—Oh, Dios… —exclamó sin poder evitarlo—. ¿Está bien?
—No lo sé. He salido de la cárcel, le ando buscando y me han dicho que la policía le persigue.
—¿Has salido de la cárcel? ¿De qué cárcel?
—Indultado. Por un pelo.
—Has tenido suerte, cariño. —Se relajó un poco—. ¿Quién te ha dicho que Maurici y yo…?
—La señora Luisa.
—Entiendo.
—Mira, no le veo desde la guerra. Necesito encontrarle, es muy importante.
Ella hizo un gesto de impotencia.
Cien por cien sincero.
—Yo no sé qué puede haberle pasado, cielo, ni en qué lío podría estar metido. Una cosa es la carne y otra el pescado, ¿me entiendes?
La carne era ella.
—Por lo que parece, eres su única amiga.
—Sí. —Sacó pecho—. Me hago querer y él es muy buen hombre, muy activo, muy fuerte. ¡Y lo que le gusta el sexo, por Dios! —Puso cara de éxtasis—. Le pierde. Si no fuera lo que soy… Le falta un brazo, pero de aquí para abajo… —Le puso una mano en la cintura y la deslizó rozando su cuerpo, el vientre, el bulto del sexo bajo el pantalón—. Tú también pareces fuerte, amor. —No olvidó su trabajo—. A mí es que los hombres así me ponen…
—Necesito verle. —Detuvo su mano—. Quizá te dijo algo…
Pura relajó su actitud.
Casi llegó a rendirse.
—Desde que la poli fue a por él y se marchó… Ya no volverá, eso seguro. Les tenía miedo. Miedo y odio. Pobre Maurici. Toda una vida tragando mierda para esto, sea lo que sea.
—¿Tenía adónde ir?
—No, que yo sepa.
—¿Alguna compañera tuya?
—Era la única para él —proclamó con orgullo—. Tenía buen gusto.
—Pero algo te diría. Según la señora Luisa, te contaba cosas del pasado, de cuando competía, incluso de la guerra.
—Hablábamos mucho, sí, aunque no del presente, sólo del pasado. Del presente lo único era su odio por todo, por lo que le hicieron, lo que le arrebataron. De haber podido, se habría convertido en un maquis o un anarquista, y con un solo brazo… Por lo general no me trago la mierda de los demás, pero él era diferente. A veces incluso cenábamos juntos, como una pareja normal. —Dulcificó su expresión levemente.
—¿Le veías mucho?
—Al menos una vez a la semana. Por lo general dos. Si estaba de suerte, tres y le cobraba menos. Ya te digo que el sexo le volvía loco. Y más conmigo.
—Tuvo que meterse en algún problema. ¿No le notaste raro?
—No sé qué decirte.
—Estos últimos días. Según la señora Luisa, parecía un cadáver ambulante.
—Bueno, estaba preocupado, eso sí.
—¿En qué sentido?
—En todos. Filosofaba mucho sobre la vida, la muerte, el destino… Decía que un solo hombre había cambiado el destino de España y que también uno solo podía devolver el país a la normalidad.
—¿Se refería a Franco?
—Sí. —Miró a su alrededor por si había oídos indignos—. ¿Quieres bajar la voz?
—¿Te suenan los nombres de Esteve Roura, Pascual Virgili, Enric Macià o Mateo Galvany?
—No, ¿por qué?
—¿Sabías que estaba enfermo?
—Sí. —Sonrió como una niña mala—. Me decía que lo mejor que podía pasarle era estirar la pata dentro de mí. Yo le contestaba que ni se le ocurriera.
—¿Te dijo también que iba a morir?
—¿Qué? —Frunció el ceño.
—¿No te contó eso?
—¡Quita ya! —Se enfadó de veras.
Maurici Sunyer se lo había confesado a la señora Luisa, pero no a la mujer con la que se acostaba.
Un último rasgo de orgullo.
—Tenía algo muy grave en el corazón. Una cosa llamada aneurisma.
Los ojos de Pura se ensombrecieron.
Luego se iluminaron con la presencia de unas lágrimas apenas contenidas.
—Me estás tomando el pelo.
Miquel no dijo nada.
La miró fijamente.
—Mierda… —gimió la prostituta.
—Lo siento.
—Es que siempre caen los mejores, o los más infelices —exhaló sin fuerzas.
—Intenta recordar estos últimos días, por favor. Su hermano Ernest está vivo, en México —continuó con su mentira—. No puede llamarle. Se merece esa noticia.
—¿Y qué quieres que te diga? —Se vino abajo, cansada de tanta charla—. ¿Sabes la de clientes que me cuentan la intemerata? A veces me toca hacer más de madre que de puta. Él estaba traumatizado por la guerra, ya te lo he dicho. —Se desesperó un poco más—. Coño, todos los suyos muertos y él manco. Maravilloso, ¿no? Decía que, con sólo un brazo, aún era capaz de batir el récord de España, pero que no le dejaban competir, más por rojo que por manco. Y eso que últimamente había vuelto a entrenar.
—¿En serio?
—Sí, iba a Montjuïc a echar piedras. Cogía una del tamaño y peso de esa bola que tiran y la arrojaba lo más lejos que podía. Me contó que aún era el mejor, que la tiraba un buen puñado de metros más allá. Estaba orgulloso de eso.
—¿Pudo decírtelo para alardear o presumir?
—En la cama todo son flores, amor, pero él lo contaba de verdad. ¿Quién le dice a una puta que se va a tirar piedras, si no? Yo le animaba, claro. El pobre…
—¿No te parecía extraño, y más estando enfermo?
—También follaba estando enfermo, ¿y qué? ¿Extraño? A mí nada me parece extraño, querido. —La prostituta que había hablado con él acababa de conseguir un cliente y pasó por su lado moviéndose de forma endiablada, colgada de su brazo. Eso la molestó—. Oye, aquí de cháchara contigo no me voy a comer un rosco y soy la mejor, ¿sabes?
—Ya me iba, perdona.
Ella lo retuvo.
—Tienes cara de no haber estado con una mujer desde hace mucho.
No era buena psicóloga.
Puta sí. Psicóloga no.
—Estoy casado. —Le mostró el anillo.
—Pero tu mujer será mayor, como tú, y ya no te puede dar lo que te daré yo.
—Gracias. —Se separó un paso.
Suficiente para que ella no pudiera alcanzarle.
—Si encuentras a Maurici, dile que le echo de menos. —Reapareció la mujer que llevaba dentro.
—No tengo a quién preguntar.
—Hace buen tiempo. Puede dormir en cualquier parte.
Otro paso más.
—¿Por qué lado de Montjuïc va a entrenarse?
—Hay un terreno donde a veces juegan los niños, un campo de fútbol o algo así. No sé el nombre, si es que lo tiene. Me habló de que subía y bajaba por la calle Margarit porque ahí vivieron sus abuelos hace mucho tiempo y le gusta, por eso lo recuerdo. Cerca están las barracas.
La cara oculta de Barcelona, la mísera.
—Suerte, Pura —le deseó.
La puta ya no respondió.
Pasaba un hombre cerca, y la miraba con ojos sedientos.
Ella fue hacia él y casi le hundió la cabeza entre los pechos.
A un paso de junio, los días ya eran más largos de lo normal y el sol no se ponía hasta tarde. Sin embargo, su anhelo de ir a Montjuïc a echar un vistazo quedó aparcado ante la realidad. La luz menguaría de igual forma y estaba cada vez más cansado después de todo un día de no parar. Lo de Montjuïc también podía ser un tiro al azar. Otro más.
Añoraba su casa, su intimidad, el silencio.
La cama, aun sin Patro.
—¿Por qué tenías que marcharte precisamente en estos días? —le reprochó al viento.
En la juventud, los días no cuentan.
Uno más, uno menos…
En la vejez cuentan todos.
—Vamos, inspector Mascarell —se rindió.
Se dirigió a las Ramblas por la calle Hospital y pasó por delante de la pensión Rosa, su primer hogar al llegar a Barcelona una vez liberado por el régimen. De allí había salido una mañana para irse a vivir con Patro, aceptando su invitación de compartir piso.
Compartir piso.
Luego cama.
Imprevisible amor, siempre sorprendiendo.
Amor y también necesidad.
Bajó la cabeza y continuó caminando, víctima de una súbita aprensión. Pronto haría dos años de aquello. No era mucho tiempo, tal vez todo siguiera igual, o tal vez no. Pero no quería ver a nadie. Durante unos metros temió que una voz le detuviera o que se encontrara con un recuerdo más.
No sucedió nada y llegó a las Ramblas. Subió por ella en dirección a la plaza de Cataluña buscando un taxi libre sin éxito. Por su cabeza desfilaron preguntas e inquietudes en tropel. Siempre que un caso se metía con fuerza en su ánimo le sucedía igual. Al menos cuando era policía de verdad.
Entonces y siempre. Ahora.
Pensó en todo lo que le habían dicho las personas a las que había visto a lo largo del día.
Y cuanto más quería olvidarlo…
—Mañana, mañana…
En julio del 47, Patro se había acostado con él inesperadamente. Un milagro. Y había vuelto a la vida. Una vida y una redención. Su vida y la redención de ella. Después, ya viviendo juntos, aquella noche, cuando Patro se metió en su habitación y se arrebujó a su lado en la cama…
El beso.
Las caricias.
El olvido.
—No soy joven.
—Eres la mejor persona que he conocido.
—No se ama así, se ama con los sentidos.
—Entonces mírame, tócame, huéleme, óyeme… Y déjame que por primera vez crea en algo puro y honesto, Miquel. Déjame que crea en ti.
Un hermoso comienzo.
Solía pensar en ello.
Ahora eran marido y mujer, y ella era feliz.
Se olvidó de Patro cuando un taxi hizo centellear su luz a unos metros y reaccionó. Levantó la mano y, más que su gesto, lo que lo detuvo fue su grito.
—¡Taxi!
Se introdujo en él y se dejó caer en el asiento trasero, a plomo. Una bendición. El hombre esperó paciente a que le diera una dirección de destino y cuando iba a darle la suya, en la esquina de Valencia con Gerona, cambió de idea inesperadamente.
María.
María sola en casa.
Se oyó a sí mismo pedirle que le llevara a Sants.
Luego cerró los ojos y sucumbió a sus pensamientos, de vuelta al caso.
Virgili muerto, Macià detenido, Sunyer con un solo brazo.
¿Había atropellado Roura a Mateo?
¿Quién más se escondía detrás de todo aquel lío?
—¿Se encuentra bien, señor?
—Sí, sí.
—Parece cansado.
—Un día duro.
—Da gusto volver a casa, ¿verdad? Yo llevo doce horas al volante y en cuanto le deje…
Doce horas al volante del taxi. Todos sobrevivían como podían.
—Tiene un trabajo distraído.
—Eso sí, distracción no me falta. La semana pasada me nació una niña ahí mismo, donde está usted, y como ayudé en el parto, porque no llegábamos al hospital, ahora los padres se empeñan en ponerle mi nombre. —Soltó una risa—. Bueno, en chica, claro. Manuela.
Cada cual con su historia.
Algunas simples. Otras mortales.
Por una vez, habló con el taxista. Necesitaba despejarse y dejar de pensar.
Pagó la carrera y bajó del coche diez minutos después. Se había gastado la mitad de lo que llevaba encima, milagrosamente, al salir de casa. Y todavía le quedaba un último taxi.
Éste sí, a casa.
Subió al piso de Mateo, ahora ya de María en solitario, y en cuanto ella le abrió la puerta se le echó a los brazos temblando, igual que si se liberara de una enorme tensión. Miquel no pudo hacer otra cosa que corresponderla, aunque abrazar a otra mujer que no fuera Patro se le hacía extraño.
Tan extraño como cuando abrazó a Patro sin olvidar a Quimeta.
—Gracias por venir… —le susurró.
—Quería ver cómo estabas antes de ir a casa.
—Pasa, pasa.
Llegaron al comedor y se sentó en la butaca. Como un fardo. María apareció tras él con un vaso de agua en la mano después de meterse en la cocina a toda velocidad. Se lo agradeció y lo apuró de tres largos sorbos. Le hizo un gesto para que no le trajera más y ella se sentó en una silla.
—Quítate la chaqueta.
—Gracias. —La obedeció y se la quitó sin siquiera levantarse.
—Pareces cansado. —Se la puso con cuidado en otra silla, para que no se le arrugara.
—Llevo todo el día de aquí para allá.
—¿En serio?
—Claro.
—¿Y has averiguado algo?
Sabía que era la pregunta oportuna. La única. Y se dio cuenta de que no tenía ninguna respuesta para ella. ¿Qué le decía? ¿Le hablaba de sus sospechas? ¿Le contaba que probablemente Mateo había traicionado a sus amigos por salvarla?
¿Amigos misteriosos que andaban tras algo tan grave, tanto, que la policía había caído sobre ellos como un tanque, torturándoles hasta haber matado ya al menos a uno?
—Tu padre estaba metido en algo gordo —admitió—. Pero de momento no sé qué podía ser.
—¿Papá? —Puso cara de asombro.
—Sí, él —asintió—. Mi viejo camarada Mateo Galvany.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Todos los indicios van en la misma dirección, querida.
—¿Y esos hombres?
—No puedo hablarte de ellos.
—¿Por qué?
—Porque si la policía vuelve a detenerte y te interrogan, cuanto menos sepas, mejor. Por eso.
—No puedo creerlo.
—Pues créelo, y te juro que lo siento de veras.
—Pero ¿les has visto?
—No, a ninguno.
—No entiendo… —Frunció el ceño.
—María, necesito hacerte algunas preguntas.
—¿A mí? —Le mostró su asombro—. Te he dicho todo lo que sé, o sea nada.
—Vivías con él —insistió—. Los detalles cuentan. Tienes que recordar cosas de estas últimas semanas.
—Pero si no abría la boca.
—¿Qué hizo la semana anterior a su detención?
—Lo de siempre, dar algún paseo, decir que iba al cine y me imagino que visitar a esa mujer…
—Iba a jugar al ajedrez.
—Sí, se aficionó de golpe, es verdad.
—Esteve Roura le metió esa afición.
—Eso no lo sabía. Ya te dije que nunca había oído ese nombre.
—¿Lo ves? Si te olvidaste de contarme eso, también puedes haberte olvidado de otras cosas.
—¿Cuáles? —Abrió y cerró las manos impotente.
—Piensa en sus hábitos, sus costumbres, sus rutinas, lo que comentaba escuchando la radio, o leyendo el periódico…
—¿Oyendo la radio? Puedes imaginártelo. No soportaba casi nada. Le enfermaba escuchar la voz de Franco, el tono grandilocuente y demagógico de la propaganda, las continuas referencias religiosas. Se ponía furioso. Y lo mismo con el periódico. Decía que todo eran mentiras al servicio del régimen. A veces creía que iba a estallar, rojo como una granada, puños apretados…