—¿Y lo que pudo hacer fuera de lo normal, él u otra persona, una visita inesperada…?
María alzó las cejas.
—Vino una persona, sí.
—¿Cuándo? —Miquel se envaró.
—Pues… un par de días antes de que… —La palidez reapareció en su semblante.
—¿De que os detuvieran?
—Sí.
—Vamos, María —la alentó a seguir.
—El hombre que vino no le encontró.
—¿Te dijo qué quería? ¿Te dio su nombre?
—Me dijo que venía de parte de otro y que fuera a verle.
—¿Te explicó el motivo?
—No, sólo que fuera a verle.
—¿Y el nombre?
—No me dio el suyo, pero sí el de la otra persona… —Bajó la cabeza intentando concentrarse y superar aquel nuevo temblor—. Lo malo es que no…
—Haz memoria. Puede ser importante.
—Era bastante… —El esfuerzo la hizo angustiarse—. Quiero decir que era muy poco común, aunque apenas le presté atención. —Cerró los ojos y volvió a abrirlos para agregar—: Yo lo asocié con policía porque era algo así, Poli… Poli-no-sé-qué…
—¿Policarpo?
—¡Sí! —exclamó excitada—. ¡Policarpo Hernández, Domínguez…!
El que abrió ahora los ojos fue Miquel.
—¿Policarpo Fernández?
—¡Sí! —Apretó los puños emocionada—. ¡Policarpo Fernández!
—Dios… —Suspiró reclinando la espalda en la butaca como si le hubieran pegado un puñetazo.
—¿Le conoces?
—De cuando tu padre y yo éramos inspectores, vaya si le conozco. Y es tan asombroso que…
—¿Puede tener algo que ver con todo esto?
—Si efectivamente hablamos de él, sí, María. El Poli era un tipo de cuidado antes de la guerra, de los que caen de pie, sirviendo a Dios y al diablo. Y si vive, que parece que sí, seguirá igual, porque para él no había rojos o azules, comunistas o fascistas. Su única religión era el dinero, la supervivencia y el poder, algo que no tiene color. Tu padre y yo nos las vimos y deseamos para meterlo entre rejas.
—¿Lo lograsteis?
—No, nunca.
—¿En serio? —No pudo creerlo.
—Era escurridizo, listo, hábil, jamás con delitos de sangre, siempre con personas que le hicieran los trabajos sucios. Repartía bien el dinero. Jueces, policías, abogados… Y estaba metido en casi todo, juego, prostitución, contrabando y cualquier lindeza parecida. Mateo y yo nos volvimos locos. Desde luego, visto en la distancia, era todo un personaje.
—Pero ¿por qué papá tendría que ver con un tipo así?
—Ni me lo imagino —reconoció.
—¿Y si me equivoco?
—¿Cuántos Policarpos con apellido vulgar crees que hay en Barcelona, o cuántos que conociera tu padre de los viejos tiempos? —Se tomó unos segundos de reflexión antes de continuar—: ¿El que vino sólo te dijo que fuera a verle, seguro?
—Sí, seguro.
—¿Cómo era ese hombre?
—Pues… bastante siniestro, la verdad. Traje oscuro, un poco más bajo que yo, ojos pequeños, con una cicatriz bastante aparatosa en la barbilla que le iba así, en diagonal hasta la mitad del cuello. —Se lo explicó gráficamente, tomó aire y se quedó pensativa, molesta consigo misma—. Se me había pasado por alto completamente. Fue… tan rápido e insustancial.
—¿Qué dijo tu padre cuando le diste el recado?
—Nada, como si tal cosa.
—¿No le preguntaste?
—¿Yo? ¿De qué iba a servir?
—¿Sabes cuándo fue a verle?
—Esa misma tarde, seguro. No me lo dijo tal cual pero regresó ya de noche, más allá de la hora habitual en él. Cuando salía con esa mujer estaba en casa como mucho a las diez, y si iba a jugar al ajedrez, antes, a las nueve más o menos. Esa noche volvió pasadas las doce.
—¿Te pareció raro?
—No, pero ahora que lo dices…
—¿Qué?
—Por la mañana me lo encontré mirando por la ventana, ahí mismo. —Indicó el punto exacto a su derecha—. Yo ya estaba vestida y arreglada para irme a trabajar. Le deseé buenos días, se volvió hacia mí, me sonrió con ternura y me dijo que probablemente volverían a serlo.
—¿Te pareció un rayo de esperanza?
—Me pareció raro. ¿En papá? ¿Una sonrisa de buenos días y eso de que volverían a serlo? Papá vivía sin esperanzas, Miquel. En él todo era odio y resquemor. Yo creo que de no ser por mí se habría quitado la vida. Pero no quería dejarme sola. Supongo que no le di mayor importancia hasta ahora. Si crees que esa visita es importante…
Miquel apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca.
—Mañana lo sabré.
—¿Qué harás?
—Ir a ver a Policarpo Fernández, si es que todavía sigue viviendo en el mismo sitio, con su clan familiar y toda la gente que le rodeaba entonces, igual que un pequeño ejército.
—Siento haberte causado tantos problemas —se lamentó ella.
—Mateo era mi amigo, y pese a reencontrarle, no volví a verle desde octubre pasado.
No le dijo la causa de que no regresara.
Celoso de su intimidad con Patro.
Dispuesto a no seguir castigándose con el pasado.
—Estar con papá era como viajar al infierno —concedió María absolviéndole de toda culpa—. Yo tampoco habría vuelto.
Miquel sostuvo su mirada. Era una mujer mayor, castigada. Quizá algún día volviera a ser amada. Quizá algún día amaría de nuevo. Quizá algún día el tiempo reflotaría su corazón y su esperanza igual que un corcho sumergido en lo más profundo del mar. Sus ojos eran libros abiertos. Cualquiera podía leer en ellos. La última tragedia de su vida acababa de dejarla sola.
—He de irme —susurró él.
—Quédate a cenar. No hay mucho, pero algo…
—No, María, en serio, gracias —intentó detenerla.
—Por favor. Esta mañana has dicho que Patro está fuera.
—¿Sabes lo cansado que estoy?
No insistió con la voz. Lo hizo con la mirada.
Miquel no pudo luchar contra eso.
Quizá seguía debiéndoselo.
—Está bien —se rindió—. Pero haz lo que tengas a mano, ¿de acuerdo? Yo ni siquiera pensaba cenar, te lo digo en serio. Lo único que necesito es dormir ocho horas seguidas.
María se levantó y fue a la cocina.
La cena era parca, sencilla, pero lo peor era lo extraño que se sentía. No por comer con María, a solas, sino por estar allí, en casa de Mateo. En octubre le había prometido regresar y nunca lo hizo. Después del viaje al Ebro y de casarse con Patro, cuando ya no escuchaba la voz de Quimeta en su cabeza, decidió que lo único que le importaba era lo que tenía.
Su segunda oportunidad.
Por eso estaba vivo, y había sobrevivido a una pena de muerte y a ocho años y medio en aquel infierno demencial llamado Valle de los Caídos, construyendo la tumba futura del dictador. Por eso merecía la pena seguir, aun tragando toda la mierda que tragaban los derrotados de la guerra.
España volvía a ser de los militares y los curas.
Amén.
—¿En qué piensas?
—En nada, perdona —se excusó por su silencio.
—Te pasa como a papá: te abstraes y desapareces.
—Lo siento.
—No seas tonto, Miquel. Llevábamos catorce años sin vernos pero en el fondo no has cambiado. Sigues siendo aquel policía.
—No, ya no.
—Yo creo que sí. A papá le mataron los sueños, pero a ti no parece que te hayan cortado las alas. Has pasado todo el día yendo de un lado para otro persiguiendo sombras. Y sólo porque esta mañana te he dicho lo que te he dicho.
—Se lo debo.
—No, ya no os debéis nada.
—Entonces lo hago por ti.
—¿Qué harás si descubres quién le mató?
—Lo que temo es descubrir el motivo.
—¿Tan grave puede ser?
—Me temo que sí. Tu padre no se habría metido en un lío si no fuera importante. Y la policía no habría hecho lo que ha hecho si se hubiera tratado de perseguir a unos delincuentes vulgares. A los delincuentes les encierran y punto, no les torturan para sacarles información.
Ella dejó la cuchara en el plato.
—No creo que resista que vuelvan. —Se estremeció.
—No creo que lo hagan. Tampoco son tontos. Ya te tuvieron.
María bebió un sorbo de agua, pero ya no pudo volver a coger la cuchara. Se quedó mirando lo que le quedaba de la sopa casi abstraída.
—¿Tenía tu padre alguna cita mañana?
—No, ¿por qué?
—¿Con el médico, con alguien…?
—No, no. Al menos que yo sepa.
—Lo anotó en un papel, 31 de mayo. —De pronto recordó la libreta y se levantó. La cogió del bolsillo de su chaqueta y regresó con ella a la mesa.
La colocó frente a su anfitriona.
—¿Qué es esto? —preguntó la mujer.
—Son cosas que escribió. La mayoría en estas últimas semanas o meses. La guardaba en casa de Esperanza Sistachs, imagino que por miedo o vergüenza de que tú la encontraras y leyeras algo.
La hija de Mateo Galvany alargó la mano y tomó la libreta. Le bastó con dar una simple ojeada para entender el resto.
—Son poemas —musitó.
—Deberías leerlos.
—No podría. —Dejó la libreta en la mesa como si quemara.
—Sí puedes —dijo él—. Descubrirás otro padre, el más íntimo. Los misterios y secretos de los padres suelen asustar a los hijos, pero es necesario conocerlos algún día para entender qué eran o quiénes eran en realidad, más allá de lo que representaban. Esas cosas son las que nos hacen carnales. Por mucho que te inquiete o te incomode, ése era el hombre que te dio la vida. —Señaló la libreta—. Ahí están los sentimientos de un ser humano renacido. Ahora ha muerto, así que esto te pertenece.
—No. Los escribió para ella, sería igual que… ¿Por qué te lo ha dado?
—Ha pensado que te servirían.
—Pero son suyos. Puede que su único recuerdo.
—Voy a dejarte aquí esa libreta igualmente. —Continuó comiendo—. Si no la quieres, devuélvesela tú misma.
—¿Por qué?
—Porque es una buena mujer, porque os haréis amigas, porque os necesitáis y porque, de alguna forma, Mateo os ha unido.
—Así de fácil.
—Así de fácil. —Sorbió la última cucharada.
—Eres un hombre singular, Miquel.
—¿Yo? Para nada.
—Me gustaría conocer a Patro.
—De acuerdo —asintió.
—¿Cuando todo esto haya pasado?
—Sí.
—¿Tiene familia?
—Sólo una hermana más pequeña. La otra murió.
—Todo el mundo parece estar solo.
—Supongo que la guerra ha sembrado esta vida de muchas mitades. Algunas se encuentran y se completan. Tú también lo harás.
—No, yo no.
—Ya lo verás.
—Ya estuve casada. No necesito un hombre, Miquel. No quiero volver a llorar por nadie más.
—Entonces búscatelo joven.
María tardó en comprender que era un retazo de buen humor. Casi un chiste. No sonrió hasta que le vio sonreír a él. Entonces sí chasqueó la lengua.
—Bobo —dijo.
—De todas formas, piénsatelo. ¿Nadie te ha echado los tejos?
—En el trabajo.
—Ya ves.
—Le falta un ojo, le sudan las manos, fuma que apesta y es más bajo que yo.
—Un regalo.
—Tú sí pareces feliz —habló de nuevo en serio.
—Cuando vine aquí en octubre, hubiera pedido perdón por eso. Ahora ya no.
—Me alegro por ti.
—No entendía por qué seguía vivo, ni aceptaba el hecho de tener un futuro. Pensaba sólo que yo vivía de más cuando tantos otros habían caído.
—Papá también sentía esa culpa.
—Patro me hizo libre. Tal vez tu padre estuviera dispuesto a serlo con lo que fuese que tuviera entre manos con esos otros cuatro hombres.
Mantuvieron un breve silencio.
Luego María se levantó, recogió los dos platos y caminó hasta la cocina. Miquel miró la hora. Ya había anochecido. Lo que más deseaba era estar en casa. Por la mañana un entierro. Por la noche cenaba con la hija de su amigo. Todos los días se parecían entre sí, pero a veces uno se ponía del revés sin más.
La libreta era una mancha oscura sobre el mantel blanco.
Alargó la mano y la abrió por la última página.
El teléfono de Maurici Sunyer, la fecha del 31 de mayo, algunas palabras sueltas.
«Libertad», «¡Bum!», «Esperanza»…
—Había conseguido dos huevos. —Primero reapareció la voz de María y luego ella—. He hecho tortilla, ¿te parece?
—No tendrías que gastarte el racionamiento conmigo.
—La próxima vez invitas tú.
Colocó los dos platos en la mesa y se sentó de nuevo en su sitio. Las dos tortillas tenían un aspecto delicioso, amarillas como pedazos de sol en la tierra. Miquel tomó el tenedor con la mano derecha y un poco de pan negro con la izquierda.
—Háblame de esa mujer —le pidió de pronto María.
El último taxi del día se detuvo en la esquina de Valencia con Gerona. El taxista era de los silenciosos, profesional y concentrado, así que Miquel hizo el trayecto desde Sants relajado y pensando únicamente en su cama. Por la mañana tenía dos opciones, a cuál más peregrina: visitar a su viejo «enemigo» Policarpo Fernández, el Poli, y buscar en Montjuïc algún indicio de la presencia de Maurici Sunyer por allí.
Entrenándose.
Un manco lanzando piedras.
—Buenas noches, señor —le deseó el taxista.
Bajó del coche y subió a la acera. Apenas si había un par de ventanas iluminadas en la fachada del edificio. El piso, sin Patro, era como una tumba. Con ella, en cambio, hasta el aire era más alegre. La oía canturrear de aquí para allá, eternamente niña.
Cada vez más mujer.
Dio un paso, dos…
El tercero.
Los dos hombres salieron de las sombras, se materializaron de la nada. Se encontró con uno a cada lado y su sola presencia le hizo doblar las rodillas antes de que lo sujetaran. Parecían hechos en serie. Dos copias. Dos malas copias de sí mismos.
En sus días de policía, todos eran distintos.
El país era distinto.
—¿Miguel Mascarell? —Lo pronunció con marcado acento castellano, con la «g» bien diferenciada y la «ll» convertida en «l», como si no supieran declamar «cuello», «botella» o «lluvia» y en su lugar también dijeran «cuelo», «botela» o «luvia».
De todas formas era una pregunta estúpida, porque ya le tenían bien sujeto.
—Sí.
—Acompáñenos. —El más alto le mostró una insignia escondida bajo la solapa de su chaqueta.
Era absurdo resistirse, y absurdo tratar de saber por qué lo llevaban preso. A lo primero, no le dejarían. Y de lo segundo no dirían una palabra hasta llegar a comisaría. No estaban allí para conversar, sólo para detenerle.