En casa me esperaba una sorpresa. Cuando prendí la luz del dormitorio, Diana, que ya estaba en cama, se hizo la dormida. Lo digo con fundamento, porque la sorprendí mirándome con un ojo enteramente despierto. En esa perplejidad me fui a recapacitar a la cocina, donde Ceferina andaba limpiando. Si media un disgusto con mi señora, prefiero no encontrarla, por el fastidio que le tiene.
—¿Qué le pasa? —dijo, y me cebó un mate. Como si no entendiera pregunté:
—¿A quién?
—¿A quién va a ser? A tu señora. Está rarísima. A mí no me engaña: anda en algo.
A la mañana, cuando vino el profesor, Diana dormía o se hacía la dormida. Es verdad que a mí mismo —aunque no pegué un ojo en toda la noche— el individuo me sorprendió. Cómo habrá llegado de temprano, que todavía no había cantado el gallo de Aldini.
Mi desempeño, en la ocasión, dejó que desear, porque perdí la cabeza. Yo creo que los de antes eran más hombres. Mire qué bochorno: le pregunté a ese Juan de afuera:
—¿Qué hago?
Con su invariable placidez contestó:
—Dígale que estoy a buscarla.
Así lo hice y, usted viera, sin pedir explicación corrió la señora a lavarse y vestirse. Yo pensé que tendríamos para rato, porque en esos menesteres tardan las mujeres más de lo previsto. Me equivoqué: en contados minutos apareció, radiante en su belleza y con la valijita en la mano. Para mí que antes de acostarse ya había preparado las cosas.
Ahora doy en maliciar que tal vez el profesor la apalabró la víspera a la tarde, en la escuela. Vaya uno a saber qué embustes le dijo. Al verla tan engañada le tuve lástima y sentí odio por el profesor. En este último punto fui injusto, porque el mayor culpable era yo, que había prometido amparo a mi señora y me compliqué en la perfidia. Diana me besó y, como una criatura, mejor dicho como un perrito, siguió a Standle.
Ceferina dijo:
—La casa quedó vacía como si hubieran sacado los muebles.
La voz, que siempre le retumba en el paladar, entonces retumbó también en el cuarto. Quizá la vieja habló con mala intención, pero expresó lo que yo sentía.
Al rato empezó a molestar. Se mostró demasiado atenta y afectuosa, llevó el buen humor a notables extremos de vulgaridad y hasta canturreó el tango Victoria. Yo pensé con extrañeza en el hecho de que una persona que nos quiere pueda aumentar nuestro desconsuelo. Me fui al taller, a trabajar en los relojes.
Acabábamos de sentarnos a la mesa, la vieja Ceferina muy animada y con el mejor apetito, yo con la garganta cerrada, que no dejaba pasar ni el agua, cuando sonó la campanilla del teléfono. Atendí como tiro, porque pensé que era Diana, que me llamaba para que fuera a buscarla. Era don Martín, mi suegro.
Cómo el pobre no oye bien, al principio entendió simplemente que su hija no estaba en casa. Cuando se compenetró de que la habíamos internado, le juro que tuve miedo por teléfono. Aparte de que mi suegro se enoja pronto y saca a relucir un genio que impone, para ese entonces la internación de Diana había asumido, incluso para mí, el carácter de una enormidad. Me dije que antes que don Martín se presentara en casa, yo la traería a Diana de un brazo.
—Me voy —anuncié.
—¿Sin comer? —preguntó Ceferina alarmada.
—Me voy ahora mismo.
—Si no comés, te vas a debilitar —protestó—. ¿Por qué dejás que el viejo ese te caliente la cabeza?
Me dio rabia y repliqué:
—¿Y vos por qué escuchás las conversaciones que no te importan?
—Entonces te calentó nomás la cabeza. ¿Te ordenó que fueras a buscar a su hijita? Menos mal que a la vuelta comerás a gusto, porque será ella la que te cocine.
Estas peleas con la vieja me desagradan. Sin contestar palabra, salí.
No había llegado a la esquina cuando se me cruzó el Gordo Picardo. Lo comprobé: cuando uno está más afligido se topa con un fantoche como Picardo y lo que a uno le sucede ya no parece real, sino un sueño. No por eso las cosas mejoran. Uno está igualmente atribulado, pero menos firme en la tierra.
—¿Adónde vas? —preguntó.
Al hablar, es notable lo que Picardo mueve la manzana de Adán.
—Tengo que hacer —dije.
Me espiaba con insistencia, disimulando apenas la curiosidad. Admira pensar que alguna vez lo consideramos una especie de matón, porque ahora no solamente es el más infeliz del barrio, sino también el más flaco.
—La vimos a tu señora esta mañana —dijo—. Salió tempranito.
—¿Qué hay con eso? —pregunté.
No sé por qué recuerdo un detalle del momento: sin querer, yo le veía, en la manzana de Adán, los pelos mal afeitados.
—¿Vas a buscarla? —preguntó.
—¿Cómo se te ocurre? —contesté sin pensar.
Me dijo:
—Tenés que probar la suerte en el juego.
—Dejame tranquilo.
—Paso quinielas y redoblonas. Porque supo que tenemos teléfono, me nombró su agente un doctor que a veces para en La Curva. Empiezo a trabajar la semana que viene. —Hizo una pausa y agregó con inesperado aplomo—: Me gustaría contarte entre mis clientes.
Estuve por decirle que ese trabajo no era para infelices, pero quería sacármelo de encima, así que le prometí:
—Voy a ser tu cliente si ahora te quedás acá.
Recuerdo en sus más ínfimos detalles el encuentro con Picardo. En realidad, todo lo que sucedió después de la horrible noche de mi cumpleaños, lo recuerdo como si pasara ante mis ojos. Un sueño se olvida; una pesadilla como ésta, no.
La escuela de perros ocupa el terreno, espacioso pero irregular, donde estaba, cuando éramos chicos, el gallinero y quinta de Galache. El edificio, como lo llama el alemán, es la vieja casilla, sólo que ahora está más vieja, con la madera reseca —desde los tiempos de Galache no le habrán dado lo que se llama una mano de pintura—, con algún tablón podrido y desclavado. A mí siempre me admiró que la quinta produjera esos duraznos de tan buen aroma, porque todo el paraje estaba cubierto de olor a pollo. Hoy, ese olor es a perro.
No sé por qué me allegué con desconfianza. Usted dirá: «Miedo a los perros". Le aseguro que no. Era una fantasía, la imaginación de que al entrar de golpe yo iba a descubrir un secreto que me traería pesadumbre. Pensé: "Hay que jugar limpio". Le refiero el detalle porque demuestra cómo funcionaba mi mente; antes de saber nada, como si presintiera las pruebas a que me someterían, desvariaba un poco. Pensé: "Hay que jugar limpio» y me puse a golpear las manos. Al rato asomó el profesor. No pareció alegrarse de mi visita.
Cuando pasé al despacho me preguntó:
—¿Quiere café?
Iba a decirle que no, para plantear de una vez mi reclamo; pero me conozco, sé que nervioso no valgo nada, de modo que le dije que sí, para ganar tiempo y ver de serenarme. El alemán salió de la pieza.
Yo no soy de los que se vanaglorian de presentir acontecimientos, pero me pregunto por qué me mostré, desde el principio, tan alterado.
Es verdad que el hecho de entregar la señora, más o menos por traición, a un manicomio, basta para perturbar a cualquiera. Yo me decía: «Me asusto de lo que hice», pero le garanto que maliciaba que detrás de eso había algo todavía peor.
En el cuartito faltaba aire. De las paredes colgaban retratos de perros enmarcados como si fueran personas y una acuarela que representaba un barco de guerra, en cuya proa descifré la palabra Tirpitz. El escritorio del profesor, uno de esos muebles de tapa corrediza y ondulada, como hecha de persiana, estaba abarrotado de papelería amarillenta. La apartó un poco, para poner su tazón de café, una cuchara de sopa y una azucarera enlozada. En el suelo, junto a la silla giratoria, había una caja abierta de Bay Biscuits, azul, colorada y blanca. Era una caja grande de las que usted ve en los almacenes.
Ahora me figuro que yo miraba esas cosas como si estuvieran vivas. Me trajo el café en una tacita de porcelana.
—Usted disculpe —dijo—. Aquí no tengo dos tazas iguales y no hay cuchara. Además, quién sabe si le gusta el café.
Lo miré sorprendido.
—Porque no es café —explicó—. El café es malo, excitante. El cereal es bueno. ¿Quiere azúcar?
Fíjese lo que son las cosas: el cereal me dio asidero para sobreponerme.
—Es feo, pero no tiene importancia. —Aparté la tacita—. Ninguna importancia.
—No entiendo —dijo con gravedad.
—Estoy pensando en algo muy distinto.
—Está pensando en la señora.
Entonces fui yo el asombrado. Le pregunté:
—¿Cómo lo sabe?
¿De puro astuto lo adivinaba o yo estaba tan perturbado que sin darme cuenta dejaba ver mis pensamientos? No aclaró nada con la contestación:
—Porque se arrepintió.
—No hay motivo para estar satisfecho —le previne—. Usted hizo un daño. El que hace un daño, lo deshace.
Se extendió en un discurso de tono razonable, pero que resultaba insolente y hasta ridículo cuando la voz, por lo general espesa y grave, se le aflautaba. Machacó, en resumen, sobre los riesgos de la enfermedad y las comodidades del Instituto.
—De oírlo se creería que usted la metió en un hotel de lujo. En un palace.
—No le envidia a un palace.
Añadió una palabra que sonó como eslós o algo así. El no entenderla me ayudó a enojarme.
—A mi señora, usted la saca —grité—. Usted la saca.
Hubo un silencio muy largo.
—Saca, saca —por fin replicó mientras me daba unos golpecitos con la punta del dedo índice, duro como un fierro, en la frente-Únicamente saco su idea de la cabeza.
Lo miré. Es enorme, un verdadero ropero vestido como una persona.
—Si mi señora, cuando vuelva, tiene quejas, lo hago responsable. Traté de parecer amenazador, pero la frase me salió conciliadora. Además, al decir «cuando vuelva», tuve miedo de hacerme ilusiones y quedé bastante desesperado.
—Si la saca —contestó— el responsable es usted. Yo no le hago esa mala jugada a la señora Diana. No me presto.
No sé por qué le tomé aun más rabia por la manera en que dijo
presto
. Discutimos un rato. Por último, como un chico a punto de llorar, le confié:
—A mí esta vez me da la impresión de que la perdí para siempre. Me aborrecí por mostrar tanta debilidad. Standle me aconsejó:
—Si insiste¿por qué no habla directamente con el doctor Reger Samaniego?
—No, no —dije, defendiéndome.
—Lo más atinado es que usted se vuelva a casita. Ahora.
Salí como sonámbulo. No había llegado a la tranquera de alambre, cuando un pensamiento me alarmó: «A lo mejor el hombre se confunde" me dije y razoné a toda velocidad. "No sabe que me gana en las conversaciones porque es más despabilado. A lo mejor cree que le tengo miedo. Si cree eso, mi señora queda sin la menor protección». Di media vuelta, volví a la casilla, entreabrí la puerta, me asomé. El profesor parecía de nuevo disgustado.
—Que mi señora no traiga quejas, porque usted y ese doctor la van a pasar mal. —Como abrió la boca y no contestó, le grité—: Si tiene algo que decir, hable.
—No, no —balbuceó—. No habrá queja.
De un trago se bebió ese café que era cereal y que ya estaría tibio. Cerré la puerta. Me fui como un triunfador, pero la satisfacción no duró mucho. Me dije: «Le doy la razón a la pobre Diana. Yo estoy miserablemente ocupado en mi amor propio. Quién sabe si con estas compadradas no demoro su libertad».
Cuando volví a casa ya estaba Adriana María. Quiero decir que estaba para quedarse, con chiquilín y todo. A diferencia de mi suegro, se mostró afectuosa y me felicitó por la actitud «valiente y oportuna». Explicó:
—Mi papá fue siempre el enemigo del manicomio. Cuando falleció mami, juró que ya no había en el mundo un poder capaz de internar a Diana. Mi papá no sospechaba que el maridito era ese poder.
Creo que sonreí satisfecho, pues cualquier aprobación retempla a quien no las oye seguido, pero cambié de ánimo al entender que me felicitaban nada menos que por la internación de la pobre Diana. Protesté como pude.
—Lo que sucede —dijo Adriana María, en el tonito de quien da una explicación completa— es que no sabés cuántas lágrimas he derramado por culpa de ese capricho de mi papá.
—¿Un capricho de tu papá?
—Sí, como oís. La quiere ciegamente a Diana.
Repliqué:
—Diana no tiene la culpa de que la quieran.
—De acuerdo. Sos muy justo. Pero vos también estarás de acuerdo en que yo conozco a mi familia. Estoy ¿cómo te diré? familiarizada con ella. La miré sorprendido y pensé: «No acabo de entender. Cuando estoy más atribulado por la señora, descubro que la cuñada tiene gracia».
Me despertó de estas divagaciones una frasecita de Adriana María que oí con notable nitidez:
—Yo me parezco a mami y Diana es el vivo retrato del viejo.
Con una furia que ni un psicoanalista podrá explicarme, en el acto respondí:
—En la familia se parecen todos, pero yo quiero a Diana.
—Desde chiquita —dijo— mi vida fue una lucha. Mientras las compañeras jugaban con muñecas, yo derramaba lágrimas y luchaba. Siempre luché.
—Qué triste.
—¿De veras te parece triste? —preguntó con ansiedad—. Viuda, joven, libre, me comporto de un modo que más de una casada se quisiera. ¿Alguna vez te detuviste a pensar en lo que es mi vida?
Le contesté sinceramente:
—Nunca.
—Mi vida es el vacío enorme que dejó Rodolfo, mi esposo, al fallecer. Te juro por mami que nadie lo llenó hasta ahora.
Me sentí incómodo. A lo mejor comprendí, sin necesidad de pensar mucho, que Adriana María era una persona de afuera, dispuesta a entrometerse donde no lo llamaban y que reclamaría toda suerte de atenciones, en momentos en que yo no pedía sino comprensión y calma. Disimulé como pude la contrariedad y en busca de un pecho fraterno, como dice el tango, me largué a la pieza de Ceferina, en el fondo. En la misma puerta se produjo el encontronazo, que no fue duro, porque Ceferina iba cargada de almohadas y de mantas, pero que me desconcertó.
Las personas que nos quieren tienen derecho a odiarnos de vez en cuando. Como si llevarme por delante la hubiera alegrado, comentó:
—No ganamos gran cosa ¿no te parece?
Aunque sabía que lo prudente era callar, pregunté:
—¿Qué te hace decir eso?
—En esta casa me tuvieron siempre para hacer la cama a desvergonzadas.