De todos modos mi señora mantuvo su firme oposición a la relojería. Vale más que yo no calce la lupa delante de ella, porque ese gesto inexplicablemente la irrita. Recuerdo que una tarde me dijo:
—No puedo evitarlo. ¡Le tengo una idea a los relojes!
—Decime por qué.
—Porque son chicos y llenos de rueditas y de recovecos. Un día voy a darme el gusto y voy a hacer el desparramo del siglo, aunque tengamos que mudarnos a la otra punta de la ciudad.
Le dije, para congraciarla:
—Confesá que te gustan los relojes de cuco.
Sonrió, porque seguramente imaginaba la casita y el pajarito, y contestó con mejor ánimo:
—Casi nunca te traen un reloj de cuco. En cambio vienen siempre con esos mastodontes de péndulo. El carillón es una cosa que me da en los nervios.
Como pontifica Ceferina, cada cual tiene su criterio y sus gustos. Aunque no siempre uno los entienda, debe aceptarlos.
—Se corrió la voz de que tengo buena mano para el reloj de péndulo. Del propio Barrio Norte me los traen.
—Mudémonos al Barrio Norte. Traté de desanimarla.
—¿No sabés que es el foco de los péndulos? —le dije.
—Sí, che, pero es el Barrio Norte —contestó pensativa.
No puede negar que lleva la sangre Irala. En la «familia real», como los llama Ceferina, se desviven todos por la figuración y por el roce.
A mí la idea de mudarme, siempre me contrarió. Siento apego por la casa, por el pasaje, por el barrio. La vida ahora me enseñó que el amor por las cosas, como todo amor no correspondido, a la larga se paga. ¿Por qué no escuché el ruego de mi señora? Si me hubiera alejado a tiempo, ahora estaríamos libres. Con resentimiento y con desconfianza, imagino el barrio, como si estas hileras de casas que yo conozco de memoria se hubieran convertido en las tapias de una cárcel donde mi señora y yo estamos condenados a un destino peor que la muerte. Hasta hace poco vivíamos felices; yo porfié en quedarme y, ya lo ve, ahora es tarde para escapar.
En agosto último conocimos a un señor Standle, que da lecciones en la escuela de perros de la calle Estomba. Apuesto que lo vio más de una vez por el barrio, siempre con un perro distinto, que va como pendiente de las órdenes y que ni chista de miedo a enojarlo. Haga memoria: un gigantón de gabardina, rubio, derecho como palo de escoba, medio cuadrado en razón de las espaldas anchas, de cara afeitada, de ojos chicos, grises, que no parpadean, le garantizo, aunque el prójimo se retuerza y clame. En el pasaje corren sobre ese individuo los más variados rumores: que llegó como domador del Sarrasani, que fue héroe en la última guerra, fabricante de jabones con grasa de no sé qué osamenta, e indiscutido as del espionaje que transmitió por radio, desde una quinta en Ramos, instrucciones a una flota de submarinos que preparaba la invasión del país. A todo esto agregue, por favor, la tarde en que Aldini se levantó como pudo del banquito donde tomaba fresco junto a su perro, que aparenta ser tan reumático y viejo como él, me agarró de un brazo, me llevó aparte como si hubiera gente, pero en la vereda sólo estábamos nosotros y el perro y me sopló en la oreja:
—Es caballero teutón.
Otra tarde, mientras mateábamos, Diana le comentó a Ceferina:
—Apuesto que ni se acuerda.
Movió la cabeza en mi dirección. Me quedé mirándola con la boca abierta, porque al principio no me acordaba que el domingo era mi cumpleaños.
Diana observa puntualmente toda suerte de santos, aniversarios, días de la madre, del abuelo, y de lo que se le ocurra al almanaque o quien disponga en la materia, de modo que no tolera esos olvidos. Si la fecha olvidada hubiera sido su propio santo o el de don Martín Irala, mi suegro, o el aniversario de nuestro casamiento, mejor que yo me desterrara del pasaje, porque para mí no habría perdón.
—No invités más que a la familia —le supliqué. En casa, la familia es la de mi señora.
Como se trataba de mi cumpleaños por fin cedió y lo celebramos en la intimidad. Créame que me costó convencerla. Es muy amiga de las fiestas.
La noche del cumpleaños vinieron, pues, don Martín, Adriana María, mi cuñada, su hijo Martincito y —¿a título de qué? me pregunto— el alemán Standle.
A don Martín lo habrá visto por el jardín de casa con la azada y con la regadera. Es muy amigo de las flores y de toda clase de legumbres. Usted seguramente lo tomó por uno de esos jardineros a destajo. Si es así, mejor que mi suegro no se entere. A todos, en la familia, los aflige la soberbia de la sangre, desde que un especialista que atendía en un quiosco en la Rural, les contó que descienden en línea recta de un Irala que tuvo un problema con los indios. Don Martín es hombre morrudo, más bien bajito, calvo, de ojos celestes, notable por los arranques de su mal carácter. No bien llegó reclamó mis pantuflas de lana. No se las puedo negar, créame, porque se le volvieron una segunda naturaleza; pero cuando lo veo con las pantuflas le tomo rabia. Usted pensará que un individuo que se le apropia de las pantuflas, aunque sea por un rato, lo hace en prenda de algún sentimiento de amistad. Don Martín no comparte el criterio y, si me habla, es para ladrarme. Debo reconocer que en la noche de mi cumpleaños (como todo el mundo, salvo yo) se mostró alegre. Era la sidra. Amén, desde luego, de los ingredientes del menú: abundantes, frescos, de la mejor calidad, preparados como Dios manda. En casa habrá muchas fallas, pero no en lo que se come.
Permítame que deje el punto debidamente aclarado: siempre Diana presumió de buena mano en la cocina. Un mérito de reconocido peso en el hogar. Sus pastelitos rellenos de choclo son justamente famosos en la intimidad y aun entre la parentela.
Cuando terminó el Noticiario Deportivo, don Martín apagó la televisión. Martincito, que berrea como si imitara a un chico berreando, exigió que la encendiera de nuevo. Don Martín, con una calma que asombró, se descalzó la pantufla derecha y le aplicó un puntapié. Martincito chilló. Diana lo protegió, lo mimó: se desvive por él. Tronó don Martín:
—A comer se ha dicho.
—¿Adivinan la sorpresa? —preguntó Diana.
En el acto manifestaron todos un alboroto inconfundible. Hasta Ceferina, que es tan peleadora e intransigente, participó en esa pequeña representación, nada fingida por lo demás. Diana pone en su trabajo no menos amor propio que buena voluntad, de modo que no va a admitir que los pastelitos le salgan mal o caigan pesados.
En casa, a cada rato, se oye alguna campanada de los relojes de pared que están en observación. A nadie le irrita, que yo sepa, el alternarse de los carillones, frecuentes pero armoniosos; a nadie salvo a Diana o a don Martín. Cuando sonó un reloj de cuco, don Martín se encaró conmigo y gritó:
—Que se calle ese pájaro porque le voy a torcer el pescuezo. Diana protestó:
—Ay, papá. Yo tampoco aguanto los relojes, pero el de cuco es lo que se llama simpático. ¿No te gustaría vivir en su casita? A mí, sí.
—A mí los relojes que más rabia me dan son los de cuco —dijo don Martín, ya un tanto calmado por Diana.
Como yo, la quiere con locura.
Martincito comió del modo más repugnante. Por toda la casa dejó rastros de sus manos pegajosas.
—Los niños del prójimo son ángeles disfrazados de diablos —comentó Ceferina, con esa voz que le retumba—. Dios los manda para probar nuestra paciencia.
Confieso que en ningún instante de la noche sentí alegría. Quiero decir verdadera alegría. Tal vez yo estaba mal preparado por un presentimiento, porque a los cumpleaños y a las fiestas de Navidad y de Año Nuevo, desde que tengo memoria, las miro con desconfianza. Procuro disimular, para no estropearle a mi señora celebraciones que ella aprecia tanto, pero seguramente me preocupo y estoy mal dispuesto. Justificación no me falta: las peores cosas me sucedieron en esas fechas.
Aclaro que, hasta últimamente, las peores cosas habían sido peleas con Diana y ataques de celos por deslices que no existieron sino en mi imaginación.
Usted le dará la razón a mi señora, dirá que estoy muy interesado en lo mío, que no me canso de explicar lo que siento.
En la carta que le llevó la señorita Paula, no le detallaba nada. Después de leerla, ni yo mismo quedé convencido. Me pareció natural, pues, que usted no me respondiera. En esta relación, en cambio, le explico todo, hasta mis locuras, para que vea cómo soy y me conozca. Quiero creer que usted pensará, en definitiva, que se puede fiar en mí.
Aquella noche del cumpleaños, el profesor Standle, hablando de perros, acaparó la atención del auditorio. Era notable cómo se interesaban los presentes, no sólo en el aprendizaje del perro, sino en la organización de la escuela. Yo soy el primero —si el profesor no miente en reconocer los resultados de la enseñanza, y no le voy a negar que por el término de uno o dos minutos me embobaron esas historias de animales. Mientras otros hablaban de las ventajas y desventajas del collar de adiestramiento, me dejé llevar por la pura fantasía y en mi fuero interno me pregunté si asistía la razón a quienes niegan el alma a los perros. Como dice el profesor, entre la inteligencia nuestra y la de ellos, no hay más que una diferencia de grado; pero yo no estoy seguro de que siempre esa diferencia exista. Algunos alumnos de la escuela se desenvuelven —si me atengo a los relatos del alemán— como seres humanos hechos y derechos.
La voz del señor Standle, un zumbido de lo más parejo y serio que se puede pedir, me despertó de la ensoñación. Aunque no entiendo el porqué, esa voz me desagrada. El individuo exponía:
—Educamos, vendemos, bañamos, cortamos el pelo y hasta montamos el más lindo instituto de belleza para pichichos de lujo.
Mi señora preguntó:
—¿Hay quien le lleva sus perros como otros mandan los chicos a la escuela? Los pobrecitos ¿lloran la primera mañana?
—Mi escuela forma guardianes —contestó gravemente Standle.
—Vamos por partes —dijo don Martín—. Para eso no es necesaria mucha ciencia. Con un collar y una cadena, a usted mismo lo convierto en perro de guardia.
—La escuela va más lejos —replicó Standle.
Mi suegro, tan hosco habitualmente, objetaba para mantener el principio de autoridad, pero no por convicción. En realidad, escuchaba embelesado y, cuando el reloj de cuco sonaba, aparentemente no lo oía. ¿Para qué negarlo? Suspendidos de la palabra del profesor estaban todos, menos la vieja Ceferina, que por sordo encono a mi señora y a su familia se mantenía apartada y, bajo una risita de menosprecio, escondía su vivo interés.
Vaya a saber por qué yo me sentí abandonado y triste. Menos mal que Adriana María, mi cuñada —se parece a mi señora, en morena— se compadeció de mí y en ocasiones me preguntaba si no quería otra sidra.
El profesor continuaba:
—No le devolvemos al amo un simple animalito amaestrado. Le devolvemos un compañero de alta fidelidad.
Al oír estas pesadeces yo ni remotamente sospechaba sus terribles consecuencias. Le aseguro que a mi señora le afectaron el juicio. No hablo como alarmista: usted ha de saber, porque todos en el pasaje lo saben, que ya de soltera a Diana la internaron por lo menos dos veces. Concedo que al principio de la conversación abordó el tema de los perros con aparente calma, hablando en voz baja, lo más bien, como quien se contiene.
—En una casa con jardín —opinó, pensativa— un perro es conveniente.
—En sumo grado —sentenció el alemán.
No asentí, pero tampoco negué. Mucho me temo que esa moderación de mi parte alentara a mi señora. Por el mal camino, desde luego. Aspectos diversos del mismo asunto (los perros, la escuela), alimentaron la conversación hasta muy altas horas.
Intempestivamente declaró mi suegro:
—Si me voy tarde, lo que es yo, no concilio el sueño. A ustedes qué les importa. A mí, sí.
Es claro que a mí no me importaba que mi suegro durmiera o no, pero con increíble calor me defendí de esa acusación de indiferencia, que repetidamente califiqué de gratuita. La interpretación de mis protestas, que se le ocurrió a Adriana María, me obligó a sonreír.
—¡Pobrecito el del santo! —dijo cariñosamente—. Se cae de sueño y quiere que lo dejemos tranquilo.
Yo no tenía sueño (quería, no más, que se fueran), pero me pareció mejor no explicar.
Aunque la conversación continuaba, consideré inminente la partida, porque nos habíamos puesto de pie. A último momento hubo demoras. Tuvo, don Martín, que pasar por el baño y después revolvió la casa porque no encontraba la chalina. Adriana María, que había mostrado tanto apuro y que ahogándose de risa me apuntaba con el dedo y repetía «El pobre no da más», emprendió no sé qué larga explicación ante Ceferina, que la miraba desde lo alto. Don Martín, si no me fijo a tiempo, se lleva mis pantuflas. Inútil aclarar que el chiquilín no se comidió a traer los botines de su abuelo. Para después de la partida de la familia, el profesor me reservaba una sorpresa desagradable. Entró en casa con nosotros.
Le aseguro que esa noche empezó la pesadilla que todavía estamos viviendo. El profesor Standle sin preocuparse de lo que yo pensara, hundía a mi señora en la idea fija de los perros. Yo no podía protestar, de miedo que ella se pusiera de su lado y me tomara entre ojos.
Volvía más intolerable la situación, el hecho de que el profesor recurría a explicaciones desabridas, que no podían interesar a ninguna señora:
—Para guardianes, la última palabra es la perra —declaró, como si revelara una verdad profunda—. A su mejor perro le ponen los malandrines una perra alzada y se acabó el guardián. En cambio una perra siempre es fiel.
No sé por qué estas palabras provocaron en mi señora una especie de risa descompuesta, que resultaba penosa y que no terminaba. Conversamos de perros hasta que el individuo —a horas en que uno siente culpa de seguir despierto— dijo que se iba. Si no me pongo firme lo acompañamos hasta la escuela. De todos modos hubo que salir a la puerta de calle.
Cuando entramos hallé la casa destemplada, pasada de olor a tabaco y triste. Diana se dejó caer en un sillón, se acurrucó, se abrazó una pierna, apoyó la cara contra la rodilla, quedó con la mirada perdida en el vacío. Al verla así me dije, le juro, que yo no podría vivir sin ella. También, estimulado por el entusiasmo, concebí pensamientos verdaderamente extraordinarios y me dio por preguntarme: ¿Qué es Diana para mí? ¿su alma? ¿su cuerpo? Yo quiero sus ojos, su cara, sus manos, el olor de sus manos y de su pelo. Estos pensamientos, me asegura Ceferina, atraen el castigo de Dios. Yo no creo que otra mujer con esa belleza de ojos ande por el mundo. No me canso de admirarlos. Me figuro amaneceres como grutas de agua y me hago la ilusión de que voy a descubrir en su profundidad la verdadera alma de Diana. Un alma maravillosa, como los ojos.