Leyó más y más páginas. Mateo se lo había tomado en serio. Aquella libreta venía a ser un testamento vital. Cuando se dio cuenta de que el tiempo pasaba más aprisa de lo normal ojeó el resto a mayor velocidad. La última página estaba llena de dibujos hechos al azar, corazones, letras mayúsculas, palabras diversas, anotaciones sueltas, algunas ilegibles.
Vio una fecha.
31 - 5.
31 de mayo.
Eso era el día siguiente.
También encontró un número de teléfono escrito con trazos rápidos.
Del resto no sacó nada en claro. Palabras, como si se entretuviera escribiéndolas de manera maquinal mientras hacía otra cosa.
—¡Camarero! —Levantó la mano al ver pasar al hombre a un par de metros.
—¿Señor?
—¿Tienen teléfono?
—Sí, ahí, al final de la barra.
—¿Me da una ficha y me dice cuánto es todo?
—¿No quiere un cafecito?
—No, gracias.
El camarero se dirigió a la barra. Se metió tras ella y puso una ficha en el mostrador. Miquel la tomó y caminó hasta el aparato, insertó la ficha y marcó aquel número.
Al otro lado el timbre sonó una docena de veces.
Recuperó la ficha y ya no se la devolvió al camarero, porque la nota estaba preparada con ella incluida. Afortunadamente había salido de casa con más de cien pesetas y algo suelto. Siempre prefería llevar de más, por si acaso, por si un día tenía que salir corriendo. Pagó las lentejas con gusto.
—Buenísimas. —Movió la cabeza de arriba abajo.
—Pues ya sabe que aquí estamos, señor.
Se llevó el cambio y le dejó unos céntimos de propina. Cuando se asomó por la puerta se encontró con el mismo sol duro y fuerte de la mañana. Levantó la cabeza y dejó que los rayos le penetraran.
Mateo, en su nicho, ya nunca sentiría lo mismo.
—¿Quiénes eran esos cuatro? —le preguntó a una nube próxima a cubrir el sol—. ¿Y en qué andabas metido, viejo zorro?
La consulta de Pascual Virgili era mixta, no individual. En la placa de la calle, junto a la puerta del edificio, podía leerse:
PASCUAL VIRGILI CREIXELL, CARDIOLOGÍA - ROSENDO ROCAMORA GISPERT, NEUMOLOGÍA
. El piso era el entresuelo. Cruzó la entrada y no tuvo que decirle al portero, que le estudió desde su caseta, adónde iba. A lo largo de cada día, por allí debían desfilar no pocas personas para visitar a los dos médicos. Se preguntó qué pensaría el hombre de ellas. O de él. ¿Le vería ya con un pie en la tumba? Enfermedades coronarias y pulmonares eran sinónimo de recta final.
Le deseó buenas tardes y subió el tramo de escalera más aprisa de lo normal.
Una segunda placa, ésta de metal dorado, presidía la puerta del piso. No estaba cerrada. Apoyó la mano derecha en la madera y la empujó suavemente. Al otro lado se encontró con una recepción de tipo hospitalario, aséptica, paredes blancas, enfermera incluida. Era una mujer treintañera, rostro afilado, rasgos firmes. La cofia era más propia de un hábito religioso, porque tenía alas a los lados. Llevaba un relojito prendido del pecho y sujeto con una cadena. Nada más verle aparecer, levantó la cabeza y le sonrió.
Una hermosa sonrisa llena de blancos y perfectos dientes.
—Buenas tardes. —Ladeó la cabeza esperando que llegara hasta el mostrador.
—Buenas tardes —la correspondió él—. ¿El doctor Virgili, por favor?
La sonrisa no desapareció de su rostro.
Sólo se congeló.
Y con ella, los ojos perdieron toda emoción, cordialidad o lo que fuese con lo que recibiera a los pacientes.
—¿Tenía una cita concertada? —Logró mantener su eficiencia.
—No, no, es particular.
—Entonces… Lo siento, pero…
—¿Sí?
—Verá, señor… —Vaciló ya rendida sin saber cómo darle la noticia—. El doctor Virgili… murió.
Quizá lo esperase. O quizá no.
Mateo muerto, Roura desaparecido, Virgili muerto.
Y todavía le faltaban dos.
—¿Cuándo…?
—El lunes pasado… —Se movió inquieta en su silla—. Bueno, creo.
—¿Por qué dice que lo cree?
La mujer no respondió a su pregunta. En su mirada vio consternación, dudas, miedo.
—¿Cómo murió? —No dejó la presión él.
—No puedo responderle a eso, señor.
—¿Por qué?
Estiró el cuerpo. Ya no sonreía. Levantó la cabeza y sus senos quedaron marcados por lo ajustado de su uniforme blanco. No llevaba anillo de casada, pero sí de prometida.
—No puedo, eso es todo. —Se mantuvo firme.
Miquel no tuvo tiempo de reaccionar. Se abrió la puerta de su izquierda y por ella apareció un hombre de mediana edad, cabello negro, con una bata blanca, una pluma sujeta al bolsillo superior y unas gafas ciertamente aparatosas. Al verle a él perdió el empuje inicial y centró su atención en la enfermera.
—Doctor Rocamora, este señor pregunta por el doctor Virgili. Ya le he dicho que…
—¿Es paciente suyo? —El aparecido no esperó a que ella terminara la frase y le tendió la mano—. Puedo recomendarle a otro médico y pasarle su expediente, ¿señor…?
—No, no era paciente suyo. —Correspondió a su apretón de manos por cortesía sin darle su nombre—. Investigo la muerte de un amigo común.
—No entiendo. —El médico centró mejor sus ojos en él a través de sus gafas—. ¿Dice que investiga una muerte?
—Mateo Galvany.
—No me suena. —Pareció sincero.
—¿Y Esteve Roura?
—Tampoco.
—El señor Roura le mandó un mensaje al doctor Virgili hace un par de meses. —Miró a la enfermera—. Imagino que usted lo recordará.
—No, lo siento —dijo ella.
—¿Quién es usted? —quiso saber Rosendo Rocamora.
Hora de pisar fuerte.
Ya qué más daba.
—¿He de mostrarle mi credencial? —dijo con sequedad.
—No, no, perdone. —El hombre se echó un poco hacia atrás.
—¿Cómo murió el doctor Virgili?
—Ustedes deberían saberlo, ¿no? —Tuvo un atisbo de resistencia.
—¿Por qué?
—Porque murió en la comisaría.
Se mantuvo frío y firme. En su papel. No le fue fácil. Si la cosa se complicaba y el doctor Rocamora le describía, acabaría de vuelta al Valle de cabeza.
O, según de qué se tratara todo aquello, en un paredón.
Centró las preguntas.
—¿Qué les dijo la policía?
—Nada. Yo me enteré dos días después, por su esposa.
—¿Le sorprendió que le detuvieran?
—Sí, por supuesto.
—¿Era muy amigo suyo?
—Bueno, estudiamos juntos. Luego nos reencontramos tras la guerra y decidimos montar esto los dos. —Abarcó la consulta con ambas manos—. Amigos, lo que se dice amigos, no. Sólo socios.
—¿De verdad no tiene ni idea de por qué le detuvieron?
—No, no señor. Cada cual llevaba su propia vida fuera de aquí. Además, lo hicieron en su casa.
Debía de ser un buen médico, entregado y responsable. Su voz poseía calidez, lo mejor para decirle a alguien que tenía un tumor o que se iba a morir. La muerte de su socio habría representado un duro golpe para él y para su pequeño negocio.
Se quedó sin preguntas.
Mejor dicho, le quedaba una, pero prefirió esperar.
—Está bien, gracias —se despidió—. Lamento haberle molestado.
—No es molestia, señor. Si es para ayudar a la ley… A su disposición.
Miquel dio media vuelta, abrió la puerta y salió de la recepción. Una vez cerrada, no se apartó mucho de ella. Aplicó la oreja a la madera y casi dejó de respirar. Por suerte las voces del médico y la enfermera le llegaron de forma nítida.
—Pobre doctor Virgili —dijo la mujer.
—Venga, Martina, no vuelva a llorar, ¿quiere?
—Es que es muy triste.
—Si al menos supiéramos de qué va lo que sea que haya pasado o en qué andaba metido… —exclamó su jefe.
—Esto no terminará así como así, ¿verdad?
—Espero que sí, ¿qué quiere que hagamos?
—Ya, es que…
—Ande, tranquilícese, que tenemos una buena tarde como para andar perdiendo el tiempo.
—¿Le paso la primera visita?
—Sí, gracias.
Dejaron de hablar. Primero escuchó un movimiento, la silla desplazándose. Luego el susurro de Martina, probablemente dirigiéndose a alguien en la sala de espera. Por último, un minuto más tarde, otra vez el ruido de la silla al ser ocupada de nuevo.
Empujó la puerta por segunda vez.
Martina se quedó rígida al verle.
—Deme la dirección del doctor Virgili. —Se plantó delante de ella igual que un vendaval inesperado.
No le dio tiempo a nada, ni a pensar siquiera. Su voz era conminante y seca. La voz de un policía acostumbrado a mandar y hacerse respetar.
Temer.
—Es… aquí cerca. —La enfermera tembló—. Aribau 31. ¿Quiere que se lo anote?
—No, gracias.
—Bien, señor.
Lamentó haberla asustado. Y todavía más cuando ella, con los ojos vidriosos, le miró y le dijo:
—El doctor Virgili era muy buena persona, ¿sabe? No sé lo que crean que ha hecho, pero… Él no era capaz de nada malo. Los pacientes le querían mucho. Esto es… absurdo…
Le cayeron dos lágrimas.
Lealtad y valor.
Tuvo deseos de rodear el mostrador y abrazarla.
—Usted sí es una buena mujer —asintió.
La dejó así, mitad llorosa mitad contenida.
Pero sin una sonrisa en los labios.
Volvía a ser un policía y la mayoría de los mortales se asustaban sin más ante eso.
La distancia hasta la casa de Pascual Virgili era de dos manzanas. Cuando trabajaba en la policía usaba el coche oficial, aunque caminar, muchas veces, le ayudaba a pensar. Ya en la guerra, con necesidades más urgentes, comenzó a utilizar las piernas para ir de un lado a otro. Ahora, si investigaba algo, iba en taxi.
Demencial.
Pero el tiempo siempre apremiaba en casos de asesinato. La mayoría de los delitos de sangre se resolvían en las siguientes cuarenta y ocho horas, cuando todo estaba fresco y reciente.
El edificio era elegante, como se correspondía con la zona, junto a la Universidad y a tiro de piedra de la plaza de Cataluña. Se introdujo en el portal y pasó junto al receptáculo de la portería, vacío, quizá por la hora o porque quien la atendiera estuviese ocupada en otras labores vecinales. Lo malo era que la enfermera no le había dicho el piso, así que se vio obligado a llamar a una puerta al azar y preguntar. Una joven adolescente se lo indicó y, como se trataba de un piso alto, bajó de nuevo al vestíbulo para tomar el ascensor. El camarín, de madera noble, subió despacio. Una vez en la planta llamó al timbre y esperó.
Le abrió una criada que fácilmente hubiese podido actuar en El Molino, por guapa, voluptuosa y pizpireta. Incluso tenía voz de tiple. Eso sí, no le sonrió para nada.
—¿La señora Virgili?
—¿De parte de quién, señor? —le preguntó con marcado acento sureño.
—Un amigo de su marido.
La muchacha no pareció muy convencida. Movió un poco las comisuras de los labios y sus ojos se revistieron de cierta incomodidad.
—Iré a ver, pero… Es que la señora no se encuentra bien, ¿sabe usted?
—Lo entiendo. —Utilizó su tono más amable y convincente—. Dígale que es importante y urgente, y que no la molestaré mucho.
—Bueno, pase y espere aquí, si no le importa.
—En absoluto.
Lo dejó en el recibidor, con la luz encendida. Un recibidor grande como una habitación y lleno de cosas, la mayoría antiguas. El piso quizá pertenecía o hubiera pertenecido a los padres de Pascual Virgili o de su esposa. Tenía aire de los años veinte o treinta. Una columna de mármol con un aparatoso jarrón encima, un retrato de una señora enjundiosa, una mesa ratona con adornos y una bandeja de plata para dejar llaves o monedas, un paragüero con varios paraguas, un armarito para poner los zapatos mojados, chanclos o abrigos…
Mateo no tenía nada. Esteve Roura era un tipo peculiar que tampoco vivía entre lujos. Pascual Virgili, en cambio, daba la impresión de ser alguien notable, por ser médico o por proceder de una buena familia.
¿Qué podía unirles?
Y aún no sabía nada de Macià y de Sunyer.
¿Y si, después de todo, no hacía más que seguir una pista falsa?
No, falsa no. La policía no preguntaba por cuatro personas sin más. Ellos y Mateo tenían algo juntos.
¿Qué?
La criada regresó al cabo de un minuto, seria.
—¿Quiere usted seguirme, por favor?
La siguió.
No mucho. Cinco pasos. Le abrió una puerta a la derecha y le hizo pasar a una especie de salita, estudio o biblioteca. Tal vez las tres cosas juntas, porque había dos butacas muy cómodas para leer, una mesa de despacho sin nada encima y muchos libros en los muebles que llenaban las cuatro paredes. La ventana daba a un patio interior, y por dentro la cubría una cortina, así que la iluminación era mortecina. La joven hizo girar la llave de la luz eléctrica, junto a la puerta, y una lámpara cenital desparramó su escasa potencia por el conjunto.
No se sentó.
Había algo más, entre las dos butacas.
Un ajedrez.
Un bello, bellísimo ajedrez hecho de marfil, con las figuras talladas por una mano de orfebre repartidas, a punto de empezar una partida, por encima de un tablero no menos espectacular.
Tomó una y la contempló.
El caballo negro.
Lo dejó justo a tiempo, cuando escuchó un rumor al otro lado de la puerta. Por ella apareció una mujer de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, vestida de negro, frágil, piel de porcelana, muy blanca, cabello perfecto, manos cuidadas. Vestía con exquisito gusto. No iba vestida de estar por casa. Era una dama.
Una dama a la que la policía le había arrebatado media vida.
—Me llamo Miquel Mascarell, señora Virgili. —Le tendió la mano—. Ante todo permítame que le dé mi más sentido pésame.
—Gracias. —Correspondió a su gesto con un apretón muy suave.
—No creo que su marido le hablara de mí.
—No, no recuerdo… Siéntese, por favor.
La obedeció. Ocupó una de las butacas, la que tenía las piezas de ajedrez negras más próximas. Había dejado el caballo ligeramente torcido con relación al resto y se le antojó que se notaba mucho.
No hizo nada.
—Necesito hacerle unas preguntas, señora. —No quiso entrar a saco en su interrogatorio.
—¿Acerca de qué?
—De lo que le sucedió a su marido.