La política.
Mateo era republicano confeso. Esteve Roura lo mismo. Que Pascual Virgili hubiera servido en el bando nacional había sido un accidente. Y en cuanto a Enric Macià…
La hija de este último acababa de decirle «Ya hemos sufrido bastante».
Como todos. Primero en la guerra, luego en la derrota, ahora en la larga, muy larga posguerra que se les hacía interminable.
Ya no tenía nada. Ninguna pista más. Y menos para dar con Sunyer. Caminó despacio por la calle, sin rumbo, con la cabeza llena de contradicciones y pensamientos esquivos, hasta que encontró un banco y descansó unos minutos en él. Observó a la gente que transitaba frente a él. Gente normal y corriente. Gente con su historia oculta. La mayoría serios. A los diez años de la victoria fascista, Barcelona era un fantasma en busca de su redención.
La paz al precio de la sumisión.
Miquel cerró los ojos.
Serenó sus pensamientos, equilibró los latidos de su corazón, hizo lo que hacía siempre en casos complejos de apariencia irresoluble. Comenzó el día de cero, desde la aparición de Pere para llevarle al Clínico y después su charla con María, con Esperanza Sistachs…
El viernes 20 habían detenido a Mateo Galvany y a María. El sábado 21 a ella la dejaron libre. El domingo 22 detuvieron a Virgili y Macià. Roura escapó. Sunyer probablemente también, por eso a María le preguntaron sólo por ellos dos al comunicarle la muerte de su padre. Después Mateo era liberado el miércoles 25. Tres días en casa, salía y lo atropellaban el domingo 29.
A Mateo le seguía un policía.
Lo habían dejado libre para…
—Dios… —Suspiró al encajar los detalles.
Volvió a abrir los ojos con un rictus de dolor.
Escuchó en su mente las palabras de María: «Cuando me dijeron que papá había muerto, los policías parecían contrariados», «Volvieron a hacerme preguntas», «Al detenerme no, ni al llegar a comisaría. Nos separaron y nada más. Pero sí al día siguiente, el sábado. Estaba sola y muy asustada. Entonces vino aquel comisario o lo que fuera. Un hombre muy siniestro. Dijo que no quería perder el tiempo. Fue lo único que quiso saber», «Pascual Virgili, Maurici Sunyer, Esteve Roura y Enric Macià», «La primera vez me preguntaron por los cuatro, la segunda sólo por Sunyer y Roura».
La primera, con los cuatro nombres, después de que interrogaran a su padre.
La segunda, con sólo dos, una semana después.
Tan elemental.
La policía detiene a Mateo por una investigación, una delación, rutina o lo que fuera. Bajo amenaza de hacerle daño a María, Mateo se rinde y pacta la libertad de su hija a cambio de darles cuatro nombres y, tal vez, contarles de qué va todo, lo que sea. Cuando le preguntan a María entienden que no sabe nada y cumplen su parte del pacto: la dejan libre. Van a por los cuatro y detienen a dos, pero como elefantes en una cacharrería, Roura se les escapa, y probablemente también Sunyer o no habrían preguntado por él la segunda vez. Macià sigue preso, Virgili muere, y entonces dejan libre a Mateo con la idea de seguirle, por si les lleva hasta los otros dos. Lo más normal tal vez sea pensar que ni Mateo ni el preso Macià saben dónde se esconden sus compañeros. Pero la única carta que les queda para estar seguros es la que ponen en práctica. El atropello mortal es un golpe, se les corta toda opción. Roura sigue en paradero desconocido. Sunyer…
Después de encajar las piezas, las preguntas eran obvias.
¿Por qué detuvo la policía a Mateo?
¿Qué investigaban?
¿Cómo llegaron hasta él?
¿Quién le atropelló?
¿Por qué?
¿Venganza, seguridad, precaución, para que no les llevara hasta ellos?
¿Ellos?
—Mateo, amigo, ¿en qué andabas metido a tus años? —susurró a media voz, abrumado por tantos interrogantes perdidos.
Alguien le había delatado.
Alguien que sabía algo, ése era el nexo.
La policía no va a por un viejo de setenta y seis años sin más, sin una razón.
Un viejo que había preferido salvar a su hija y traicionar a los otros antes de seguir con lo que fuese que tuvieran en mente.
Un enorme peso le aplastó contra el banco. Una tonelada. No habría podido levantarse aunque hubiese querido. Las personas son temerarias, valientes, pero hasta un límite. ¿Qué habría hecho él si hubieran detenido a Patro? Salvarla. Salvarla a cualquier precio. Nada era tan importante como…
¿Nada?
Cinco hombres andaban metidos en algo tan grave como para sacrificar sus propias vidas.
Una mujer se sentó en el banco, a su lado. Empujaba un cochecito con un bebé de pocos meses. Hizo un gesto de fatiga y se tocó las pantorrillas. Llevaba tacones altos. Miquel miró al bebé. Una niña. La delataban los pendientes que punteaban sus pequeñas orejitas. Dormía tan plácidamente que sintió envidia. Cuando un anciano mira a un niño pequeño, siempre piensa en lo que será de él, cómo vivirá su vida, y se hace preguntas acerca del futuro. Uno llega a puerto y otro arranca su carrera. Contrastes. La mujer era guapa, o al menos iba muy arreglada, cabello perfectamente moldeado, bucles y una permanente a prueba de huracanes. Tendría unos veinticuatro o veinticinco años. Dos días antes era una adolescente y el día anterior una jovencita. El tiempo corría muy rápido.
—Es muy guapa —dijo él.
—Gracias —respondió ella.
Quería hablar con alguien, y no tenía a nadie.
Alguien que no tuviera nada que ver con el caso.
Volvió a pensar en Patro.
Pero quien, de pronto, apareció en su mente fue María.
Sola en su casa, con su padre recién enterrado, llena de miedos, dudas y preguntas.
Le había hecho una promesa.
Una promesa que no podría cumplir porque no tenía nada.
¿O sí?
Volvió a sacar del bolsillo la libreta de Mateo. Esta vez no buscó ningún poema. Fue directo a la última página, la de las anotaciones, la fecha del día siguiente, el número de teléfono.
Miró a derecha e izquierda en busca de un bar.
Luego hizo el esfuerzo.
—Buenas tardes —le deseó a la mujer al levantarse.
—Buenas tardes —le correspondió ella.
—Suerte. —Señaló a la niña.
La mujer sonrió y él echó a andar.
No había ningún bar a la vista, y cuando encontró uno no tenía teléfono público. Caminó otro buen trecho hasta que en la acera de enfrente, inserto en la fachada, divisó el cuadrado azul con el teléfono impreso. Cruzó la calle y entró en el bar, pequeño, humilde y discreto, no muy lleno a esa hora. Fue directo al teléfono, visible en la pared del fondo, y sacó la ficha que no había usado la primera vez. Marcó el número y cerró los ojos.
De nuevo colgó a los doce zumbidos sin que nadie respondiera al otro lado.
—¿Me deja el listín telefónico, por favor?
—Al momento. ¿Le sirvo algo?
—Un café.
—Achicoria.
—Bueno.
El camarero le pasó la guía, oculta debajo del mostrador.
Acababa de tener una inspiración.
La abrió por la parte final, buscó la letra S y después pasó las páginas dejando atrás los encabezados Sa, Se, Si y So hasta llegar a Su. La relación de los Sunyer no era muy larga. Había tres con la letra M como inicial del nombre.
El número de teléfono al que acababa de llamar correspondía al segundo: M. Sunyer Claret.
La dirección era la calle Santa Madrona, una calle no muy larga, próxima al Paralelo, que nacía en Conde del Asalto.
Cerró la guía.
La achicoria aterrizó en el mostrador.
—Ya está, vete a casa —escuchó su propia voz.
No, no iba a irse a casa. Aunque Sunyer no estuviera allí, sabía que no hay que dar nada por hecho. Tenía que verlo con sus propios ojos. Un indicio llevaba a otro, siempre. Después de pasar un día entero persiguiendo fantasmas, ¿qué más daba perder otra hora?
La achicoria era infecta.
Dos minutos después tomaba su enésimo taxi en la esquina, como si tuviera prisa, como si fuera muy rico, como si fuera muy viejo.
Otra casa humilde, sin portería. Humilde y estrecha, con sólo un piso por rellano. Humilde pero no pobre, porque había algo en ella que la hacía digna: el arco de la entrada, los balconcitos labrados, el remate de la azotea, visible desde la calle. La habían maltratado los años y la falta de cuidados, sólo eso. Al barrio también le costaba recobrar la alegría anterior a la guerra, aunque los teatros del Paralelo brillasen siempre con su propia luz y la promesa de una evasión temporal.
No se metió en el portal de inmediato. Primero miró una vez más, disimuladamente, a derecha e izquierda.
Nada.
O la policía había mejorado, convirtiéndose en sombras casi invisibles, o allí no existía vigilancia alguna.
Si Sunyer estaba ya preso, ¿para qué vigilarla? Y si seguía huido como Roura, ¿iba a volver a su casa?
—Acabarás paranoico.
¿Por qué le daba cada vez más miedo el lío en el que se estaba metiendo?
Subió despacio a la primera planta y llamó a la puerta. El silencio al otro lado le hizo ver que no había nadie. Subió al segundo y se encontró con lo que ya esperaba. Lo mismo que en la vivienda de Roura, la puerta del piso había sido violentada. Patada policial, sin miramientos. Arrancada de sus goznes, la madera se sostenía en pie mediante un simple apoyo a base de haberla inclinado sobre el marco. Una cadena con un candado la había protegido un tiempo, pero también estaba rota, forzada. O un ladrón intentó beneficiarse de la situación, o un vecino entró a curiosear, o tal vez sí que Maurici Sunyer regresó en un momento u otro a por algo.
Miquel lo aprovechó.
Sostuvo la puerta con ambas manos lo justo para que su cuerpo pudiera colarse por el hueco. Luego la volvió a dejar donde estaba.
El piso de Maurici Sunyer era más humilde que la casa: paredes desconchadas, papel pintado y medio arrancado o caído en el comedor, poca luz en el resto y mucho vacío. Demasiado vacío. La única cama estaba en la habitación principal y tenía el colchón reventado, con sus restos esparcidos por el suelo. Las puertas del armario, abiertas de par en par, ofrecían un espectáculo igualmente mísero, sin apenas ropa y la que quedaba aparecía diseminada sin orden aquí y allá. Los cajones de una cómoda estaban vacíos.
En otro tiempo, allí tuvo que vivir una familia entera, porque el piso, aunque alargado y estrecho, tenía demasiadas habitaciones para un hombre solo.
El teléfono estaba en el pasillo, adosado a la pared. Tomó el auricular y comprobó que sí, que había línea.
Un teléfono vivo.
Alguien que vivía humildemente mantenía un servicio que no todo el mundo era capaz de pagar o disfrutar. Porque, de todas formas, ¿quién iba a llamarles o a quién iban a llamar?
Centró su atención en el comedor.
Una mesa, tres sillas desiguales, un aparador… Pero lo más importante estaba también en el suelo, como si alguien hubiese arrancado algo de las paredes o un viejo álbum de recortes hubiera sido destripado. Se agachó para recoger unas hojas de periódico, medio rotas algunas, amarillentas la mayoría.
Le bastó con una ojeada.
Recortes de un pasado luminoso y perdido.
Primero vio la imagen de un hombre fornido, bajo, no gordo pero sí musculoso, ya un poco calvo, vestido con equipación atlética. Sonreía con una medalla al cuello y sostenía una pequeña corona de laurel en las manos. Después leyó los titulares de aquellos recortes, todos anteriores a 1936.
«Mauricio Sunyer, campeón de Cataluña de lanzamiento de peso», «Sunyer a siete centímetros del récord de España», «Mauricio Sunyer, la joven esperanza del atletismo catalán», «Sunyer, quinto en los campeonatos celebrados en Berlín compitiendo con los mejores especialistas europeos», «Medalla de oro para Sunyer con un lanzamiento de…».
La historia de un hombre arrasada y arrojada al suelo.
Si no estaba ya preso, ¿se escondía con Roura?
Miquel dejó los recortes en el mismo lugar, pero no los pisó. Siguió moviéndose despacio, vigilando dónde ponía los pies. Un modo de respetar algo, aunque ya fuera tan inútil como tardío.
Casi en un ángulo del comedor descubrió los sobres, grandes, de color crema claro.
Abrió los ojos al ver en uno de ellos un nombre familiar.
«Pascual Virgili — Cardiólogo».
Volvió a agacharse y los recogió. Cuatro en total. Le bastó con atisbar el interior del primero para darse cuenta de que su contenido eran radiografías. Extrajo una. Eran del torso de una persona. Según la etiqueta inferior, de Mauricio Sunyer Claret. Comprobó las fechas: junio de 1946, abril de 1947, marzo de 1948 y febrero de 1949.
Buscó más a fondo en los sobres sin encontrar nada, ningún informe. Miró por el suelo. Revolvió viejos recibos así como algún que otro recuerdo, hasta dar con tres hojas de papel perdidas junto con documentos diversos. Tres hojas con el mismo membrete de Pascual Virgili.
No entendió la jerga, pero fuera lo que fuera, no parecía nada bueno.
«Aneurisma de aorta torácica», «Tratamiento conservador», «Extremo cuidado»…
Luego, recomendaciones, una dieta…
El último nexo estaba ahí.
El lazo que unía a Virgili y a Sunyer, médico y paciente.
¿Qué podía significar eso?
Estuvo a punto de llevarse los informes médicos. Desistió de ello. Bastante se estaba ya mezclando en el caso. Memorizó algunas frases y descripciones y volvió a dejarlo todo en el suelo.
No quedaba mucho más por hacer.
Pese a todo, metió la cabeza por el resto de la casa: el lavadero, el pequeño inodoro, la cocina, dos habitaciones vacías, un minúsculo trastero igualmente desértico. La guerra debía de haberse llevado las medallas, los trofeos, los reconocimientos del Maurici Sunyer deportista y atleta.
Llegó al recibidor, apartó un poco la puerta y salió al rellano sin necesidad de moverla demasiado. Cuando se dio la vuelta se encontró con él.
Un niño.
Un niño de unos diez u once años, cara de listo, avispado, cabello cortado a cepillo, pantalones cortos, zapatos más grandes que sus pies, sucios.
—Hola —le dijo.
—¿Quién es usted? —El pequeño no se confió.
Salía del piso. No valía la pena mentir, sólo engañarle lo justo.
—Un amigo de Maurici.
—¿Conoce al campeón?
—¿Le llamáis así, el campeón?
—Sí, porque lo es.