Intentó mantenerse en pie.
El coche estaba aparcado al otro lado, en el chaflán de enfrente. Ni lo había visto. Cruzaron la calle en silencio, sin tráfico cerca. Miquel sentía aquellas zarpas de acero apretándole los brazos, casi llevándole en volandas. Eso al menos le ayudó a no doblarse sobre sí mismo. Cuando alcanzaron su destino vio que un tercer hombre se sentaba al volante. Tres policías para él. Todo un despliegue.
—¿Le habéis registrado? —preguntó el conductor.
—No —dijo el de su derecha.
—Coño, ¿y a qué esperáis?
—No es más que un viejo.
—¿Y qué? Viejos o jóvenes, de éstos no puedes fiarte, Mariano.
Le cachearon allí mismo, con eficiencia, los dos.
—Nada.
—Va, subidlo, que es tarde.
—Entra ya, hijo de puta. —El de la izquierda le empujó.
—Anda que no llevamos horas ni nada esperándote, cabrón —escupió sus palabras su compañero mientras rodeaba el coche para entrar por el otro lado.
Quedó insertado entre los dos.
La mente en blanco.
¿Qué o quién…?
El coche arrancó con suavidad. Nada de sirenas. Miró su casa con la sensación de que tal vez no fuera a volver y sintió una punzada en el pecho. Eso le fastidió. No quería morirse de un infarto en un vehículo oficial, con tres siniestros Hermanos Marx rodeándole.
Intentó no pensar en Patro.
Tocó su anillo de casado, como si pudiera apoyarse en él.
—Ya íbamos a echar la puerta de tu piso abajo para esperarte en él. —Mantuvo su tono de desprecio el que llevaba la voz cantante.
No habían entrado en su casa.
No habían encontrado la caja de zapatos con el dinero del que vivían.
Tuvo ganas de llorar.
Antes no le hubiera importado morir. Ahora sí.
—¿No dices nada?
—¿Qué quieren que diga?
—Así, con respeto, muy bien —asintió el otro.
—Dejadle en paz, no vaya a mearse en los pantalones, como el de ayer —les advirtió el conductor.
—Pero bien que le dejamos sin tranca para repetirlo, ¿no?
Se rieron y poco más.
Eso fue todo.
El coche enfiló por la Vía Layetana y ya no se detuvo hasta llegar a la Comisaría Central.
La última vez que estuvo allí, en julio del 47, no había sido agradable. Aquel policía de nuevo cuño, el comisario Amador, le dijo que esperaba no volver a verle. Cuando el padre de Celia Arteta mató a Rodrigo Casamajor temió que tarde o temprano dieran con él. Pero aquel pobre hombre cumplió su palabra: no dijo nada. Cargó con todo, vengando la muerte de su hija. Sus últimas palabras fueron: «¡No se rinda!».
Aquello había sido un milagro.
Y no se había rendido.
Esta vez…
Bajó del coche con un sudor frío invadiendo su cuerpo. Habían torturado a Mateo y a Pascual Virgili y, siendo así, lo más probable es que hubieran hecho lo mismo con Enric Macià. Estaba seguro de que no soportaría el más mínimo dolor físico. A su edad, ya no. Mateo era la prueba, él se había rendido, aunque en su caso estaba la salvaguarda de María.
Aun así moriría por Patro.
—¡Andando, figura!
No le llevaron arriba, a los despachos, sino abajo, a los calabozos. Ya era de noche. El motivo de la detención se lo dirían al día siguiente, y las preguntas también se las harían al día siguiente. De momento estaba allí. Pasaría la noche entre rejas.
Después de un día demoledor.
Bajó dos tramos de escaleras, pasó dos filtros y un control. Le quitaron la correa del pantalón y los cordones de los zapatos. También le vaciaron los bolsillos. Lo peor fue tener que sacarse el anillo de casado.
—¿Podría…?
—¡Que te lo quites, cojones!
Se lo quitó. Todo fue a parar a una bolsa. Luego le empujaron por otro pasillo. Los que le habían detenido no iban ya con él. Ahora le acompañaban simples agentes uniformados. El que caminaba delante abrió una celda. El de atrás le empujó. Dio un par de pasos trastabillando y se detuvo en el centro, mientras la puerta de hierro se cerraba a su espalda con estrépito, más del necesario, para molestar e impedir el sueño de los que ya llenaban aquel pequeño espacio.
Porque allí había no menos de dos docenas de personas.
Los que trataban de dormir se dieron la vuelta. Los más habituados ni se dignaron abrir los ojos. Los que permanecían de pie o sentados en el suelo le observaron. Nadie se movió. Defendían su espacio. Miquel también paseó una mirada a su alrededor. El «personal» era variopinto, aunque la mayoría tenía aspecto de vulgares chorizos callejeros: ropas baratas, remendadas, sucias, cabellos revueltos, bocas con pocos dientes, rostros entecos y mal afeitados, ojos huidizos, miseria y el sello de identidad de los desheredados. La otra España. La que el régimen ignoraba.
Entonces escuchó aquella voz.
—¿Inspector?
Le costó reconocerlo. No lo veía desde el 36. Y si entonces era un raterillo de poca monta, en torno a los veintitantos años, ahora era un adulto que mostraba la misma sensación de desamparo, como todos, después de que la vida le hubiera pasado por encima como una apisonadora.
—¿Lenin?
—¡Eh, no me llame así, hombre, que me pierde! —Le hizo bajar la voz, mirando con miedo en dirección a la reja de la puerta—. Venga, venga.
Agustino Ponce, alias Lenin, porque se parecía al muy ilustre revolucionario ruso, le hizo un sitio a su lado. Para ello tuvo que empujar a otro preso.
—¡Aparta, hombre, que éste es un señor! —le dijo por todo argumento.
El sacrificado era más bajito y débil que él, así que refunfuñó, lanzó una aviesa mirada a Miquel y se apartó para que donde había dos cupieran tres.
Se sentó a su lado.
La cara de Agustino era todo un poema.
—¿Qué hace aquí, hombre? —preguntó boquiabierto.
—Ya ves.
—Pero ¿no era usted de los buenos?
Casi le hizo sonreír.
—Ahora soy de los malos. Parece.
—Ya veo, ya. La de vueltas que da el mundo. —Mantuvo su sorpresa—. ¡Y la de tiempo que ha pasado!
—Y que lo digas.
—¿Cuándo fue la última vez que me trincó por algo?
—En el 36, poco antes de la guerra.
—Pues anda que no ha llovido ni nada. ¿Qué ha hecho en estos años?
—Estaba preso, ¿y tú?
—Yo luché en el frente, y luego… Puede imaginárselo. Pero voy tirando. Me casé y tengo una parejita. ¿Qué le parece? Mi mujer es una santa.
—Todas lo son.
—Ella más, que se lo digo yo. Si no fuera por la familia…
—Tú eres un superviviente.
—No, tuve suerte. Los pobres nunca salimos de pobres, pero a veces eso también nos mantiene a flote. Oiga —le escrutó con cara de preocupación—, parece cansado.
—No lo parece, lo estoy.
—Pues tranquilo, que aquí está conmigo.
—¿Vas a ser mi protector? —Ahora sí forzó una sonrisa.
—Usted siempre me trató bien —dijo muy serio—. Ni una hostia ni nada. Yo siempre decía: «El inspector Mascarell es buena tela. Él, a lo suyo pero legal». Y eso se agradece, ¿sabe? Cuántos de mis amigos se quedaron sin dientes, porque usted tenía colegas que…
—Pues menos mal. —Apoyó la cabeza en la pared y respiró aquel aire fétido en el que se mezclaba el sudor con la suciedad, el olor a vino o a tabaco con el de pies que llevaban semanas sin ver el agua—. Oye, ¿por qué está esto tan lleno? Parece un tranvía en día de fútbol.
—¿Qué quiere que sea, hombre? ¡Lo de la venida!
—¿Qué venida?
—Pero ¿en qué mundo vive, inspector? —Su cara mostró el pasmo que sentía. Bajó la voz al decir—: ¡El tío Paco!
Miquel frunció el ceño.
—¿Franco?
—¡Pues claro!
—¿Cuándo viene Franco?
—¡Hay que ver! Pero ¿de dónde me sale usted? ¡Mañana! ¡Llega mañana a Barcelona, por el puerto, sobre las siete o así, cuando ya no hace sol, para que no se le ablanden los sesos y pueda ir en coche descapotable! ¿No me diga que no se había enterado? ¡Si hoy sale en todas partes!
No había ojeado ni siquiera
El Mundo Deportivo
en el bar de Ramón.
Nada.
—¿Así que han hecho redada? —asintió.
—Como las otras dos veces —le dio la razón—. Viene él y los demás a chirona. Todos. Por si acaso. Que no quede nadie sospechoso o raro por la calle, no vayamos a quitarle la cartera, que seguro que no lleva ni un duro encima, pero… Mire, mire. —Abarcó al personal de la celda con las dos manos—. Menuda colección, ¿eh? Lo malo es que ahora estamos dentro los buenos y los malos corren por fuera.
Empezó a zumbarle la cabeza, como siempre que sus pensamientos se atropellaban y estallaban como cohetes aquí y allá.
Franco.
—¿Qué viene a hacer aquí?
—¡Y yo qué sé! ¿Cree que me llama y me lo dice? «Agustino, mira que voy a pasarme por ahí». —Bajó la voz, aproximó su cabeza a la suya y la convirtió en un susurro cargado de mal aliento—: ¡Tocar los huevos, supongo! ¿A qué quiere que venga? Ayer estaba en Madrid, dándoles la copa a los valencianos. Se ve que se aburre y ha pensado: «Vamos a ver qué hacen esos catalanes de los huevos, no sea que se desmanden y vuelvan a liarla».
31 de mayo.
«Libertad», «¡Bum!», «Esperanza».
—Se ha quedado sin aliento —le hizo ver Lenin.
—Un poco.
—Pues si le han trincado como a todos, por precaución, tranquilo: de aquí no sale hasta que él se largue a los Madriles otra vez, o sea que tenemos para dos o tres días, mínimo. ¡La de cosas que nos vamos a contar, inspector!
Una voz áspera rugió cerca de ellos.
—¿Queréis callaros de una puta vez y dormir?
Desde el exterior de la celda, otra voz fue aún más conminante.
—¡Esa lengua, Morales! ¿A que entro y te la lavo con jabón?
Hubo algunas risas.
Luego nada.
Miquel cerró los ojos sabiendo que sería una larga noche.
Tal vez el comienzo de unos largos días.
Martes, 31 de mayo de 1949
Estaba con Patro.
Abrazado a ella, y ella a él, muy juntos.
Nunca había podido dormir sin pijama. Patro, en cambio, dormía siempre desnuda, aun en lo más frío del frío invierno. Eran dos contrastes curiosos, noche y día. Por lo general le acababa desnudando, despacio, caricia a caricia, como en un juego. Y si le daba por tiritar le cubría con su cuerpo, eternamente cálido.
Olía tan bien…
Y era tan suave…
No quiso despertar. Sabía que era necesario, pero se aferró al sueño. Quizá como protección instintiva. Los sueños hermosos debían durar siempre.
Patro eructó.
Entonces abrió los ojos.
No, no era Patro. Era Lenin. Su viejo amigo chorizo que acababa de eructarle en plena cara, abrazado a él con la apacible tranquilidad de un hijo amoroso.
—Maldita sea… —Apartó la cara.
Se deshizo como pudo de aquel cepo. Lenin debía de estar acostumbrado a dormir en precario, porque ni se inmutó. En cambio a él se le rebeló el cuerpo, haciendo que desde todos sus músculos surgieran gritos de protesta que convergieron en su cabeza.
Se la sujetó con las manos.
Cuando salió del Valle de los Caídos, después de ocho años y medio de dormir en duro, le costó acostumbrarse a una cama decente, con un colchón, una almohada y el silencio. Y le costó habituarse a no depender de horarios para ponerse en pie, trabajar, comer o acostarse. Cuando Patro y él convivieron juntos, el cambio fue todavía más fuerte.
Bastaba una noche para volver al pasado.
Miró a su alrededor. Allí no había luz diurna, pero lo más probable es que ya hubiese amanecido. La magra bombilla del techo seguía proyectando más sombras que luces. Sus compañeros de infortunio dormían y roncaban como si tal cosa. Se sorprendió por haberse quedado traspuesto tantas horas pese a la incomodidad. Pero había pesado más su cansancio.
Retomó las sensaciones del día anterior.
María, Mateo Galvany, los cuatro hombres de aquella trama, Policarpo Fernández…
No era el momento de romperse la cabeza, sino de razonar y sobrevivir, una vez más.
Si Lenin llevaba razón y estaban todos allí como medida de precaución por la visita de Franco, no tenía nada que temer. Pero sería dramático cuando Patro llegase a casa por la noche y no le encontrase.
¿Cuántos días podría estar sin saber nada de él antes de volverse loca?
Reapareció la amargura.
Alivio si su detención no tenía nada que ver con el caso, pero amargura por su nueva realidad carcelaria.
Movió los brazos, las manos, desentumeció los músculos. Luego hizo lo mismo con las piernas. Poco a poco sus terminaciones le fueron respondiendo. Primero con dolor, después con el cosquilleo de la vida agitando su sangre. Pese a todo, no pudo ponerse en pie.
Se estaba orinando.
Y había un hombre sentado en el retrete, dormido sobre él.
Aguantó lo que pudo.
Diez minutos, veinte, media hora.
Hasta que el guardia se encargó de devolverlos a la vida.
—¡Vamos, pandilla de gandules, abrid los ojos! ¿Qué os pensáis, que esto es el Ritz? ¡Arriba!
—Arriba tu puta madre —masculló uno muy alto y grueso en voz baja, con los puños apretados.
Lenin se desperezó.
Su buen humor era extraordinario.
—Buenos días, inspector —le deseó al verle.
—No me llames inspector.
—Tranquilo, que éstos me conocen.
—Desde luego, cualquiera diría.
—¿Qué se le va a hacer, hombre? —Bostezó de manera ostensible—. Lo que no tiene remedio, no tiene remedio. ¿De qué sirve hacerse mala sangre?
—¿Aquí dan de comer?
—Sí, dentro de un rato. Pero pan y agua, no crea.
Ya no podía aguantarse más. El tipo que dormía sobre el retrete estaba despierto y se había apartado para que empezara la procesión de reclusos con sus necesidades, cortas o largas. Si esperaba al último reventaría.
Lenin comprendió su desesperación.
—¿Quiere aliviarse?
—Sí —se rindió.
—Venga. —Se levantó raudo y le ayudó a incorporarse.
Una vez le había dicho a Mateo Galvany, después de que se pusiera de muy mala uva y le atizara a un preso:
—Todas las que des ahora puede que un día te las devuelvan.
Mateo se le había reído.
No haberle dado ninguna bofetada a Lenin significaba ahora su buena suerte.
Cosas de la vida.