Porque me hablaba de corazón, le expliqué:
—Es una historia tan rara que si la escribo en cuatro o cinco páginas resulta increíble. Francamente increíble. Es tan rara que se la voy a contar a otro para entenderla yo.
—Te van a interpretar mal —me dijo con tristeza—. Por aquí pasan muchos locos y no es la primera vez que alguien me asegura que su historia es muy rara.
Protesté:
—Si vos me creés loco…
De miedo, no más, debí de tutearla. A ella le gustó.
—Almita —me dijo—, me tenés para todo. Para todo ¿Entendés? Mañana te traigo las hojas.
—Muchas ¿eh?
—Sí, muchas; pero en lugar de escribir, que no es bueno para la salud, yo que vos me rompía la cabeza buscando la manera de escapar.
Con el trabajo de escribir, con las visitas de la enfermera, del enfermero, del doctor Campolongo, con las comidas a cada rato, se me pasó la tarde. A la noche, en cama, empecé a meditar.
Tomé la firme resolución de pedirle a Paula que me explicara por qué era indispensable que huyera si no estaba loco. ¿Qué ganaban los médicos, vamos a ver, con tenerme encerrado? Ante todo, yo no soy un hombre pudiente; después, a lo que entiendo, no vivimos en la época de los médicos de levitón y galera, que roban infelices en la película de Aldini, para hacer experimentos. Hoy, por hoy ¿quién va a creer esa fábula? Si yo le hablaba con tranquilidad a Samaniego, o al mismo Campolongo, coordinando como corresponde, me abrirían de par en par la puerta para que volviera a casa.
Era extraño, sin embargo, que la enfermera, que al fin y al cabo trabajaba en el Instituto y que debía de estar interiorizada de lo que allí ocurría, insistiera tanto en la necesidad de favorecer mi fuga. Bastaría pensar un poquito más en la misma dirección, para desconfiar de la enfermera y preguntarme si no era un instrumento de los médicos. ¿Me empujaba a la fuga, para que me sorprendieran in fraganti? Con algún trabajo recapacité que yo no estaba detenido ni preso, que no pendía sobre mí una condena y que un intento de fuga no era un crimen. Es claro que tal vez me castigaran, me aplicaran inyecciones y hasta el shock eléctrico. Yo estaba en calidad de enfermo, sin estar enfermo, y los médicos me soltarían cuando advirtieran su error. ¿O el negocio consistía en meter adentro gente sana? Menos peligroso era internar a los enfermos, que nunca faltan, desgraciadamente.
Pensé que sin demora debía pedirle a Paula que se ingeniara para recuperar mi cédula. Soy del todo contrario a dejar en manos ajenas un documento personal. Si lo pierden, de nada valen los reclamos, porque no lo salvan a uno del temido vía crucis en la calle Moreno.
Por la cuestión de la cédula me puse tan nervioso que no podía conciliar el sueño. Me dije que al otro día iba a estar cansado, que lo notarían los médicos, me darían calmantes, me dormirían y yo no podría seguir con el trabajo. En el fondo, tenía la convicción de que me habían encerrado para no dejarme salir así nomás.
Caí de golpe en la cuenta de que haría por lo menos veinticuatro horas que no me acordaba en serio de Diana. Pobrecita, buen defensor le ha tocado, que si lo meten preso en el manicomio ya no piensa más que en él.
Empezaba a dormir cuando me despertaron unos ladridos. Miré por la ventana, porque había clareado, y vi en el patio un perrazo con rayas como de tigre. Creo que es un mastín.
A mí estos médicos no me engañan. Para darme confianza, el primer día no me molestaron, pero a la mañana siguiente empezaron el gran ataque. Antes del café con leche ya me habían sacado sangre hasta de atrás de la oreja y con el desayuno que no fue escaso en materia de pan y mermelada, me hicieron tragar infinidad de pastillas. Campolongo explicó:
—Son vitaminas.
—No sabía que hubiera tantas —contesté.
—Usted me las toma todas las mañanas y ya vera cómo lo ponemos.
—¿Cómo a Diana, mi señora?
—Exactamente. De modo que no se encuentre en inferioridad de condiciones. Dígame, señor Bordenave ¿usted no siente, de vez en cuando, cómo le diré, una dificultad para el raciocinio?
Quedé alelado. Este doctor Campolongo, después de verme cuatro o cinco veces, descubría un síntoma que yo creía oculto en los repliegues más profundos del cerebro. Me hallaba ante un ojo clínico.
—A veces me gustaría explicarme con mayor facilidad —le dije—. Por ejemplo, los otros días quería alegar con el doctor Samaniego…
Me interrumpió sin contemplaciones:
—Para la pereza mental —explicó— también tenemos pastillitas.
Le previne:
—Ayer, todo el día, pensaba con una velocidad que yo me quedé con la boca abierta.
—¿Se quiere curar en salud? ¿Miedo al tratamiento?
—Al contrario, doctor —le dije como un hipócrita—. Soy lerdo, lo admito, y no creo que ustedes vayan a cambiar la índole de una persona.
Colegí que lo había ofendido, porque replicó fríamente:
—Haremos con usted lo que hicimos con su esposa.
Me tomó la presión, me auscultó y dijo que yo tenía un corazón de primera. Con legítimo orgullo le obligué a repetir la frase. Por fin se fue. Yo estaba contrariado, tal vez por los pinchazos y por las pastillas, pero sobre todo por la conversación. Por táctica, para que no desconfiara, me dejé tratar como enfermo. Esa conformidad me infundió tristeza y rabia, como si adrede me hubiera sometido. Me pareció que estaba más preso que antes.
Paula me trajo una resma de papel.
—¿Qué pasa, almita? —preguntó—. Estás de mala cara. En lugar de escribir tanto, hoy tomás unas gotitas y te dormís como un ángel. Dije simplemente:
—Qué manía con las gotas.
—Tenés que descansar —porfió—. Siempre escribe que te escribe. No puede ser bueno para la salud.
—Muy interesante —dije.
—No te enojés. Le entregué tu carta a ese amigo tuyo en propias manos.
—Veremos qué hace —comenté—. Probablemente nada, porque le mandé una carta que ni yo la entiendo. Ahora me pongo a escribir de nuevo.
—Es peligroso —dijo.
—Entonces ¿qué me propone? ¿Que tome sus pastillas, me duerma y deje que hagan conmigo lo que quieran?
—No seas malo —dijo.
—No soy malo —expliqué—. Usted misma dijo que tengo que escapar. Vamos a ver si encontramos la manera… Mientras tanto le escribo un informe al señor Ramos. A lo mejor lo convenzo y me ayuda.
Paula pensó por mí:
—Para escribir, sacás una sola hoja. Las otras las guardás permanentemente bajo el colchón. A la noche, yo me llevo las hojas escritas, de modo que si te descubren,> salvamos por lo menos las que yo guardo. A mí no me nombrés, para que no quieran separarnos.
Es notable: cuando dijo eso último, creí en la sinceridad de su afecto. De todos modos le pedí:
—Júreme que después me va a devolver las hojas.
—Lo juro.
—¿En cualquier caso?
—En cualquier caso. Lo juro. Si no puedo entregarlas a ese amigo tuyo, te las devuelvo a vos.
—¿Por qué lo jurás?
—Por vos mismo. Por lo que más quiero.
Antes de ponerme a escribir repasé mentalmente la última conversación con el médico. Una frase me inquietaba: «Haremos con usted lo que hicimos con su esposa".> Me dije que sin esperar que empezara el tratamiento propiamente dicho —por ahora me sacaban sangre para análisis y me reforzaban con minerales y vitaminas— yo debía huir del Frenopático. Sobre todo, para evitar que me llenaran de remedios. Ese punto me preocupaba más que la misma posibilidad de que me cambiaran como a Diana. "¿Será tan grande el cambio?" me pregunté. "Aparentemente ella no lo nota. ¿No me habrá calentado la cabeza la vieja, que es lo más caviloso que se puede pedir? Reconozcamos que el cambio, si lo hubo, fue totalmente para bien, salvo en el renglón cocina, que al fin y al cabo no es el único en un gran amor. Estoy por agregar que yo he sido el principal beneficiado, porque desde que volvió a casa, ni una noche mi señora me obligó a esperarla, con ansiedad, hasta quién sabe qué horas, pesadilla por la que he pasado antes de que la internaran». Un poquito más y me preguntaba si no me habrían vuelto loco Adriana María y la vieja. Sabía que no, pero quería pensar que Diana era la de siempre y que al volver a sus brazos yo iba a encontrar la felicidad.
De pronto dije sin pensar, como si hablara otro: «No es cuestión de ser tan cerrado. A lo mejor si ahora me arreglan, cuando vuelva a casa no veré cambios en Diana».
Dicen que soy terco, pero de puro razonable empezaba a ceder.
Yo no entiendo nada. A ratos me parece que nunca voy a salir de aquí; a ratos, que voy a salir de un momento a otro. Si creo que no voy a salir, escribo febrilmente, para que usted me saque. Si creo que estoy por irme, sigo escribiendo, por costumbre. Cuántos recuerdos revivo al correr de la pluma; algunos angustiosos, no lo niego, pero muchos gratos. Opino que el balance final es favorable, de modo que veo confirmada mi invariable convicción de que tengo suerte.
Tampoco le negaré que a la otra mañana desperté con la esperanza de que usted viniera a sacarme. Sabía que mi carta era demasiado confusa para convencerlo; pero al que está encerrado le sobra tiempo para pensar en todo, aun en las esperanzas más desatinadas. Cuando entró la enfermera con el desayuno tuve por un instante la certeza de que iba a decirme: «Están a buscarlo». Como no dijo nada, acabé por preguntarle si no había novedades. No entendió y le aclaré la pregunta.
Por su parte me dijo:
—Yo que vos no me haría demasiadas ilusiones. No sabés cuánta gente que estuvo aquí pasó por eso. Todos nos piden a los enfermeros que llevemos una carta a un conocido que vendrá a sacarlos, porque no están locos. Nadie viene.
Le pregunté:
—¿Encierran aquí a gente que no está loca?
—Qué sabe uno. Hay locuras que se ven a la legua; otras, no.
Para estos médicos todo el mundo está loco. El especialista, acordate, hila muy fino y es un empecinado.
La miré en los ojos para plantearle una pregunta que rumiaba desde hacía tiempo:
—Ahora dígame por qué debo escapar.
—Porque no estás loco —respondió.
Para mí, el punto quedaba aclarado perfectamente. Quizá cometí un error al añadir:
—Entonces no entiendo la actitud de los médicos. Paula juntó las manos y me suplicó:
—No me preguntés más —hizo una pausa, luego se animó, habló rápidamente, casi con alegría—: Escapate. Encontrá el modo: sos más inteligente que yo. Una vez afuera te contaré todo. Cuando estemos juntitos.
Le repliqué en el acto:
—Yo no puedo estar juntito con vos.
—¿Se puede saber por qué?
—Soy un hombre casado.
—Eso, hoy en día, no importa.
Consideré que ella iba a agradecer que le hablara con absoluta honestidad, así que le dije:
—Quiero a mi señora.
Lo que sucedió entonces fue el acabóse. Tal vez hago mal en contarlo, porque Paula es una señorita y porque siempre me ayudó. Lo cierto es que el episodio me afectó de un modo tan profundo que se mezcló a pesadillas por las que iba a pasar. Todavía la veo, como en un delirio de la fiebre, cuando se desprendió el delantal, se tiró al suelo, se revolcó en vaivén, con los brazos abiertos, muy congestionada, gimiendo por lo bajo, murmurando las más notables obscenidades y repitiendo como si me llamara:
—No hay nadie en el piso.
—Ya me lo explicó el enfermero —contesté por fin.
Se incorporó con extraordinaria prontitud, se abrochó el delantal y se pasó una mano por las crenchas.
—¿Me prestás el peine? —dijo.
De toda la congestión y desorden anteriores no quedaba más rastro que alguna lágrima, que secó nerviosamente con el revés de la mano. Paula se fue. De pronto me dije: «Si no había nadie en el piso debí escapar». Al rato llegó el enfermero, se excusó porque se le hizo tarde, porque lo ocuparon en cirugía. Me llevó al baño y a la sala de rayos, donde me sacaron radiografías de la cabeza, del pecho y de la espalda. Ni siquiera para el almuerzo volvió la enfermera. Me pregunté si no había estado demasiado brusco; es claro que tampoco iba a dejar que la pobre mujer pensara disparates.
Mi situación era delicada. No podía inducir en error a la enfermera y debía recuperar su buena voluntad (lo que desde luego no me parecía fácil). Mientras meditaba sobre todo esto miraba el patio, abajo, con el perro, las ventanas vacías del quinto piso, y en las de otros pisos, a varios personajes que ya eran para mí habituales. Es curioso cómo cualquier lugar, después de un tiempo, se convierte en nuestra casa. Me pregunté si pasaría eso en las cárceles, olvidando quizá que yo lo comprobaba en el manicomio, que es peor. En realidad, las caras que solía ver en las ventanas, aunque de locos, no eran repulsivas. Había un señor de sonrisa irónica y de buenos colores, en una ventana del tercer piso, que me saludaba y se encogía de hombros, como si dijera ¿Qué importa? Había una mujer narigona —la única un poco desagradable— que parecía desconsolada; una muchacha flaca, pálida, de pelo castaño, corto y frisado, justo en la ventana de enfrente, del sexto, que era bastante linda pero debía de estar muy enferma, porque perseguía algo en el aire, sin duda una mosca de su invención, que aplastaba entre las manos con verdadera furia, para después buscarla desorientada, primero en las palmas y por último del otro lado; en el cuarto piso había un anciano de pelo largo, siempre inmóvil, que tal vez meditara, pero que sobre todo parecía emanar una calma extraordinaria.
Usted no va a creer: me acostumbré a mis vecinos y, de vez en cuando, me arrimaba a la ventana, para ver si estaban en su puesto. Generalmente estaban.
Me dije que era larga la tarea, que no debía perder más tiempo en espiar a los vecinos, y volví al informe. Al redactarlo me olvidaba de la situación presente y ponía las cosas en su lugar: quiero decir que en el centro de mi preocupación estaba Diana. Por eso le tomé el gusto al trabajo y avancé a razón de treinta a cuarenta páginas diarias. Lo malo es que engolfado en mi historia, no pienso en la fuga.
Yo confiaba que todo llegaría a su hora y a decir verdad no sabía cómo pensar en la fuga porque no había reunido los elementos necesarios para planearla.
Al rato apareció la enfermera, de lo más sonriente. «Su desempeño" —pensé— "le sirvió de remedio heroico y si no guarda rencor seremos buenos amigos». La confirmación vino enseguida. Paula me dijo: