Read Dos días de mayo Online

Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (26 page)

BOOK: Dos días de mayo
8.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La hermosa Barcelona.

A las putas también las engalanaban para que el cliente pagara más y se quedara satisfecho.

Se sintió culpable por ese pensamiento.

Barcelona.

Su Barcelona.

—También caímos en 1714 y nos levantamos. —Suspiró.

Caminó junto al muro apoyándose en la pared hasta la ventana de la casa. Puso un pie en el hueco inferior, abierto por Roura para subir y bajar con comodidad, y pese a todo, su edad o su estado, le fue relativamente fácil llegar al otro lado, aunque primero se aseguró de que ningún vecino le sorprendía. Bajó la escalera despacio, tenso, pero ya no escuchó nada.

Una vez en la calle, prescindiendo del cansancio, siguió caminando, para desentumecer los músculos, sin pretender buscar un taxi.

36

El paseo Nacional, las Ramblas, el entorno de las Reales Atarazanas, la Barcelona más próxima al mar, mostraba las dos caras de la misma moneda. Por un lado, expectación; por el otro, curiosidad. Pero había más monedas. La que tenía el clamor en la cara y el silencio en la cruz, la que gritaba y la que callaba, la que reía y la que lloraba.

La paradoja de un tiempo.

El monumento a Colón estaba ya tomado desde hacía rato. Imposible subirse a él. Algunas personas se sentaban en los huecos, y las que se encontraban de pie las tapaban a la espera del momento clave, cuando Franco pasase por delante y se incorporasen. Se dio cuenta de que todo eran hombres, y, como mucho, algún niño. No había mujeres. ¿Quizá porque no era femenino subirse a una estatua? Alargó el cuello lo más que pudo, pero no consiguió ver a Maurici Sunyer.

Tampoco le conocía físicamente, aunque eso fuese irrelevante.

¿Cuántos hombres con el brazo izquierdo en cabestrillo podía haber allí?

Buscó la forma de acercarse más y ya no pudo.

—Oiga, no empuje.

—Perdone.

—Haber llegado antes.

—Lo siento.

—Que yo llevo aquí ya hora y media, para tener buen sitio.

—No quería pasar, sólo estoy buscando a alguien.

—Ah, eso es otra cosa, venga, venga.

—No, no importa, gracias.

—Que no, que si sólo es para mirar…

El hombre, unos treinta y tantos, se apartó para que alargara el cuello. El resultado fue el mismo. Un par de mujeres se molestó un poco y le dirigieron sendas miradas de disgusto.

—Es un señor mayor —lo justificó el hombre—. Busca a alguien, ahora se va.

Las dos mujeres centraron su atención en Miquel.

El señor mayor.

—Si es que tendrían que poner sillas para la gente vieja —dijo una.

—Ya, y también para las señoras, y los excombatientes, y los heridos de guerra… ¿Qué más quieres? —se burló su compañera.

Miquel retrocedió.

—No le veo. Ha sido muy amable. —Hizo un leve gesto con la cabeza.

—Nada, tranquilo. Hoy es un día especial.

—Y que lo diga.

Se apartó de las primeras filas y se movió por las más alejadas, siempre con los ojos fijos en el monumento a Colón. Sunyer podía estar en cualquier parte, tal vez al otro lado, y no se dejaría ver hasta llegado el momento.

«¿Y qué más te da dónde esté?», se preguntó de pronto.

Quería verle, nada más.

Presenciar el momento.

Ni siquiera sabía por qué.

¿Morbo? ¿Ser testigo de la historia? ¿Su propia venganza pensando en Quimeta y en Roger, incluso en su hermano separado de Barcelona y viviendo en el exilio, tan lejos? ¿El precio de los ocho años y medio pasados en el Valle de los Caídos viendo morir a tantos republicanos?

Caminó un poco más.

Se sentía agotado, pero también… ¿cómo explicarlo?

Aquel gentío, aquellos gritos, «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!», aquellas banderas españolas… Nadie trabajaba esa tarde. Las empresas habían dado permiso a sus empleados para ir a recibir al «salvador» de la patria. Y la gente, como una alfombra extendida sobre las calles, lo llenaba todo, hasta el último rincón. ¿La misma gente que había luchado por la República? ¿La misma cuyos padres, maridos o hijos habían caído en el frente? ¿La misma que soportó los atroces bombardeos que buscaban crear el máximo miedo en la población civil? ¿La misma que pasó hambre y frío? Aquella mañana del 26 de enero de 1939, viendo a las tropas victoriosas entrando por la Diagonal, se preguntó de dónde sacaban los supervivientes las banderas, y si el entusiasmo y la alegría eran reales o un simple alivio por el fin de la guerra. Habían pasado poco más de diez años y todo seguía igual o… Banderas, saludos fascistas, gritos de adhesión al vencedor.

¿Tan rápido el olvido?

¿Tanta necesidad de paz a cualquier precio?

¿Tanto miedo que masticar y tragar con tal de seguir adelante?

¿Y los más de cien mil cadáveres enterrados en cunetas y montañas, fosas comunes y cementerios, a la espera de un tiempo mejor en el que volver a merecer un respeto y recuperar su dignidad, mientras el régimen seguía fusilando y aumentando la cuenta?

El dictador volvía por tercera vez a Barcelona y allí estaba la ciudad rendida a sus pies.

Tal vez los que permanecían en sus casas fueran más numerosos, mucho más, pero ellos callaban.

También lo hacían algunos de los presentes, obligados a presenciar toda aquella parafernalia porque si no podían ser represaliados por sus empresas, que en caso de estar lejos habían puesto autocares para la movilidad de sus empleados. Era un día sin excusas. Hasta los enfermos debían curarse milagrosamente.

Un guardia civil le miró fijamente.

Siguió caminando.

¿Y si se encontraba con el comisario Amador?

El trayecto de Franco por Barcelona sería largo, desde el puerto hasta la catedral, porque era impensable que no se celebrase un tedeum, y luego hasta el palacio de Pedralbes. Amador no conocía el lugar del atentado. Si creía haber desarticulado la trama, quizá se relajase.

Pero ¿cabía relajación ante el simple riesgo de que el plan siguiera adelante?

Roura, Macià, Virgili, Sunyer y Mateo Galvany formaban un grupo, pero ¿y si había otros?

Amador le cortaría en pedazos si alguien se acordaba de él o si más tarde le relacionaba con el atentado.

Rodeó Colón por el otro lado y siguió buscando a su fantasma.

Nada.

Comenzaron a escucharse cañonazos. Los barcos del puerto hicieron sonar sus sirenas. La muchedumbre se agitó.

—Viene en el
Méndez Núñez
—dijo alguien—. Eso es que ya está aquí.

—Sí, son las salvas de ordenanza.

—¡Mira!

Se habían soltado miles de palomas que en su volar formaron una nube negra sobre la zona.

—A ver si se nos cagan encima —pronosticó un agorero.

Los que le rodeaban se rieron.

Dejó de buscar a Maurici Sunyer y se sentó en el suelo, sin más. Ya poco importaba, porque su traje era una ruina. La posición era incómoda. Los cañonazos cesaron pero no el ulular de las sirenas. No muy lejos se escuchó un griterío mayor. Los que estaban en la parte alta del monumento a Colón, al menos la que daba al mar, otearon la Puerta de la Paz y levantaron sus manos señalando algo.

Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España y Generalísimo de los Ejércitos, acababa de poner pie en tierra.

Siguió sentado apenas diez o quince minutos más.

Luego volvió a incorporarse.

Regresó a las primeras filas. Ahora sí, Sunyer tenía que hacerse visible. Y más aún, aparecer en la parte delantera del monumento, desde donde pudiera arrojar las granadas al paso del coche de Franco y el alcalde de Barcelona. En su nueva posición veía parte de la calle.

Pero ni rastro del magnicida en el monumento.

Sintió un nudo en el estómago.

La mente en blanco.

No quería pensar. No valía la pena. Allí se jugaba el destino de España pero él no era ya nadie, sólo un hombre mayor y cansado.

Los minutos transcurrieron muy despacio.

Hasta que la multitud se convirtió en una voz única.

—¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!

Estiró el cuello lo que pudo. La Guardia Mora avanzaba al paso, con sus caballos enjaezados y ellos luciendo uniforme de gran gala, capa incluida y desparramada por su espalda hasta la grupa de la montura. Sostenían gallardetes tan tiesos como los palos en los que se asentaban, para que lucieran sus formas y colores. Por detrás de ellos apareció el coche descubierto de Franco, tocado con uniforme de la Marina, y el alcalde de Barcelona, José María de Albert, barón de Terrades.

Quedaban menos de cien metros.

Volvió la cabeza hacia el monumento a Colón y entonces sí le vio.

Por debajo de las estatuas de la parte alta del templete, de pie, con gente sentada a sus pies, donde él mismo habría estado oculto hasta ese instante.

Maurici Sunyer, el brazo izquierdo en cabestrillo, la falsa mano vendada, la derecha en el bolsillo de la chaqueta.

37

La Guardia Civil estaba de cara a la gente, en la calzada, pero no cerca del monumento, y había mucha, un cordón en estado de alerta. En lo primero que pensó Miquel fue en que tal vez Sunyer pudiera tirar una de las granadas, pero no la segunda. Dependía de si era rápido, o de si quienes le rodeaban se apercibían de lo que hacía y le detenían.

Claro que, si oían una explosión o veían una granada a punto de ser detonada, lo que harían muchos sería saltar, alejarse lo más rápido posible.

Dejó de respirar.

De pronto, por un lado, la escena se convirtió en un vértigo, pero por el otro se movió a cámara lenta.

Y no era una película, no estaba en el cine, ningún Clark Gable ni Humphrey Bogart harían nada, a favor o en contra. Tampoco había música, sólo el griterío humano.

Cerca de él, un hombre de unos cuarenta años lloraba.

Y no de emoción.

Puños apretados, mandíbulas cerradas, la expresión desconcertada ante lo irreal.

Odio.

No estaba solo.

Pero las lágrimas eran silenciosas.

—¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!

El gentío se arremolinó y los que estaban detrás empujaron a los de delante. La Guardia Civil hizo un cordón para que no se desbordasen y, lo más importante, para que nadie se colara en el camino de la Guardia Mora y el coche descapotable. Miquel ya no perdió de vista a Maurici Sunyer, aunque con el rabillo del ojo estuvo atento a la proximidad de su objetivo.

Franco, de pie, saludaba con la mano derecha mientras se sujetaba con la izquierda, aunque el vehículo no iba a mucha velocidad, sobre todo teniendo que rodear el monumento, aunque se tratara de una curva muy suave.

Apenas si faltaban unos segundos.

Con el caos, aquello sería un pandemónium. Si le derribaban al suelo le pasarían por encima, igual que una marabunta enloquecida.

Pero ¿dónde sujetarse?

Apenas treinta metros.

Sunyer ya tenía la mano fuera del bolsillo, el puño cerrado.

¿Cómo arrancaría el seguro de la granada? ¿Con los dientes?

Lógico.

Contaban los detalles, los segundos.

Nadie reparaba en él. Los que compartían su mismo espacio estaban pendientes del coche y del Caudillo.

Veinte metros.

Su respiración se hizo fatigosa. Reapareció el zumbido en la mente, el dolor en el pecho. No sentía las piernas. Volvían a ser de cartón.

Franco y el alcalde de Barcelona pasaron por delante de donde estaba él.

Vio al dictador sonriendo, feliz, orgulloso.

Su mundo estaba en paz.

La gente gritaba y gritaba, las manos en alto, algunos brincaban. Un río flanqueado por dos orillas entusiastas.

Diez metros.

Entonces vio a Sunyer cayendo de rodillas.

No estaba tan cerca como para ver nítidamente su cara, pero tampoco tan lejos como para no darse cuenta de que aquel cadáver ambulante estaba llegando a su fin.

Su rostro blanco fue como si centelleara en la tarde.

Abrió la mano para dejar caer la granada y se la llevó al pecho.

Tan simple.

Con la boca abierta, buscando el aire que no llegaba a sus pulmones, con el último dolor de su vida multiplicado por mil a causa del fracaso, Maurici Sunyer vio pasar a unos escasos metros al hombre que iba a matar.

Se sostuvo todavía así, de rodillas, unos segundos.

El coche se alejó.

Y Sunyer se deslizó hacia abajo, como un fardo, arrastrando con su inesperado gesto a algunas personas que perdieron el equilibrio.

Apenas nadie les prestó una mínima atención.

—¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!

Miquel se dio cuenta de que también él había dejado de respirar.

Lo hizo de pronto, como si emergiera del agua después de haber estado sumergido mucho rato.

Y toda su vida, desde aquel 18 de julio de 1936, pasó ante sus ojos.

El hombre que lloraba ya no estaba allí.

Le dio la espalda a la calle y cerró los ojos. Por un momento pensó que también iba a morir. Otro infarto, como el de Sunyer. Buscó a Patro en su mente y se aferró a ella. Fuerte. Firme. A su alrededor escuchó algunas voces, envolviéndole, rodeándole igual que una espiral de energía que se diluía rápidamente.

—Mira, alguien se ha desmayado en Colón.

—La emoción, seguro.

—Pobre, qué mala suerte.

—Bueno, tanto rato para verle pasar sólo cinco segundos…

—¿Qué quieres, mujer?

—Podría ir a pie, digo.

—¿Y si algún loco le pega un tiro?

—¡Ay, calla! ¿Quién haría una cosa así?

—¿Nos vamos?

—Ha sido el día más emocionante de mi vida. Cuando lo cuente a mis hijos y a mis nietos…

—Parece más alto, ¿verdad?

—Y guapo. En el No-Do nunca le sacan bien.

—Venga, a ver cómo salimos de aquí y llegamos a casa, que como no sea andando…

—Cómo eres, Mariano.

¿Qué sentía?

¿Nada?

No. Lo sentía todo, pero mezclado.

Tristeza, rabia, desconcierto, sorpresa, aturdimiento, calma…

¿Calma?

La gente seguía arremolinada en torno a Maurici Sunyer. Le bajaban de la parte alta del monumento. Algunos guardias civiles se dirigían ya al grupo al darse cuenta de que sucedía algo fuera de lo normal. Un hombre gritó al recoger lo que había caído de la mano del muerto y darse cuenta de lo que era. Otros lo hicieron junto al cadáver, tal vez por haber encontrado la otra granada y la pistola.

La Guardia Civil empezó a correr.

BOOK: Dos días de mayo
8.35Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Surrendered Hearts by Turansky, Carrie
The Real Romney by Kranish, Michael, Helman, Scott
Where the Memories Lie by Sibel Hodge
Stranger, Father, Beloved by Taylor Larsen
Emerald City Blues by Smalley, Peter
Schism: Part One of Triad by Catherine Asaro
Highway 24 by Jeff Chapman
Sunbathing in Siberia by M. A. Oliver-Semenov