—A ver, apartaos —les pidió a los de la cola, con respeto pero con determinación—. Este señor es mayor y tiene problemas de próstata, no seáis malas personas, venga. Ya me gustará veros a vosotros a su edad. Además, está aquí por un error.
Eso último fue lo que les hizo reír.
Y se rieron.
Bendito Lenin.
Le costó orinar pese a que se moría de ganas. De pronto reinaba el silencio y era como si todos esperasen escuchar el ruido de su micción. El inodoro era lo más sucio y asqueroso que jamás hubiese visto, superando incluso los del Valle.
—¿Le damos un empujoncito, abuelo? —se burló alguien.
—Ea, no seáis burros —se quejó su inusitado protector.
Tuvo que concentrarse, y finalmente lo logró. Incluso hubo aplausos. Cuando terminó se abrochó la bragueta botón a botón pensando lo peor: que si también tenía que defecar allí, sería el fin. Lenin lo devolvió a su lugar y luego él hizo cola, como los demás. Tardó casi diez minutos en volver, con las manos mojadas de orín.
—Es para que no se me sequen —le dijo—. Una de las pocas cosas buenas que me enseñó mi padre. ¿Sabe que en no sé dónde se beben los meados propios y les va muy bien?
—En la India.
—¿Donde los vaqueros y los del Séptimo de Caballería?
—No, en la India de la India, que desde hace poco es un país independiente, no los indios de Estados Unidos.
—Es que usted está letrado, insp… señor Mascarell. Por eso estaba donde estaba, hacía lo que hacía, y yo…
—Pues hemos acabado los dos en el mismo sitio.
—Eso sí es verdad, ¿ve?
Guardaron silencio un momento, aunque con Lenin era imposible pasar más de dos o tres minutos callado. Bajó la cabeza y su mente fue de Patro a María, y de ella a Mateo, y de Mateo a Roura, Sunyer, Macià y Virgili.
Luego Esperanza, Pura, la señora Luisa, la vecina de Roura, aquel niño…
Los personajes del pequeño gran teatro en que se había convertido el caso.
¿Y por qué lo llamaba caso?
Franco.
Macià trabajaba en Capitanía General.
Un médico, un ex policía, un impresor, un ex atleta manco y alguien que sabía cosas, como por ejemplo cuándo llegaba el Generalísimo a Barcelona.
Era absurdo, y sin embargo…
—¿Se encuentra bien? —volvió a hablar Lenin.
—Sí.
—Está muy serio. —De hecho dijo «ta mu serio».
—¿Cómo quieres que esté?
—Nos soltarán, hombre.
—¿Y el susto?
—Más nos asustamos entonces, ¿no?
—¿Y tu mujer?
—Sabe de qué va el percal. ¿Usted está solo?
—No.
—Eso es bueno.
—¿Qué haces cuando estás fuera?
Agustino Ponce sacó sus mal alineados dientes a tomar aire, porque lo suyo no fue exactamente una sonrisa, sino más bien una mueca cómplice.
—¡Es que pregunta usted cada cosa!
—¿Todavía…?
—Hago lo que puedo, hombre. ¿Qué quiere? No nací ilustrado, ni tuve mucha suerte, usted bien lo sabe. Y encima la guerra. ¿Cree que hay trabajo para nosotros? Para ser legal hay que tener estudios, amigos, una oportunidad…
—Me dijiste anoche que luchaste en la guerra.
—Con Durruti, sí señor —lo proclamó bajando la voz pero con orgullo—. Lástima que esos cerdos le mataran tan pronto, porque gente como él era la que hacía falta. Si hubiéramos ganado…
—Si hubiéramos ganado, yo seguiría siendo inspector y te estaría trincando —bromeó no sin cierto pesar.
—No, porque sería un héroe. —Le miró de arriba abajo—. ¡Y además usted estaría jubilado, Errol Flynn!
Se echaron a reír los dos.
Ahora sí, camaradas.
Eso fue un segundo antes de que apareciera un guardia en la puerta, golpeara los hierros con la porra y gritara de nuevo en castellano:
—¡Mascarell! ¡Miguel Mascarell!
—Vaya —dijo Lenin sorprendido—, van a soltarle.
Miquel miró al guardia con acritud.
Si seguía allí, era por ser como los demás, un «individuo potencialmente peligroso» ante la visita de Franco, sólo eso.
Si le llamaban a declarar…
—¡Aquí! —Se incorporó por segunda vez haciendo un esfuerzo muy grande.
Su compañero nocturno hizo lo mismo.
Se encontró con su mano tendida. La mano en la que acababa de orinarse.
—Suerte —le deseó.
—Gracias, Lenin. —Le palmeó el hombro.
—¡Chist!
—¡Venga, Mascarell, que no tengo todo el día! —le apremió el guardia.
Caminó en dirección a la puerta de la celda sintiendo sobre su cuerpo las miradas de todos los demás.
—¡Nos vemos fuera! —Fue lo último que le dijo Agustino Ponce.
Arregló su traje lo mejor que pudo y olió la tela. No se había impregnado demasiado de los olores de la celda, pero arrugado sí estaba. Y él, sin afeitar, no ofrecía el mejor de los aspectos. La cara de cansancio debía de hacer el resto. Se peinó con las manos mientras esperaba a que le devolvieran sus objetos personales, los cordones de los zapatos, el cinturón, el reloj, el anillo… Eso sólo podía significar dos cosas: o que iban a dejarlo libre o que iban a trasladarlo a otra parte. Si no estaba allí como los demás chorizos, en plan preventivo por la visita del Caudillo, la primera no tenía sentido si antes no le interrogaban. La segunda le asustaba demasiado porque abarcaba un sinfín de interrogantes.
El fantasma de Mateo y sus socios seguía aleteando muy cerca, demasiado como para ignorarlo, aunque era imposible que su amigo hubiese dado su nombre cuando le torturaron.
El guardia le dejó que se pusiera el cinturón y los cordones de los zapatos. Lo hizo en un banco, lo más rápido que pudo porque sabía que cualquier cruce de cables equivalía a un grito, un empujón o algo peor. Por suerte, le había dado la libreta de Mateo a María. Después subieron las escaleras, de los calabozos de abajo a las dependencias de arriba, y de éstas a los despachos.
El mismo camino final del 47.
Se le encogió el corazón.
El despacho del comisario Amador no había cambiado nada. Como si hubiese estado allí el día anterior y no casi dos años antes. Una mesa, dos armarios, dos archivadores, un mapa de España, otro de Cataluña, otro de Barcelona, el ventilador y los símbolos franquistas por excelencia: el crucifijo y el retrato de Franco, más uno de José Antonio que parecía nuevo. Pura asepsia policial, tan impersonal como una morgue.
—¡Siéntate! —le ordenó el último policía que le conducía, un chico demasiado joven, quizá, para saber lo que era el respeto hacia una persona mayor, aunque se tratase de un delincuente.
Se sentó.
No llevaba esposas.
No estuvo solo más allá de un minuto. El comisario apareció por la misma puerta por la que él acababa de entrar. Lo hizo despacio, paso a paso. Rodeó la mesa y se sentó en su silla. Miquel permaneció con la vista fija en el suelo hasta que el silencio le obligó a levantar la cabeza y fijarla en él.
Entonces supo que no, que no estaba allí como «preventivo».
En el 47, la segunda vez, Amador le había dado una soberana bofetada.
Toda una hostia.
El hombre le escrutó con fijeza, tal vez buscando una debilidad, una rendición, un punto débil o que se traicionase a sí mismo. Tampoco él había cambiado. Cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, todavía con menos cabello en la parte superior de la cabeza, ojos duros, mandíbula recta, barbilla hundida formando aquel inusitado ángulo de 45 grados con la papada y la prominente nariz. Su elegancia seguía siendo un sello de identidad. El traje, oscuro, cruzado, quizá fuera el mismo de entonces. La corbata era de color granate fuerte.
Lo primero ligeramente parecido al rojo que veía en uno de ellos, porque si pudieran lo eliminarían hasta de los colores del arco iris.
—¿Recuerda lo que le dije la otra vez, señor Mascarell? —Rompió el fuego tratándole con toda amabilidad.
—Sí.
—Recuérdemelo.
—Que si volvía a verme otra vez, aquí o donde fuera, me haría fusilar.
—¿Dije fusilar? —Frunció el ceño.
—Bueno, me recordó que todavía lo hacían.
—¿Y cuándo fue eso?
—El 25 de julio de 1947.
El comisario alzó una ceja.
—Tiene buena memoria.
La tenía, pero además nunca olvidaba aquella bofetada, ni el momento en que le llamó «rojo maricón de mierda». Recién salido del Valle de los Caídos fue el primer choque con su nueva realidad, la que le esperaba, la realidad con la que les tocaba vivir a todos.
«Rojo maricón de mierda».
—Pues ya ve. Ha vuelto —dijo el comisario.
Era un pulso. Y un pulso se ganaba o se perdía, sin alternativas. Si bajaba la cabeza admitía culpa. Si mostraba miedo, toda su inferioridad. Si la mantenía en alto y sostenía aquella mirada, era un reto, un desafío.
La mantuvo en alto.
Por dignidad.
Era todo lo que le quedaba.
El comisario dejó pasar un puñado de segundos, hasta que exhibió una sonrisa de superioridad y se apoyó en el respaldo de su silla relajándose un poco.
Miquel no bajó la guardia.
A fin de cuentas, los métodos policiales no habían cambiado tanto, salvo en la violencia.
—Santo cielo, parece salido de una cloaca.
¿Le decía que la hacinada celda en la que acababa de pasar la noche era una cloaca?
—¿Puedo preguntarle por qué me han detenido? —se atrevió a hablar.
—¿Tiene prisa?
—No.
El relajamiento se hizo más ostensible. El comisario alargó las piernas por el hueco de la mesa y cruzó las dos manos apoyándolas en el borde superior. Enfadado era peligroso. Sonriendo, más.
Sonrió.
—Casi dos años ya. —Suspiró—. Y me dicen que se ha casado, y con una mujer más joven.
—He tenido suerte.
—Yo diría que mucha. ¿De qué vive?
—Mi mujer tenía ahorrillos y trabaja, ayuda en una mercería. Hacemos lo que podemos, como todos.
—Eso parece, ¿verdad?
Los que le esperaban el día anterior para detenerle habían hecho su trabajo, preguntando, tal vez a los vecinos, a la portera, incluso a Ramón.
Era todo lo que sabían.
Siguió conteniendo cualquier atisbo de nervios.
—No sabe por qué está aquí. —No fue una pregunta, fue una aseveración.
—No.
—Anteayer mataron a un hombre, Mateo Galvany. Un hombre al que tuvimos aquí unos días como invitado muy especial. —Se dejó de socarronerías—. Era sospechoso de andar metido en actividades antisociales, le interrogamos y le dejamos libre. Pero resulta que ayer le entierran, mando a un agente para que controle a los que asisten al sepelio, y cuando me los describe… mira por dónde aparece usted, el viejo inspector Mascarell que creía olvidado si no fuera porque esto —se tocó la cabeza con un dedo—, me funciona muy bien y tengo una excelente memoria. —Retornó la aparente calma—. Nunca se me olvida una cara, lo cual es bueno para este trabajo. Usted también fue policía y seguro que sabe de qué le hablo.
No dijo nada y Amador le obligó a hablar.
—¿Lo sabe?
—Sí.
—Bien. —Volvió a exteriorizar sus reflexiones—. Me cuentan que fue al entierro, descubro que Mateo Galvany fue su superior antes del Alzamiento, me pongo a buscarle para hacerle unas preguntas… y no aparece por casa en todo el día.
—Me afectó mucho su muerte.
—Sí, supongo que cuando las barbas de tu vecino ves pelar… ¿Usted tiene…?
—Sesenta y cinco.
—Bueno, aún le queda cuerda para rato si se cuida. —Le hundió una mirada acerada—. ¿Se cuida?
—Lo intento.
Mareaba la perdiz. En cualquier momento estallaría, o gritaría o haría algo peor. De momento le controlaba, gestos, ojos, reacciones, un posible temblor en la voz o en las piernas… Tácticas policiales. Eternas como la vida misma.
—¿Veía mucho al señor Galvany?
—No, le tenía olvidado, incluso dado por muerto de no ser porque hace unos meses, en octubre del año pasado, volví a verle.
—¿En qué circunstancias?
—Pasé por delante de su casa, quise comprobar si vivía, subí y allí estaba.
—¿De qué hablaron?
—De los viejos tiempos, claro.
—¿Nostalgia?
Era una pregunta trampa.
—No, no. Anécdotas y todo eso.
—¿No hablaron mal del régimen?
—Perdimos la guerra. —Fue lo único que se le ocurrió decir.
—Y estaban vivos, o al menos sigue estándolo usted, gracias a la misericordia del Generalísimo.
—Sí.
—Dígalo.
Estaba vivo porque en el 47 alguien le sacó de la cárcel para colgarle un muerto y ser el perfecto cabeza de turco.
Pero se lo calló.
—Estamos vivos gracias a la misericordia del Generalísimo.
—No lo olvide. —Le apuntó con un dedo y continuó, sin aparente premura, como si fuera una charla informal entre amigos—. ¿Volvió a verle?
—No.
—¿No? ¿Por qué?
—Estaba muy amargado y hundido físicamente. Yo había vuelto a vivir en paz y era feliz. Supongo que escogí el camino fácil.
—¿Le dio la espalda a su amigo?
Pinchaba en hueso. Y dolía.
Dolía porque era verdad.
Trató de mantener la calma porque, una vez más, lo que estaba en juego era su supervivencia, y también la de Patro.
—Le di la espalda a mi viejo jefe. No éramos amigos.
—¿Así que sólo le vio esa vez?
—Sí.
—Octubre del año pasado.
—Sí, puede preguntar.
—No hace falta, le creo —asintió lleno de condescendencia—. Sin embargo, fue a su entierro.
—Su hija María sabía dónde vivía porque esa vez le dejé mis señas. Mandó a por mí y no tuve más remedio que acudir a su llamada para estar a su lado.
—¿Qué le dijo esa mujer?
—Pues que habían detenido a su padre unos días y que afortunadamente lo dejaron libre, pero que el domingo sufrió ese atropello.
—¿Qué más?
—Nada más. —Su rostro mostró extrañeza.
—¿Le contó el motivo de la detención?
—No.
—Ahora no le creo, ¿ve?
—Mateo era de los que no abrían la boca para nada. Todo se lo quedaba dentro. Su hija me dijo que pasó tres días en casa mudo, recuperándose. No salió hasta el domingo y entonces…
—También la detuvimos a ella.
—Dudo que Mateo, a sus años, estuviera metido en nada, pero desde luego María imposible.
—¿Sabe que le preguntamos por unas personas?