Poncio lloraba. Las lágrimas debían de escocerle mucho.
Tanto como el miedo.
—Me… cogieron y… Iban a fusilarme… por cosas de la guerra —gimió desolado—. Dijeron que… que si colaboraba con ellos…
—Vendiste a Poli.
—¡No! —volvió a gemir—. Ése… fue el trato… Me dijeron que no sería nada p-p-peligroso, sólo de vez en cuando… una visita, para contarles cosas, cómo… cómo iba todo, y si me llamaban ellos… lo mismo. Querían tener c-c-controlado al señor Policarpo. Ése… ése fue el trato, sí.
—¿Por qué no le detuvieron y punto? —preguntó Miquel.
—D-d-decían que les… servía mejor así, c-c-controlado. Que más valía p-p-perro conocido que nuevo gallo… en el corral, y que la información siempre podía… serles útil. Una esp-p-pecie de as en la… manga.
—Lo de las dos granadas de mano fue un regalo para ellos, ¿no? —Retomó la iniciativa Terencio—. Seguro que despertó toda su curiosidad.
—Eso… pensé. Si hubiera imaginado que…
Las lágrimas le ahogaron.
Terencio detuvo el gesto de Antonio. Miró a Miquel y los dos permanecieron así unos segundos. Luego se acercó al herido y se agachó delante de él, para que pudiera verle la cara.
—Fuiste a la policía con el cuento de las dos granadas y la pistola —dijo—. La policía detuvo al inspector Galvany, el inspector cantó para salvar a su hija y dio los nombres de sus socios. Detuvieron a dos de los cuatro implicados en la trama y para encontrar a los evadidos soltaron al inspector y le pusieron una sombra. Uno de los dos escapados, o tal vez alguien más, ató cabos. Primero atropellaron al delator. Después… a la única persona que conocía lo de las granadas, la fuente de donde habían salido y, por lo tanto, de donde debía de proceder el soplo: mi hermano, el proveedor. Venganza completa.
—Te… ren… cio… —balbuceó Poncio.
—La misma pistola que vendió sirvió para matarle, ¿te das cuenta?
Poncio movió la cabeza de lado a lado un par de veces.
—Es como si le hubieras disparado tú mismo.
—¡No!
No lo hizo con las manos. Se incorporó y le lanzó una patada con la planta del pie. La silla cayó hacia atrás y quedó boca arriba, con Poncio pataleando y gimiendo ya al límite de la cordura.
—¡No llores, cabrón! —tronó la voz de Terencio.
Ya no mantenía el control. Jadeaba. Sus ojos estaban rojos. Cerró los puños y Miquel temió que fuese a dar la orden final. No quería verlo pero seguía allí, sin poder moverse.
Terencio se volvió de nuevo hacia él.
—¿Sabe para qué quería el viejo esas dos granadas?
Podía volver a mentir, pero ya daba lo mismo.
—Ahora sí. —Fue sincero.
No hizo la pregunta que esperaba. Era lo de menos. Comprendió que a Terencio le importaba poco el para qué. Acababa de enterrar a su hermano. Tenía al responsable, pero faltaba el asesino material.
—Al inspector y a mi hermano los mató la misma persona, ¿está de acuerdo?
—Sí.
—Sólo pudo ser uno de los dos que se escaparon, si es que no hay nadie más metido en esto.
—Así es.
—Me habló de uno que trabajaba en Capitanía General, un médico… Pero no recuerdo los nombres.
—Terencio, escucha…
—¿Quién fue, inspector?
—No lo sé.
—Sí lo sabe, no me cabree —le amenazó—. Deme ese nombre.
—Te lo daré mañana.
—Antonio.
El energúmeno dio un paso hacia él.
—Mañana, Terencio. —Miquel no se movió.
—¿Por qué?
—Deja que pase esta tarde.
—¿Qué ocurrirá esta tarde?
—Mira, el que mató a tu hermano y a mi ex jefe escapó. No sé dónde está. Le estoy buscando, para confirmarlo. Es lo que le prometí a la hija de Mateo Galvany. Ni siquiera puedo detenerle o avisar a la policía sin parecer implicado. Ese hombre estará en cualquier parte, escondiéndose de la policía. Confía en mí. Para ti es sólo un nombre. No sabrías dónde buscar.
—Usted no sabe de lo que soy capaz.
—Esto es distinto.
—¿Y si mañana es tarde?
—Probablemente lo será, y habrá huido, pero…
—Yo he colaborado con usted, inspector. —Señaló a Poncio, inmóvil boca arriba atado a la silla.
—Lo sé.
—¿Quiere matarlo usted, es eso?
Tuvo deseos de sonreír.
La última persona a la que había matado, disparándole un tiro en la frente, el 26 de enero de 1939, fue a un asesino de niñas.
Pero ni aquello fue una venganza. Fue un ajusticiamiento.
—¿Le busca sólo porque se lo pidió la hija del jefe?
—Le busco porque fui policía, y siempre acabo lo que empiezo.
—Si le encuentra no podrá detenerle, acaba de decirlo. No es nadie. Ni siquiera va armado. Está loco. Puede que sea él quien le mate a usted.
Bajó la cabeza.
Quizá Antonio no le diera muy fuerte.
Otra vez se hizo el silencio.
—Es un hombre extraño —dijo Terencio.
—¿Sabes lo que es una contradicción?
—Dígamelo usted.
—Una contradicción es desear algo por un lado y no desearlo por el otro. Y saber que, si lo consigues, puede ser peor.
—Yo sólo sé que dos más dos son cuatro. La vida es simple. ¿Quién la complica? Nosotros. —Mesuró su ramalazo filosófico—. Mataron a Poli y alguien ha de pagar por ello.
Miquel miró a Poncio.
—He dicho alguien, no una simple rata. El que mató a mi hermano, encima, pensó que él era un traidor, un soplón. Policarpo Fernández —lo pronunció con pomposo respeto—. Y eso no, inspector. Eso no.
—¿Qué vas a hacer con él? —Volvió a mirar a Poncio.
—Las películas americanas son muy instructivas. Siempre gana la policía, porque no son reales. Pero siguen siendo instructivas. Con unos buenos zapatos de cemento no hay cuerpo que salga a flote.
Poncio seguía vivo, y atento.
Se echó a llorar una vez más.
Bastó una patada de Antonio para que se callara.
—Usted ya no es policía, Mascarell. Bienvenido al mundo real.
—¿Es el mundo real esta España?
—Es lo que hay. Y vivimos por algo. —Inesperadamente le tendió la mano derecha—. ¿Vendrá mañana?
—Sí. —Se la estrechó él.
—¿Sabe que, si no lo hace, le hará compañía a Poncio?
—Lo imagino.
—¿Me contará la historia?
—Tal vez, no sé. Depende.
—Es un tocahuevos —se lo dijo muy serio—. ¿Depende de qué?
—Del destino.
—La madre que lo parió… —Esbozó una tenue sonrisa pese a todo—. En el fondo nunca dejará de ser un poli, tiene razón. Ustedes sólo preguntan, pero dar respuestas…
—Si no hubiera sido por mí, no habrías dado con la verdad de lo sucedido con Policarpo.
La última mirada fue sosegada.
—Ya conoce el camino. Uno de los que están fuera le acompañará hasta la calle. Yo tengo que hacer aquí.
Matar a Poncio.
Matar a un hombre.
Miquel caminó hasta la puerta. La abrió. No quiso volver la cabeza. Lo último que oyó de Poncio fue un lastimero:
—Perdón…
Luego otro golpe, un gemido y nada más.
Se dominó hasta llegar a la calle, pero una vez en ella ya no pudo más. Se apoyó en un arbolito escuálido y vomitó.
Salvo el espantoso pseudocafé de un rato antes, lo único que tenía en el estómago era la cena de la noche anterior, así que la echó entre estertores, entera, hasta la última gota. Luego se vació aún más, como si se limpiara por dentro en busca de su primera papilla. Acabó vomitando únicamente bilis.
La gente se había apartado de él.
Nadie se acercó para ayudarle.
Dejó transcurrir un par de minutos antes de incorporarse. Le dolía todavía más el cuerpo, la espalda, el estómago, el pecho, la cabeza. Últimamente, incluso, vomitaba demasiado. Por la razón que fuera lo había hecho en el 47 y el 48, en sus dos «casos» más recientes. Se estaba volviendo muy sensible. Sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la boca. El mal sabor le hizo escupir un par de veces.
Entonces sí, cuando todo hubo pasado, apareció una mujer.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias.
—Si quiere sentarse un poco… Vivo ahí enfrente.
Era mayor, como de setenta o más años. Vestía de negro y llevaba una mantelina por encima de los hombros a pesar del calor.
—No es necesario, pero se lo agradezco.
—Como quiera. —Le sonrió con dulzura.
Miquel caminó calle abajo, alejándose despacio de las casas del clan.
Con o sin placa, seguía siendo policía, sí, ésa era la maldita realidad. Un policía que ahora, de pronto, era testigo de cómo se torturaba y asesinaba a un desgraciado. Un policía cómplice de un veterano delincuente al que nunca pudo detener. Un policía que acababa de cerrar el caso más increíble de toda su vida, encajando la última pieza del rompecabezas. Un policía que buscaba a un asesino no para detenerle, sino tan sólo para confirmar la verdad y poder contársela, entera o en parte, a María Galvany. Un policía que estaba a punto de ver cómo España podía volver a saltar por los aires.
Porque lo más evidente era eso.
El plan seguía.
Con Roura escondido y Sunyer suelto.
Sunyer.
Recordó una frase de Mateo Galvany: «Ética sólo rima con estética».
Agua y aceite.
Si alguien hubiera matado a Hitler en el año 30, o incluso en el 39, antes de invadir Polonia el 1 de septiembre, habría sido un crimen, un magnicidio. Con ello se habrían evitado los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, de haberle matado en plena guerra, habría sido un ajusticiamiento. Ética y estética. La ética era la base y la estética únicamente el vestido, la forma, el condicionante.
Todo tenía un pro y un contra.
A veces pensaba que Franco moriría en la cama, y se le revolvía el estómago.
Caminó un poco más, hasta sentirse libre y a salvo de las proximidades del clan que dominaba el barrio. Estaba algo mareado, tenía hambre, pero, como siempre, podía más el ansia de seguir que la realidad imperante de mantenerse en forma y en pie. Siempre había sido así.
Quimeta lo entendía.
Patro no tanto, aunque con ella sólo había tenido el lío de octubre del año anterior.
—Menos mal que estás fuera, cariño. —Suspiró.
Menudos dos días.
Buscó un taxi y no lo encontró. Había escaso tráfico en la zona. Tardó más de cinco minutos en dar con uno. Lo paró, se coló dentro y le dio las señas de la casa de Esteve Roura.
—¿Por dónde quiere ir?
—Se lo dejo a usted. Por donde sea más rápido.
Ya no volvieron a hablar. Al contrario del último, su nuevo conductor era más bien huraño. A lo largo del trayecto soltó un par de imprecaciones por cuestiones del tráfico y poco más. En una protestó porque un burro que tiraba de un carro, delante del taxi, empezó a defecar como si fuera una máquina de fabricar mierda. El dueño del burro se tomó todo el tiempo del mundo para recoger las boñigas en un saco. La segunda, ya cerca de la plaza de Lesseps, fue porque un guardia urbano, en lo alto de su tenderete y porra en mano, se tomó más tiempo del necesario en dejarle pasar, dando preferencia a los de la calle perpendicular.
Cuando le dejó frente a la casa, le dio el dinero. Sobraban veinte céntimos y no se los recogió.
Tampoco le dio las gracias.
En veinticuatro horas nada había cambiado, salvo que una mujer tan gris como su vestido cuidaba la vieja portería. Cruzó el umbral, la saludó inclinando la cabeza y subió sin hacer ruido. Ella no le preguntó nada. Sintió la tentación de mirar en el piso de Roura, pero se detuvo en el inferior, su destino, y llamó al picaporte.
Cuando repitió el gesto la segunda vez, comprendió que la amable vecina, la señora García, no se encontraba en casa.
Hizo un gesto de fastidio y chasqueó la lengua.
Miró la hora.
Muy tarde ya, demasiado.
Regresó al vestíbulo. La portera estaba tal cual, sin hacer nada, la mirada perdida en alguna parte de sí misma. De cerca le apreció una pequeña joroba que la encogía aún más. Tuvo que detenerse delante de ella para que reparara en su presencia.
—Buenas tardes, perdone.
La mujer levantó la cabeza.
—La señora García no está en casa.
—No, no está —se lo confirmó por si quedaba alguna duda.
—¿Sabe dónde podría encontrarla? Es muy urgente.
—Bueno, suele regresar más o menos dentro de media hora.
—¿Siempre?
—Más o menos —insistió—. Sí.
—Gracias.
Salió a la calle.
El estómago volvió a crujirle.
Media hora era tiempo suficiente para comer algo. Buscó un restaurante o un bar y, al no encontrar nada, caminó hasta la plaza de Lesseps. Un poco más abajo de ella, ya en Gracia, descubrió un restaurante discreto. Poco a poco, la vida volvía a Barcelona. Las cartillas de racionamiento por un lado, el estraperlo por el otro, y finalmente los que sí podían pagarse lo que fuese en un bar o un restaurante, desde una bebida hasta un bocadillo. Una camarera le dijo que tenía carne, de caballo, pero carne. Algo era algo así que aceptó con gusto. Y de primero, una sopa, clara, pero sopa al fin y al cabo. Le dijo que tenía prisa, que entraba a trabajar en media hora, y la joven le miró preguntándose cómo era que aún trabajaba alguien como él, que debería estar más que jubilado.
Eso le picó.
La edad era una cosa y la mente otra.
Aunque desde luego, después de un día y medio yendo de aquí para allá, con noche en comisaría incluida, estaba en las últimas y se notaba.
Bueno, quedaba un paso más y luego…
Si acertaba, bien. Si no, también. Después… a casa.
No, a casa no.
Levantó la cabeza sintiendo aquel frío que se le metió en los huesos pese al calor primaveral.
En el 39 había sido testigo de la historia, de cómo los fascistas de Franco entraban por la Diagonal irrumpiendo en la ciudad conquistada y agotada, rendida por el hambre, el frío y las bombas tanto como por las armas. Ahora tenía otra cita con la historia.
En Colón.
El frío le subió a la cabeza y entonces apareció Patro.
¿Otra guerra?
Cerró los ojos.
Ya había perdido una, y a Quimeta con ella.
Pero era y sería siempre un republicano, un hombre libre, un ser humano fiel a sus principios.
—La sopa, señor.
Se concentró en la comida. Una de las suertes de la edad es que se asimila mejor todo. Se ve en perspectiva. Se racionaliza más. Lo único que sabía era que existía una conspiración. Y lo sabía más por instinto y por sumar dos y dos que por tener todas las pruebas, aunque para sí mismo fueran concluyentes. De los cinco hombres, dos estaban muertos y uno preso. No sabía si la policía había dado con los otros dos. Su corazón le decía que no. Y siendo así…