—¿Por qué? —Sus ojos crepitaron llenándose de lucecitas.
—Porque su marido no es el único que ha muerto.
—No le entiendo.
—¿Conoce a unos hombres llamados Maurici Sunyer, Esteve Roura, Enric Macià o Mateo Galvany?
Las lucecitas se endurecieron.
No hubo respuesta.
—La policía le preguntó por ellos cuando se lo llevaron, ¿verdad?
—Cuando se lo llevaron no. Después sí, con él ya muerto. Pero sólo mencionaron a los tres primeros que ha citado usted.
—¿Mateo Galvany no?
—No.
—¿Usted…?
—Era la primera vez que los oía. Oiga… —Frunció el ceño adentrándose en un mar de dolor—. ¿Cómo sabe usted…?
—No se alarme, se lo ruego. Su marido y yo teníamos un amigo común, precisamente ese del cual la policía no le habló: Mateo Galvany. —Hizo una pausa muy breve para que sus palabras fueran penetrando una a una en la aturdida mente de su interlocutora—. Mi amigo Mateo murió ayer violentamente.
—Jesús… —Suspiró.
—Estoy buscando la relación entre ambos sucesos, señora Virgili. Usted ha perdido a su esposo. La hija del señor Galvany a su padre. Nadie nos dice nada, porque imagino que la policía no le dijo mucho acerca de lo sucedido.
—No, nada. —Apretó las mandíbulas.
—Un tercer amigo, Esteve Roura, ha desaparecido. Fueron a por él pero escapó, o tuvo suerte o lo intuyó, pero lo cierto es que creo que sigue huido. Aún no sé nada de Macià ni de Sunyer.
—¿Está investigando por su cuenta?
—Sí.
—¿No es algo peligroso?
—Mateo era una persona muy querida por mí. —Se lo repitió—. Quiero saber por qué murió, sólo eso. ¿Usted no desea saber por qué lo hizo su marido?
La señora Virgili hundió los ojos en el suelo. Como por arte de magia, en sus manos apareció un pañuelito blanco, de encaje. Miquel dedujo que lo llevaba metido en una de las mangas. Se lo llevó primero a los ojos y secó un atisbo de lágrima en cada uno de ellos. Luego se frotó la nariz.
—Yo no sabía nada de la vida profesional de Pascual, y en lo privado y personal, ninguna de esas personas me dice nada. Sea como sea, él era una persona… maravillosa, digna, entregada a su trabajo al cien por cien. Es absurdo que se metiera en cualquier clase de problema. Absurdo y demencial. Les dije a los policías que tenía que ser un error, pero ni me escucharon. Por Dios… El padre de Pascual era una eminencia, Constantino Virgili, ¿le suena?
—Fue un gran cirujano —asintió él.
—Exacto. Y Pascual heredó su talento para la medicina, aunque la guerra cambiara tantas cosas que luego… —Soltó una bocanada de aire—. Esto ha sido una pesadilla, señor…
—Mascarell, Miquel Mascarell.
—Pues esto ha sido una pesadilla, señor Mascarell. Y el resultado es que ha muerto una buena persona.
—¿Cuándo se llevaron a su marido?
—El domingo 22.
—¿Fue aquí?
—Sí, y lo registraron todo. —Abarcó con las manos la estancia en la que se encontraban—. Pasamos varios días volviendo a poner todo en su lugar. Al menos lo que no rompieron.
—¿Encontraron algo?
—¿Qué iban a encontrar? ¡Nada!
—¿Qué le dijo él?
—No pudo ni despedirse, señor. La última vez que le vi le llevaban sujeto entre tres agentes, como un perro apaleado, sangrando por la nariz y con la mirada extraviada. Lo único que decía una y otra vez era que no nos hicieran daño a nosotros. El lunes ya había muerto. A mí me lo comunicaron el martes.
—¿Cómo murió?
—Oficialmente fue un infarto cuando le interrogaban.
—¿Les creyó?
Volvieron las lágrimas, esta vez imparables. Miquel la dejó sobreponerse. Reapareció el pañuelito.
—Mi marido no era un hombre fuerte. Toda la vida dedicado al estudio y a su trabajo… De carácter sí lo era, de cuerpo no. —Hundió en su visitante una mirada desprovista de alma—. Sí, pudo ser un infarto, pero no me lo dejaron ni ver. El ataúd ya estaba sellado cuando yo llegué al hospital. Todo muy rápido. ¿Un infarto? —lo dijo con hiriente sarcasmo—. ¿Quién se atreve a discutir a la policía en estos tiempos?
—¿Cree que le torturaron?
Las lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Perdone.
La señora Virgili movió la cabeza de lado a lado.
—Llevo tantos días pensando en esto, que ya…
—¿La policía ha vuelto a venir?
—No.
—¿De verdad no tiene ni la más remota idea de qué pueda tratarse todo esto?
—Se lo repito: no.
Seguía fallando algo. El nexo entre ellos. A falta de Macià y de Sunyer, entre Roura, Virgili y Mateo Galvany.
—¿Su marido luchó en la guerra?
—No luchó, pero estuvo en el frente, como médico, claro.
—¿Le encarcelaron, represaliaron…?
—Estuvo en el bando nacional.
No lo esperaba. Incluso él lo acusó.
—El Alzamiento le sorprendió en Sevilla. No pudo regresar a tiempo. Se lo llevaron e hizo lo que siempre había hecho. Lo único que sabía hacer: curar a la gente.
—¿Era republicano?
No hubo respuesta. Sólo una mirada más.
Cómplice.
—¿Usted estuvo en Barcelona, señora?
—Sí.
—¿Cuándo se reunieron?
—Al acabar la guerra. ¿Usted…?
—Salí en julio del 47 después de ocho años y medio de trabajos forzados en el Valle de los Caídos.
El interrogatorio había desembocado en un callejón sin salida. Las últimas preguntas buscaban un giro, una sorpresa, algo a lo que agarrarse, pero el resultado era el mismo: nada.
La señora Virgili parecía cansada.
—Siento no poder hacer mucho más para ayudarle.
—Y yo haberla molestado.
—Ese hombre, su amigo…
—Lo atropelló un coche y el conductor se dio a la fuga. Su hija está segura de que lo mataron.
—¿A qué se dedicaba?
—Fue inspector de policía. Estaba retirado desde el 35. Tenía setenta y seis años.
—No veo qué relación pudiese tener con Pascual.
—Puede que ninguno de los dos fuese feliz.
—¿Por qué no habrían de serlo? —Levantó la cabeza y su mirada se hizo imprecisa.
—Esto es una dictadura —se arriesgó.
—¿Cree que le detuvieron por algo… político?
—¿Qué si no?
Fue igual que si la hubiera golpeado. La señora Virgili se dejó caer hacia atrás. Hasta ese momento había hablado sentada en el borde de la butaca, con las rodillas muy juntas y las manos apoyadas en ellas, el cuerpo ligeramente encorvado, doblado hacia delante.
Miró a su visitante con otra expresión.
La del desconcierto mezclado con rabia.
—¿Puedo pedirle un favor?
—Sí, por supuesto.
—Si averigua algo, lo que sea, ¿podrá volver y contármelo?
—Lo haré.
—Sí, tiene razón, me gustaría saber por qué murió Pascual, y decírselo a nuestros hijos, para que un día estén orgullosos de su padre. —Su voz fue ahora muy firme, renacida—. Por lo menos si murió por una causa en la que creía.
Todo estaba dicho.
Y con ella desaparecía su última pista para encontrar a Macià y a Sunyer o averiguar por qué la policía iba tras ellos.
Miquel deslizó sus ojos hacia el ajedrez. El caballo negro seguía ligeramente torcido. No pudo evitarlo. Desplazó su mano y lo enderezó.
Su comentario fue de lo más trivial.
—Es precioso.
—Su favorito —dijo ella—. Tiene un montón de años, más de doscientos. Se lo trajeron a su padre de la India. De todas formas aquí jugaba muy poco. Prefería el club. Nunca fallaba los lunes, miércoles y viernes.
Miquel escuchó la campanita en su cabeza.
—¿Iba a un club de ajedrez?
—Sí.
—¿Sabe cuál?
—Claro, el Goya. No recuerdo la calle porque está en la misma esquina, sobre el teatro, pero da a la Ronda de San Antonio, frente a la plaza de Goya.
Miquel se puso en pie.
—Ha sido muy amable y paciente, señora. —La ayudó a incorporarse tendiéndole la mano.
Mateo jugaba al ajedrez. Y lo hacía en un club. Por lo menos tenía en su casa un recibo reciente, del mes de abril.
¿Por qué no había mirado el nombre?
¿El mismo club Goya de Pascual Virgili?
Un nexo.
Inesperado pero…
Cuando era inspector decían que tenía suerte, que sacaba oro de las piedras. Él respondía que no, que era minucioso, sólo eso. Y, por supuesto, intuitivo. El buen interrogador escoge las palabras, interpreta los gestos, evalúa las reacciones, paciente, sin prisas. Preguntas y preguntas. Una cosa lleva a la otra. Cada pequeña pista surge de realizar cien preguntas, algunas importantes, otras no tanto en apariencia. La suma debe dar el mayor número de respuestas positivas.
Esa habilidad no se perdía ni con los años.
Así había encontrado aquella tumba en octubre pasado.
Un pequeño, pequeñísimo indicio de última hora en una horrible sala de interrogatorios de la cárcel Modelo.
Su último «trabajo».
¿Cuándo se había interesado Mateo por el ajedrez?
Caminó calle Aribau abajo. Su destino no estaba lejos y encima, sin darse cuenta, apretó el paso, víctima de su afán por saber si estaba en lo cierto. Si Patro le viera…
Se suponía que estaba tranquilo, en casa.
Cruzó la plaza de la Universidad y tomó la Ronda de San Antonio. El club de ajedrez Goya estaba situado sobre el teatro del mismo nombre. Buscó la entrada y subió el tramo de escaleras hasta la primera planta. Para ser un lunes y primera hora de la tarde, estaba bastante lleno. Una docena y media de jugadores o espectadores. Casi todos eran personas mayores, cuerpos obesos, cabezas canosas o calvas, alguna boina, bastones… Todo hombres. El silencio dominaba el ambiente. El grupo más numeroso rodeaba una mesa en la que dos contendientes estudiaban sus próximos movimientos. En otras cuatro mesas sólo estaban los jugadores. Quizá cuando la tarde avanzaba los jubilados u ociosos daban paso a los más jóvenes.
El ajedrez era el juego de los juegos.
Él lo jugaba con su hermano, y enseñó a Roger.
Tuvo que quemar el suyo, de madera, para calentarse a finales del 38.
No supo a quién dirigirse, así que no tuvo más remedio que molestar a un hombre que acababa de comerle una torre a su rival.
—¿El encargado o alguien que se ocupe de…?
Ni una palabra. Ni levantar los ojos del juego. Sólo el gesto, con la mano.
Una puerta.
Miquel le dio las gracias y caminó hacia ella. No supo si llamar con los nudillos. Decidió que no, porque cualquier ruido podía molestar la concentración de aquellos obsesos de las sesenta y cuatro casillas. Puso una mano en el pomo y lo hizo girar.
Al otro lado, leyendo una novela barata, se encontró con un hombre no muy alto, bigote negro, vestido con pantalones a rayas, tirantes y camisa blanca. Nada más verle aparecer dejó la novela y se puso en pie. Expandió una abierta sonrisa en su rostro.
—Buenas tardes.
—¡Buenas, pase, pase!
Se estrecharon la mano. Miquel paseó una rápida mirada por el entorno. Diplomas, un mueble-librería con decenas de libros de ajedrez, algunas copas, fotos de torneos y campeones… En una esquina, al otro lado de la mesa de despacho, había dos sillones muy gastados y una mesita muy baja, alargada, con un ajedrez como único adorno.
Lo más probable fuese que la policía ya hubiese estado allí.
Si no era así, les llevaría una pequeña ventaja.
O grande.
—¿Quiere ser socio, señor? —Rompió el fuego el encargado del club.
Miquel se sentó en una de las sillas. El hombre lo hizo en una esquina de la mesa, casi a su lado.
—Disculpe que me tome la libertad. Es que con este calor, caminas un poco… —se excusó.
—¿Quiere un vaso de agua?
—No, gracias. —Fue directo al grano—. En realidad venía por dos de sus socios muertos.
—¿Muertos? —Al hombre le cambió la cara—. ¡Caray!, ¿qué me dice? ¿Quién se ha muerto?
—Los señores Galvany y Virgili.
Si hubiera podido, hubiera cruzado los dedos.
El encargado se quedó blanco.
—¿El señor Virgili… ha muerto? —balbuceó.
—Sí.
—Madre del Amor Hermoso. —Suspiró boquiabierto—. ¿Cuándo?
—Hace una semana. Y el señor Galvany, ayer.
—Pero ¿qué me dice? ¿Los dos? ¡Por la Santísima Trinidad! —Tuvo que abandonar su incómoda postura para sentarse en su silla, tras la mesa, completamente abatido—. ¡Pobre señor Virgili!
—¿Y qué me dice del señor Galvany?
—Bueno, él era un socio reciente. Apenas si habíamos hablado mucho. No le tenía la confianza ni el mismo aprecio que al señor Virgili, que era de los veteranos. De antes de la guerra y todo. Y gran jugador. Mucho. Porque no buscaba la gloria ni competir en torneos, que si no…
—¿Son también socios los señores Maurici Sunyer, Enric Macià y Esteve Roura?
Por primera vez se dio cuenta de que estaba siendo sometido a un interrogatorio. Amable y distendido, pero interrogatorio al fin y al cabo.
—¿Quién es usted? —quiso saber.
—Investigo sus muertes.
—No me diga. ¿Por qué?
—Al señor Galvany lo atropellaron violentamente, y no fue algo accidental. Al señor Virgili lo detuvo la policía.
Se quedó otra vez blanco. Después de mentar a la «Madre del Amor Hermoso» y a la «Santísima Trinidad», continuó haciendo uso de las figuras y formas religiosas.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿La policía? ¿Qué me está diciendo? ¡Pero si el señor Virgili era todo un caballero! ¡Y médico! ¿Por qué iba la policía a detenerlo?
—Es lo que estoy tratando de averiguar, porque lo que son ellos, no han dicho nada. Ni a su esposa.
—¿Es usted detective, como en las películas?
Era tan bueno eso como cualquier otra excusa con tal de seguir haciéndole preguntas.
—Sí.
—¿Lleva pistola?
—No. Esto no es Hollywood.
—Claro, claro.
—¿Puede responder a mi pregunta?
—¿Qué pregunta?
—Si son también socios los señores Maurici Sunyer, Enric Macià y Esteve Roura.
—Los dos últimos sí.
—¿Sunyer no?
—No, no me suena ese nombre. ¿Ha dicho Maurici?
—Sí.
Hizo memoria.
—No, no, seguro. No tenemos ningún Sunyer.
—¿Y los otros cuatro son amigos? ¿Los ha visto jugar?
—Amigos no sé, pero jugar sí. Aunque a veces también se reúnen para hablar, antes o después de una partida. Muchos socios lo hacen, comentan cosas, se relajan, toman un cafecito…