulo de observarla mejor, por la enorme esperanza de haberme equivocado, de llorar entre sus brazos, de pedirle perdón, de olvidar todo.
Ni yo mismo me entiendo. Al rato llegó Diana y tuve ganas de escapar. Tal vez pueda explicarme: sin ella, suponía que me bastaba mirarla para salir de mi aflicción y que mis cavilaciones eran la pura malacrianza de un hombre mimado por la suerte; pero al tenerla a mi lado me parecía ver, más allá de su expresión y de su piel, a una forastera.
Me pidió que la acompañara hasta el almacén y a la feria, que esa mañana estaba en Ballivián, para hacer las compras, de acuerdo a una lista preparada por Ceferina. Dije que iba a pasarme el peine; entré en la pieza y me eché al bolsillo el frasquito de las gotas.
Salimos. Le juro que yo miraba las cosas como quien las recuerda. O tal vez como un hombre que se despide.
En el almacén no estaba el patrón. Nos atendió la hija, la causa de nuestro famoso distanciamiento. ¿Qué me dice cómo se ha puesto? Está grande, lindísima, pero al público lo atiende como si le hiciera un favor. Fuimos a la feria y por último pasamos por la farmacia. Con el pretexto de preguntarle a don Francisco si el Systeme Roskopf marchaba como la gente, lo llevé aparte, le mostré el frasquito y le pregunté si esas gotas eran muy fuertes.
Me contestó:
—Un bebé las ingiere sin problemas.
Tomé del brazo a Diana y volvimos a casa; cuando llevó las compras a la cocina, la otra Diana salió a pasear conmigo. Si alguien me vio, habrá pensado que yo estaba loco, porque le garanto que hablaba solo y, si me acordaba, con la perra, para disimular. No sólo para disimular, sino también porque la siento muy apegada. En el fondo, ha de ser la única persona en que me fío plenamente.
Ceferina se asomó al jardín y me llamó a gritos.
Comí sin hambre. Después del almuerzo prolongué a más no poder la conversación, aunque Ceferina y Diana, como siempre cuando están juntas, me tenían en ascuas. Por último Ceferina se puso a baldear y comprendí que llegaba la hora de la siesta.
Mi estado de ánimo cambia continuamente de un tiempo a esta parte. Me dije que no tenía derecho de estar descontento, porque al hombre que le gusta una mujer enteramente, se le puede llamar afortunado. Se lo dije a ella, un poco en broma y un poco por hablar.
—Habrá otras mujeres que no son feas —le aclaré—, como Adriana María, que es igualita, pero no tiene tu alma.
Echó a llorar. Me pareció más linda que nunca y se mostró notablemente cariñosa, al extremo que yo acabé por olvidar mis aprensiones. Después quise dormir, pero Diana retomó el diálogo. No me pregunte qué me dijo, porque no la escuché. A ojos vista me entristecí. Por fuera de lugar que le parezca, yo sentía la contrición del que ha engañado a su mujer. No pude aguantar, salté de la cama, estuve un rato lavándome y con gran apuro me vestí.
—¿A dónde vas? —preguntó.
—No sé —le dije.
Lo sabía; quiero decir, lo sabíamos.
En la esquina de Acha lo encontré a Picardo, con su traje nuevo. En los momentos peores, la vida parece una representación, con unos pocos monigotes que siempre repiten el mismo número. El de Picardo consiste en salir al paso y detenerlo a uno cuando está más apurado. Esta vez me reservaba una sorpresa.
—El doctor —dijo severamente— está disgustado con vos.
—¿Qué doctor?
—¿Qué doctor va a ser? El doctor Rivaroli.
—¿Se puede saber por qué el doctor Rivaroli está disgustado conmigo?
—No te hagás el inocente. Sacaste a la señora del loquero sin pedirle ayuda. Está dolido.
—Y vos ¿por qué estás de traje nuevo? Explicate.
Agitó los brazos en alto, como para defenderse de un castigo, retrocedió unos metros y se fue corriendo.
Yo también caminé rápidamente, porque me parecía que era indispensable llegar cuanto antes. En el Frenopático me atendió Campolongo. Ante mi insistencia, me hizo pasar al despacho y fue a llamar a Reger Samaniego. Yo pensaba que si Reger venía pronto, sabría cómo hablarle para que no me negara una explicación completa y sincera. Desde luego hubo que esperarlo. Cuando llegó el doctor, ya me sentía nervioso y no recordaba el discursito que había preparado.
Para que usted me entienda, procuraré contar ordenadamente esa entrevista que fue bastante agitada y confusa.
—¿Qué lo trae por aquí?
—El deseo, la necesidad —traté de serenarme— de preguntarle algo de la mayor importancia para mí.
En su tono machacón respondió:
—Pregunte. Siempre estoy a la entera disposición de mis enfermos.
—Vengo a preguntarle, doctor, por mi Diana. Hablo con ella, la veo trabajar, no tengo quejas, pero francamente no la hallo.
Me dijo:
—No estoy seguro de entenderlo.
—Será muy buena la que me ha devuelto —aclaré-pero, no sé cómo decirle, para mí es otra. ¿Qué le ha hecho, doctor?
El doctor Samaniego escondió su cara de lobo en sus manos, que son enormes y pálidas. Cuando levantó la cara, no sólo parecía cansado, sino aburridísimo de tenerme ahí.
—Hago memoria —dijo—. Yo lo puse en guardia contra dos peligros ¿recuerda? En realidad esos dos peligros están relacionados.
Le confesé que no entendía.
—Yo le previne que iba a extrañar a la mujer neurótica que durante años vivió a su lado. Le di mi clásico ejemplo del caballo del lechero.
—Eso lo recuerdo perfectamente —contesté; traté de mantener la calma y de argumentar—: Pero Diana y el caballo del lechero no es lo mismo.
Creo que marqué un punto a mi favor.
Después me enredé en las explicaciones y Samaniego me atajó.