El proceso fue lento, exasperante. Por lo menos el nicho estaba en la parte de abajo, en la segunda fila, y no hubo que trabajar en las alturas. Bajo un sol ya achicharrante los operarios quitaron la losa puesta por última vez en el año 43, al morir la mujer de Mateo, y convirtieron los restos de aquel ataúd y su contenido en una masa de madera informe que aplastaron al colocar la nueva caja. Ver lo que quedaba de su madre hizo que María se sintiera más triste y desolada. Miquel no tuvo más remedio que sostenerla, pasándole un brazo por encima de los hombros. Estaban solos. Ellos y los operarios. Los conductores del coche fúnebre y el de acompañamiento aguardaban en la calle. Una vez sellada la losa con cemento, María se acercó y le puso una mano encima.
La última despedida.
Miquel la oyó decir algo mientras los obreros esperaban que les cayeran algunas pesetas. Cuando comprendieron que la cosa estaba demasiado magra se resignaron, dieron el pésame y se marcharon cabizbajos.
Hora de irse.
A María le costó rendirse a la evidencia de que todo había pasado. Miquel no hizo nada, no le dijo nada, no tiró de ella. El sol caía a plomo sin siquiera una nube dispuesta a darles una tregua. Finalmente la mujer retrocedió y se enfrentó a su acompañante.
—Qué triste, ¿no?
—Sí.
Caminaron hasta los coches. El que había llevado el ataúd se marchaba. El suyo les llevaría a casa, como mandaban los cánones. Volvieron a ocupar sus puestos y María le dio al hombre de la gorra su dirección en Sants.
Ya no hablaron en todo el trayecto.
Y María no volvió a llorar hasta el momento de abrir la puerta de su casa.
—¿Qué voy a hacer ahora? —gimió con desaliento.
—Seguir, como todos.
—Mi marido, mamá, ahora él… No es justo, Miquel. No es justo, maldita sea.
—Ven.
La acompañó al comedor y la galería. Todo estaba igual que siete meses antes, el sillón, la mesa, las sillas… Recordó a Mateo Galvany allí, con sus aparatosas gafas, el bastón de caña de color claro, la bata vieja. Lo recordó como si la escena se hubiera producido el día anterior. María se quedó en una silla y él fue a la cocina a por dos vasos de agua. Dejó el grifo abierto unos segundos, para que saliera más fresca. Una vez llenos regresó con la hija de su amigo y ex compañero policial. Ella continuaba paralizada, las lágrimas mojando su cara, la expresión ausente. Miquel le puso un vaso en la mano.
—Bebe.
Le obedeció y él hizo lo mismo después de sentarse en otra de las sillas.
Se quedó con sed, pero no quiso volver a dejarla sola.
«Quizá podrías arreglarte con ella».
—Cuéntame eso, María.
Cruzaron sus miradas. Como si tuviera el aire retenido en sus pulmones, la mujer soltó una bocanada larga y tensa. Bebió un segundo sorbo y dejó el vaso en la mesa.
—¿Por qué dices que le mataron? —la ayudó Miquel.
—Porque el conductor se dio a la fuga.
—Tuvo pánico.
—No. Fue a por él.
—¿Cómo estás tan segura? ¿Hubo testigos?
—Sucedió algo. —Le miró con fijeza y ya no apartó la intensidad de su mirada—. Ignoro qué pueda ser, pero papá andaba metido en… No sé, simplemente…
—Tu padre llevaba años fuera de circulación y cuando le vi en octubre pasado no parecía muy dado a meterse en líos.
—Nos detuvieron hace unos días.
Logró sorprenderle.
—¿Que os detuvieron?
—Sí, a los dos.
—¿La policía?
—Claro.
—¿Por qué?
—Ni idea. —Movió la cabeza de lado a lado—. Vinieron y se nos llevaron tras poner todo esto patas arriba. —Abarcó el piso con las manos.
—¿Qué buscaban?
—¡Miquel, que no lo sé!
—¿Qué te dijo tu padre?
—Que no pasaba nada, que estuviera tranquila. Pero fue… horrible. La manera como nos trataron, la violencia…
—Cálmate. —Frenó su acceso de miedo.
María se llevó la mano a los ojos. Los frotó, apretando los párpados. Con toda probabilidad había pasado la noche en vela, así que debía de estar agotada.
—¿Quieres descansar y me lo cuentas luego?
—No, no podría. He de… soltarlo, ¿entiendes?
—Entonces hazlo —la invitó a seguir.
La pausa fue breve.
—Nos detuvieron el día 20. —Esbozó el comienzo de su relato—. Pasamos la noche en comisaría, separados, y al día siguiente, el 21, a mí me dejaron ir sin decirme una palabra. Pregunté por él y nada. Me dijeron que me fuera a casa y me portara bien. Así, en plan escuela: «Váyase a casa y sea buena». ¿Te imaginas? Tuve que venir aquí, sola, sin tener ni idea de qué estaba pasando ni saber a quién acudir.
—¿Por qué no viniste a verme a mí?
—Papá decía que vosotros ya no erais más que residuos de un tiempo olvidado. —Suspiró—. La verdad es que ni lo pensé. No se me ocurrió. El sábado pasado, de pronto, sí habló de ti. Me dijo que, si moría, te buscara.
—Y le atropellaron el domingo.
—Sí.
—¿Cuándo le pusieron en libertad?
—El 21 era sábado. Hice lo que me dijeron, vine a casa y esperé. Mortificada al máximo pasó el domingo, y el lunes, al no saber nada, volví a comisaría. Me dijeron lo mismo, que me marchara y que ya recibiría «oportunas diligencias», que no sé a qué diablos se referían. No sé cómo no me volví loca. Así estuve hasta el miércoles, cuando le soltaron.
—Seis días preso.
—Tendrías que haber visto cómo llegó.
—¿Le torturaron?
—Le masacraron. —Fue explícita.
—¿Huellas visibles?
—No en la cara, pero sí en el cuerpo. Le costaba respirar y su cojera era mucho mayor. Tenía hematomas violáceos por todas partes. —Retiró dos lágrimas de los párpados—. ¡Era un anciano de setenta y seis años, por Dios!
—¿Qué te dijo él?
—Nada, que había sido un error.
—¿Así de fácil?
—Sí.
—¿Te lo creíste?
—No lo sé —gimió—. Ya estaba en casa, era todo lo que me importaba. ¿Qué querías que hiciese? Me dijo que había sido una confusión y que no quería hablar más de ello. Yo… le vi tan mal, y sobre todo tan humillado, que ya no abrí la boca. ¿Recuerdas cómo era en sus buenos tiempos? Nunca hablaba del trabajo en casa. Lo dejaba en comisaría. Jamás fue el padre más hablador, ni el más simpático. Ya cuando lo jubilaron por su cojera se hundió anímicamente pero encima, con la guerra, Franco, la muerte de mamá… Vivía encerrado en sí mismo, y eso que en estas últimas semanas parecía más animado, incluso contento.
—¿Dices que regresó el miércoles y lo atropellaron ayer domingo?
—Estuvo tres días en casa, encerrado, mudo. Por un lado le costaba respirar y caminar, por el otro quizá se sintiese humillado por lo sucedido. Él, que había sido un inspector de policía, apaleado en una comisaría. Lo único que pude hacer fue cuidarle, que comiera y descansara. Pero cuando sacaba la cabeza por el pasillo o la puerta de su cuarto para espiarle, le veía tan abatido, la mirada fija y perdida en ninguna parte, la expresión de… —María se estremeció—. Unas veces era de rabia, pero las más era de extrema pena. Incluso una noche lloró, en su cama. ¡Le oí llorar, Miquel! ¡Papá era de pedernal, ni una lágrima, nunca, y lloró!
—Haz memoria. Algún indicio, alguna palabra…
—Ni una, te lo juro. En tres días, nada. El sábado por la noche, de pronto, me abrazó como hacía años que no me abrazaba y me dijo eso de ti: que si moría, te llamara. Nada más. Ahora me doy cuenta de que lo esperaba.
—O sea que no le detuvieron por un error como te dijo.
—Pero ¿en qué podía andar papá, o qué podía saber de… qué sé yo?
—¿Cómo era su expresión al abrazarte y decirte eso?
—Triste. Muy triste y desolada. Igual que si se acabara el mundo.
—¿Y por qué tenías que llamarme? ¿Para que te cuidara?
—Eso no tiene sentido, ¿no crees?
No. Un policía no llamaba a otro si no existía una verdadera causa.
Miquel sintió una contractura estomacal.
Conocía los síntomas.
De hecho, ya se estaba metiendo hasta las orejas en lo que fuera.
—¿Por qué salió ayer?
—Dijo que necesitaba respirar. Hacía tan buen día… Quise acompañarle pero no me dejó. Como es natural, no insistí. Hasta me pareció bien que por fin saliera de casa y diera una vuelta. Cuando pasaron las horas y no volvió…
—¿Dónde le atropellaron?
—En el cruce de Sepúlveda con Viladomat.
—¿Qué te dijo la policía?
—Me llamaron del hospital. Ellos me informaron de todo.
—¿Le hicieron la autopsia?
—No creo. El atropello fue muy violento. La causa de la muerte fue ésa y no otra. ¿Por qué iban a examinar su cuerpo?
—¿La policía no habló contigo?
—Sí, el domingo por la tarde, pero… no sé, parecían…
—¿Parecían qué?
—Contrariados.
—Explícate.
—Volvieron a hacerme preguntas. Temí que me encerraran otra vez.
—¿Qué te preguntaron?
—Si conocía a unas personas.
—Dices que «volvieron a hacerte preguntas». ¿La primera vez que te detuvieron te preguntaron también por ellas?
—Al detenerme no, ni al llegar a comisaría. Nos separaron y nada más. Pero sí al día siguiente, el sábado. Estaba sola y muy asustada. Entonces vino aquel comisario o lo que fuera. Un hombre muy siniestro. Dijo que no quería perder el tiempo. Fue lo único que quiso saber.
—¿Conocías a esas personas?
—No, nunca había oído sus nombres.
—¿Los recuerdas?
—Claro. —Sonrió con amargura—. Primero me los repitió una y otra vez, hasta que se me quedaron grabados a fuego. La forma en que me lo preguntó, en aquella celda, tan amenazante… Eran Pascual Virgili, Maurici Sunyer, Esteve Roura y Enric Macià.
—Haz memoria, María. No son apellidos vulgares como García, Sánchez o Rodríguez.
—Por eso se me quedaron grabados. Te juro que jamás los había oído nombrar, y vuelvo a recordarte lo seco que era papá.
—¿La policía te preguntó las dos veces por esos cuatro hombres?
—No. Por los cuatro la primera vez. Ayer sólo por dos de ellos: Sunyer y Roura.
—¿Tienes idea…?
—No.
Miquel se reclinó en la silla. Llevaba un buen rato envarado, inclinado hacia delante, como hacía en sus días de inspector cuando interrogaba a alguien y quería apretarle las tuercas.
Ahora le dolía la espalda.
—Es evidente que te creyeron, o no estarías aquí —le hizo ver.
—Lo sé.
—¿Quién puede saber algo de esas personas?
María Galvany no respondió.
Sus ojos sí lo hicieron.
En sus pupilas titiló una luz.
—María…
—Hay… una cosa que no les dije a los policías —musitó despacio.
—¿Por qué?
—No preguntaron. —Fue lacónica.
—Vaya por Dios. —Miquel abrió los ojos.
—Papá solía decirme que el buen testigo es el que se limita a responder a lo que le preguntan, y un buen policía es el que sabe hacer las preguntas adecuadas.
—Eso me lo dijo a mí el primer día que nos conocimos. Era una de sus máximas. —Sonrió cansino—. ¿Qué es eso que no les contaste?
—Hace un rato te he dicho que papá estaba más animado últimamente. Y que incluso parecía contento.
—Sí, es cierto.
—Se veía con alguien.
—¿Una mujer? —Además de abrir los ojos de nuevo, alzó las cejas.
—Sí.
—¿En serio?
—Bueno, tú estás con una mujer mucho más joven y tienes…
—Sesenta y cinco.
—Pues eso.
Dejó que la noticia le penetrara y calara en su ánimo.
—Mateo tenía novia —exhaló.
—Yo no diría tanto, pero que se veía con ella sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Una tarde una amiga me dijo que les había visto juntos, cogidos del brazo y todo. Traté de sonsacarle, aunque no de forma directa, y nada. Mi amiga volvió a verlos, pasando por delante de donde ella trabaja, y entonces comprendí que ya no podía ser casual.
—¿Sabes dónde vive esa mujer?
—Sí.
—¿Y eso?
—Quise estar preparada, por si acaso —dijo sincera—. La segunda vez mi amiga les siguió un par de calles y les vio meterse en un portal.
—¿Dirección?
—Calle Floridablanca 120.
—¿Cómo se llama?
—Esperanza Sistachs.
—¿Sabes cuándo pudo conocerla?
—Por Navidad, como mucho muy poco después. Es cuando a él le cambió el humor, aunque tampoco es que le durara demasiado.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
—Hará cosa de un mes, más o menos, se volvió a mostrar seco y evasivo. Y también despistado o… Bueno, a veces le sorprendía mirando por la ventana como un pasmarote, perdido en sus pensamientos, y lo criticaba más todo, la dictadura, la situación política, la represión… —María hizo una pausa—. Yo creo que a esas cuatro personas, si es que las conocía realmente de algo, las conoció en estas últimas semanas.
—¿Sabe esa mujer que tu padre ha muerto?
—Oficialmente yo no sabía nada de ella, así que…
—Entiendo.
—¿Irás a verla?
—Sí.
—¿Para…?
—No lo sé, María. Ya no soy policía. Los tiempos están cambiando y nada es como antes. Y además están ellos.
«Ellos».
Siempre «ellos».
Guardaron un breve silencio preñado de incógnitas y preguntas sin respuestas.
Hasta que él lo rompió.
—¿Puedo ver las cosas de tu padre?
Tomó la iniciativa, se levantó y caminó hasta la habitación de Mateo. Como policía, revolver las cosas de los muertos era algo que jamás había superado. Se sentía un intruso, un ave de rapiña. Pero sabía que en la mayoría de los casos siempre quedaba algo, un resto, un indicio, una pista, casi siempre apenas perceptible incluso para el más experto de los ojos. Por eso, además, se necesitaba tener buena memoria.
Recordar los detalles.
—La policía ya lo escudriñó todo —le insistió María.
—No desordenaré nada.
—No lo decía por eso, aunque pasé horas reorganizando la casa. Parecía que la hubiera arrasado un huracán.
—¿Se llevaron algo?
—Unas libretas, la agenda de teléfonos… No estoy segura. Nunca he registrado la habitación de papá. Limpiaba, hacía la cama y poco más. Los cajones eran cosa suya. No vi lo que esos agentes tocaban ni lo que cogían exactamente.
Primero, lo grande, lo evidente. Abrió el armario y miró la ropa, escasa y vieja. Se tomó la molestia de examinar los bolsillos de los pantalones y las camisas así como los de la única chaqueta y el abrigo. Nada. Limpios. El traje con el que había muerto debía de ser el mejor, o el que hubieran utilizado para vestirle en su último tránsito. Pasó a los cajones. Ropa interior, calzoncillos, camisetas, calcetines muy remendados y poco más. Una vida reducida a lo mínimo. También eran escasos los libros de la librería, casi todo novelas baratas salvo algún clásico ruso como Dostoievski. En la mesilla de noche, un trapo sucio que no quiso tocar, unas gotas para los oídos, otras gafas, un tubo de aspirinas, dos revistas de actualidad que ojeó minuciosamente, página a página, un termómetro, una cajita con insignias de las que daban en el cine con la entrada, una cajita con capicúas del autobús y el metro, una foto de su mujer…