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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Intriga, #Policíaco

Dos días de mayo (17 page)

BOOK: Dos días de mayo
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Si decía que no, se la jugaba. Tenía que darle algo, y luego demostrar su inocencia.

—Sí, eso sí me lo dijo. Pero no las conocía.

—¿Recuerda esos nombres?

—¿Yo? No, ¿por qué?

—Las preguntas las hago yo, ¿recuerda cómo va esto? —Esperó y los soltó uno a uno, en castellano—: Esteban Roura, Enrique Maciá, Mauricio Sunyer y Pascual Virgili.

—Nunca los había oído —se arriesgó a mentir.

Todo el día anterior había dejado un rastro, como los caracoles.

Si ellos volvían a investigar…

Sintió el sudor en las manos.

—Mascarell…

—¿Sí?

—No juegue conmigo.

—Sólo quiero volver a casa, señor.

—Comisario. No me llame señor.

—Sólo quiero volver a casa, comisario.

—Claro, claro. A sus años, con una mujer joven y guapa… Quién se metería en líos, ¿verdad? Sería de locos.

El sudor de las manos aumentó. ¿Y si ya sabían que había visitado a la viuda de Virgili y a la familia de Macià?

¿Tan rápido?

Era imposible, pero aun así respiró con fatiga.

—¿Se encuentra bien?

—Hace calor, no he dormido, tengo hambre…

—¿Qué hizo ayer después del entierro?

—Acompañé a María a su casa, le hice compañía un buen rato y después paseé.

—Paseó mucho.

—No tenía ganas de volver a la mía. Mi mujer está de viaje. Cuando se muere alguien siempre te afecta, aunque haga años que no le ves ni tengas tratos con él. Comí un bocadillo, pensé en ir al cine para distraerme un poco…

Les sobrevino otra pausa.

—Mascarell, usted fue policía. —Se lo recordó una vez más.

—Sí.

—Estaba en el bando equivocado, en un tiempo equivocado, pero lo fue, y eso me merece algo de respeto, ¿sabe? De colega a colega.

—Gracias.

—Pero ¿me está diciendo que matan a su ex jefe después de haber estado detenido varios días, y no siente ninguna curiosidad?

—¿Por qué habría de sentirla? María me dijo que le atropellaron accidentalmente.

—¿La primera vez que sale de casa? ¿Cree usted en las casualidades?

No era un buen actor, tenía cara de palo, pero intentó serlo.

—¿Le atropellaron a propósito? —Trató de mostrar desconcierto.

El pulso entre los dos llegaba a su punto crítico. Amador no iba a perder más tiempo con él. Comprendió que se había cansado de jugar cuando le vio ponerse en pie y caminar hacia la ventana, dándole la espalda.

Se tomó su tiempo antes de volver a hablar.

—Sabe que puedo mandarle abajo otra vez, ¿verdad? O, como le dije la última vez, hacerlo fusilar. Excusas no me faltarían.

—Lo sé.

—¿Es lo que quiere?

—No.

—Hay algo en usted que… no me gusta. —Convirtió su expresión en una mueca de desagrado que Miquel vio de perfil, con la luz de la ventana incidiendo en su rostro—. Es una especie de orgullo que no entiendo. Un orgullo estúpido y ciego. —Llenó los pulmones de aire y lo soltó despacio—. Pierden su guerra, salvamos la patria, les perdonamos, tratamos de vivir todos de nuevo en paz en esta gloriosa España que nos acoge y de la que recibiremos lo mejor en el futuro, nosotros y nuestros hijos, y ustedes… usted, todavía con ese maldito orgullo, ahí sentado, con miedo pero…

Abandonó la ventana y caminó con la vista fija en el suelo y las manos a la espalda. A Miquel, de pronto, se le antojó un cruce de Hitler y Mussolini. Advirtió el peligro de inmediato, pero no pudo hacer nada, sólo esperar.

Amador rodeó su silla por detrás.

Miquel tragó saliva.

El golpe, de lado, le derribó al suelo, silla incluida. No pudo ni darse la vuelta porque el comisario se le plantó encima, hundiéndole la rodilla en el costado. Le cogió por las solapas y tiró de él con todas sus fuerzas. Su cara ya no era amable. Estaba rojo y tenía venitas sobresaliéndole por las sienes.

—¿Me toma por idiota? —le gritó salpicándole con gotitas de su saliva.

Negó con la cabeza.

—¿Por qué debería creerle?

—Porque a mis años sólo quiero vivir en paz —dijo despacio.

—¡Vive en paz porque barrimos el comunismo de España! —Se le llenó la boca con el nombre—. ¡Nosotros cambiamos aquel caos por orden y fe!

No supo qué decir.

Era la última andanada.

De allí salía vivo y andando o volvía a la cárcel.

Transcurrieron unos segundos. El tono rojo fue desvaneciéndose del rostro del comisario. Lo mismo las venitas de las sienes. La presión de las manos en las solapas menguó. La de la rodilla desapareció. Poco a poco una sonrisa afloró en sus labios.

—Sí, usted fue un buen policía. —Movió la cabeza de arriba abajo.

—Lo fui.

—Leí cosas después de conocerle. Lástima que escogiera el lado equivocado. Hubiera servido bien en estos tiempos.

—Los años no pasan en balde.

El comisario se incorporó. Lo primero que hizo fue enderezar su corbata, luego tirar de los faldones de su chaqueta hacia abajo. Recuperó su elegancia y compostura. Se pasó las manos por la cabeza por si alguno de sus escasos cabellos estaba fuera de lugar. Paso a paso regresó a su silla, dejando que Miquel se levantara solo.

Le costó.

Recogió la silla, por si tenía que volver a sentarse en ella.

—¡Lorenzo!

El policía uniformado apareció a la de tres. Se quedó en la puerta esperando una orden que tardó en llegar.

La última mirada de Amador fue muy fría.

—¡Saque a este desgraciado de aquí!

El policía sujetó a Miquel por un brazo y tiró de él. El perfume de la libertad le dio alas a los pies. Llegaron casi a salir del despacho.

—Mascarell.

Volvió la cabeza para enfrentarse a su adiós.

—Van dos veces —le advirtió—. A la próxima no me importará el motivo, ni que sea el mayor de los santos convertidos a la verdad: le haré fusilar y en paz.

Ya no hubo más.

24

Pisó la acera de la Vía Layetana todavía aturdido.

La Central era un hervidero: la actividad frenética, los agentes entrando y saliendo a la carrera, nervios. Un vértigo. Una locura.

Llegaba Franco.

El Caudillo, el Generalísimo.

Y él estaba libre.

El orgullo que sentía por haber aguantado el interrogatorio sin venirse abajo ni traicionarse chocaba con el sinfín de preguntas que iban de un lado a otro por su mente. ¿Le había creído Amador? ¿Era por ser viejo? ¿Por qué no devolverlo a la celda veinticuatro horas más? ¿Y si el plan era el mismo que con Mateo, seguirle y ver qué hacía?

Miró hacia atrás.

No, Mateo estaba metido hasta las cejas y lo sabían. Todo lo que acababa de decirle al comisario como salvaguarda propia obedecía a una lógica. Y encima, en un día como aquél, cuando seguro que hasta habían recibido refuerzos de Gerona, Lérida, Tarragona y quién sabe si de Zaragoza o Valencia, hacerle seguir era un lujo. Iban a poner Barcelona patas arriba.

Seguían buscando a Roura y a Sunyer, estaba seguro de ello.

El plan, matar a Franco, estaba desactivado.

¿O no?

31 de mayo, «Libertad», «¡Bum!», «Esperanza».

¿O la última se trataba del nombre de su amiga y no de la palabra en sí?

Pero ¿cómo iban a matar a Franco cinco desgraciados, entre ellos un bocazas y un manco, que eran los que seguían libres?

¿Y si su intuición, por más que pocas veces le hubiera fallado, convertía un simple caso de lo que fuese en algo tan trascendente como aquello?

¿Todo porque Mateo había anotado aquella fecha en una libreta de poemas, seguida de unas palabras peculiares?

¿Todo porque lo que unía a aquellos cinco hombres era su odio hacia el régimen y la figura del dictador?

No, era porque uno trabajaba en Capitanía General y había sabido con antelación cuándo visitaría Franco la ciudad, y porque otro era médico, y porque un paciente suyo, el único que no jugaba al ajedrez, se estaba muriendo y poco debía importarle ya su vida, y porque el cuarto era un ex policía con conocidos tan desconcertantes como Policarpo Fernández, y porque el quinto estaba loco, un loco peligroso capaz de una locura como aquélla.

Por eso.

Cruzó la Vía Layetana y se detuvo en un escaparate fingiendo atarse de nuevo el zapato. No vio nada alarmante por el reflejo del cristal. Después subió sin prisas hasta la plaza Urquinaona. Caminó hasta la plaza de Cataluña. No volvió la cabeza ni una sola vez, pero estuvo atento a los detalles y siguió espiando su espalda por el reflejo de los escaparates en los que se detenía. Sentía una especial activación de sus músculos, algo raro teniendo en cuenta la noche que acababa de pasar. Activación y tensión. El último golpe, el de la caída, le tenía ligeramente paralizado el brazo izquierdo. Abrió y cerró la mano, lo levantó y trató de que no se le anquilosara.

Cuando se sentó en uno de los bancos de la plaza de Cataluña, con el día recién iniciado, las calles llenas de gente y las palomas revoloteando por encima de su cabeza, acompasó la respiración y ordenó sus pensamientos.

¿Era posible matar a Franco?

—Buena pregunta. —Suspiró.

Si estaba en lo cierto y ésa era la clave, ¿se habría metido Mateo en ello en plan suicida sin una mínima posibilidad?

Mateo no era estúpido.

Así que la respuesta parecía sencilla: sí, era posible hacerlo.

Continuó sentado otro buen puñado de minutos mientras el mundo daba vueltas a su alrededor.

Un anciano más, sentado en un banco.

Tenía dos opciones: irse a casa o seguir.

La primera representaba la paz, el olvido, la dulce espera de Patro que llegaba por la noche. La segunda equivalía a seguir jugándosela, pero también a ser fiel a sus principios.

Le había prometido a María averiguar por qué murió su padre.

También se lo debía a Mateo.

Al diablo con Franco. Lo único que necesitaba averiguar era quién le atropelló a él.

Por traidor.

Miquel soltó una bocanada de aire. Cuando era inspector solía decir que nadie es bueno ni malo, que todo depende de las circunstancias. Y decía que cada ser humano tenía luces y sombras.

¿Lo asesinaron además para protegerse o para proteger el plan?

No, eso ya no. Ni lo uno ni lo otro.

Sólo la venganza.

Se levantó de pronto, caminó en dirección a la boca del metro que daba a las Ramblas y bajó por las escaleras. Una vez abajo se camufló en una esquina y esperó.

Cinco minutos.

Una vez más, nadie sospechoso.

Siguió caminando. Escogió la Avenida de la Luz, el paseo subterráneo lleno de animación. Fue arriba y abajo, y acabó retornando al exterior por el acceso de la calle Vergara. Cuando salió por él aceleró el paso y no paró hasta el cruce de Balmes con la Gran Vía, la nueva Avenida de José Antonio Primo de Rivera.

Entonces sí detuvo un taxi.

Le dio la dirección y volvió la cabeza por última vez, para estar seguro del todo.

Luego se relajó.

Los Fernández, el clan al completo, vivían en Hospitalet de Llobregat. El taxista enfiló la Gran Vía en dirección a la plaza de España. En la primera mitad de los años treinta, Policarpo, Terencio y Abelardo eran los más listos. Sabían nadar y guardar la ropa. Los expertos decían que sus tácticas y técnicas delictivas estaban inspiradas en los métodos americanos de Al Capone y compañía. Policarpo había estado en Chicago en los buenos tiempos de la ley seca. Un emigrante más. Aprendió en la mejor escuela. Y regresó a España, posiblemente deportado, expulsado… Si a Capone sólo le habían podido meter entre rejas por un delito fiscal, significaba que el resto lo tenía limpio.

Como ellos.

Entre esposas, hijos, primos y demás, el clan llegaba al centenar de personas antes de la guerra.

—Mira, Miquel —solía decirle Mateo—, a mí cualquier delito me repatea los higadillos, y encima la mayoría de los delincuentes son tontos, se creen más listos que el hambre, como si nosotros fuéramos mancos. Pero el que sale inteligente, pero inteligente de verdad, y es consciente de lo que hace y por qué lo hace, me merece un respeto. Los dos sabemos a lo que vamos, sin caretas.

Los Fernández eran así.

Sabían a lo que iban y lo hacían bien.

Que Mateo tuviera que ver con ellos resultaba insólito.

Pero entre 1936 y 1949 había llovido mucho.

Lenin luchando junto a Durruti por la República, por ejemplo.

El barrio de los Fernández era un campo minado. Cuando uno entraba en él, una docena de ojos lo acompañaban en silencio. Allí nada se escapaba a su vigilancia. Todo estaba controlado. Y el centro del barrio era la calle principal en la que vivían ellos tres, en casas contiguas, sin lujos ni alardes pero sin que faltara de nada. Todos para todos.

Cuando el taxista intentó doblar la última esquina, se encontraron con la multitud.

Mil o más personas agolpadas en aceras y calzada.

Un gentío silencioso casi enteramente enlutado.

—¿Qué hago, caballero? —preguntó el taxista.

—Déjeme aquí.

—Habrá pasado algo, digo yo. ¡Qué barbaridad, cuánta gente!

Le abonó el servicio y se bajó. Una vez solo, miró calle arriba. Las tres casas se encontraban en el lado izquierdo, y se accedía a ellas por un corredor o pasadizo que daba a un patio vecinal. Si no recordaba mal, la de Policarpo era la del centro y las de sus dos hermanos la flanqueaban.

La muchedumbre parecía estar concentrada precisamente en ellas.

Caminó despacio, tratando de escuchar algo, pero la gente, o hablaba en voz baja, o mantenía la boca cerrada. Algunas mujeres lloraban.

Aquello era un enorme duelo.

Podía preguntar, pero prefirió no hacerlo.

Siguió caminando, abriéndose paso entre el gentío. Cuanto más se aproximaba a las casas, más densa era aquella marea humana. Casi al final tuvo que pedir permiso para avanzar. Primero le miraban, luego se apartaban. Aun sin afeitar y con aspecto cansado, algunos reconocían en él lo que siempre había sido, como si todavía llevase la credencial grabada en la frente.

Había una cola frente al pasadizo que daba acceso a las casas. Una cola que avanzaba muy despacio. Los que salían de él lo hacían cariacontecidos, ojos llorosos. Miquel pasó de la cola y se internó por aquel camino que en vida policial había recorrido sólo dos veces. Un hombre quiso detenerle.

Se miraron.

Y el hombre se apartó.

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