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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (17 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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—Es nuestra, hemos pujado más que ningún otro. Cuando lleguemos a Nueva York seremos reyes, Alfredo. Sesenta y cinco mil dólares por hacer una cena de Acción de Gracias. Convertidos en esta breve escala en al menos trescientos cincuenta mil. Mañana, serán más de seiscientos mil. Y pasado mañana tendrás que seguir nuevas instrucciones.

Cerca de él, una de las prostitutas, que ya comenzaba a recuperarse del susto, le guiñó un ojo.

—Nuevas instrucciones, Alfredo —recuperaba la voz de Marrero—. Pero acátalas, puede que sean las últimas —susurró.

Salieron por la misma puerta, el coche les esperaba con el mayordomo vestido de chófer esperándoles con la puerta abierta. Regresaron en silencio, a través del túnel con los diamantes centelleantes en las paredes. Alfredo vio a lo lejos las pequeñas montañas cerca de la autopista donde habían «aparcado el avión». Unos niños sin ropa seguidos por unas mujeres esqueléticas sosteniendo pequeñas muñecas en las manos, salieron al paso. El mayordomo-chófer frenó levemente. Un grupo de militares, tan negros como los niños, efectuaron tiros al aire para que se dispersaran, pero las mujeres y los niños se aferraban a las puertas del coche. Marrero no decía nada. Los tiros parecían entrar en la piel de esas personas y el coche al fin retomaba su velocidad.

—¿Dónde estamos? ¿Qué coño es esto? —empezó a gritar Alfredo.

—Ya vi esta mañana en el avión que tienes buena tranca, hombre, espero que la de tu hermano sea menos poderosa. Vale que tenga un hijo maricón, pero que me lo desfloren cada vez..., qué fatiga me da solo pensarlo, no me extraña que prefieran morirse lentamente —fue lo único que respondió Marrero.

Alfredo se retorció de asco, de molestia, de impotencia. Vio, por el espejo de atrás, cómo no habían muerto los niños. Se levantaban, a duras penas, y volvían a esconderse en la vegetación.

CAPÍTULO 16

LA TORRE PINTALABIOS

El viaje en coche hasta el centro de Manhattan se realizó en un Lexus nuevo, negro por fuera, dulce de leche por dentro. Una combinación de colores que, por lo visto, fascina a los propietarios de los aviones privados. Marrero continuamente al teléfono y Alfredo deseando olvidar la Isla Prima. El vehículo subió por el peaje de la 42 para ir hacia Lexington y dejarle en la puerta del Screams, donde harían la fiesta.

De niño, Alfredo tuvo un sueño en el que llegaba a una esquina en Nueva York y, al cruzarla, aparecía en Londres. Sueño cumplido, a tenor de lo que vivía y se encontraba haciendo ahora. La puerta del Lexus fue abierta por una mano enguantada en el mismo color caramelo del interior. Abrigo negro, zapatos relucientes, alcanzó a verse el rostro en ellos y sintió el primer golpe del frío neoyorquino, más cortante que el de Londres. Otro coche se les aproximaba y, al llegar a su altura, sus ventanas comenzaron a descender. La señora Madoff. La reconocería en cualquier lugar pese a que ella siempre insistiera en que su cara era tan normal que, si no fuera por la gente que conoce a su marido, Bernie, ella pasaría desapercibida. Breve intercambio de saludos, incluso una pregunta sobre Patricia y si tiene problemas con la manicura, pues conocía a unas coreanas divinas que acudían a cualquier dirección. Alfredo agradeció el gesto, creía que Patricia había comentado algo sobre lo malas que eran las manicuras en Londres.

—¿Belgravia o Mayfair? —preguntó la señora Madoff, refiriéndose a los dos únicos barrios blancos y finos de la capital.

—Belgravia —respondió él.

—Todos hemos hecho mucho dinero, ¿verdad, Alfredo? Y eso es bueno —sentenció ella—, ha sido la base de nuestro imperio —matizó, mirando al suelo y recogiendo una moneda de cinco céntimos.

Alfredo se asombró, tan millonada como era, casi dueña del mundo, y el azar le seguía regalando monedas. La señora Madoff se la guardó en un bolsillo de su abrigo y se sonrió para sí misma.

—Te hemos pagado bien —continuó ella—, pero supongo que lo mejor habrá sido acompañar a Pedro a la isla, ¿no es cierto? ¿Te gustó lo que viste?

—No, señora. En realidad me dio miedo.

—Esas mujerzuelas, ya lo sé. Es que tú eres siempre muy educado, muy correcto. Y con una novia magnífica. —Siguió mirando el suelo, como si esperara descubrir monedas de mayor valor—. Así éramos mi marido y yo al principio. No tan atractivos como vosotros, claro, pero con una sana ambición.

Se quedó en silencio, no había más monedas, el suelo demasiado limpio pareció entonces asustarla, a lo mejor le devolvía un reflejo de lo que la ambición había hecho con ella. Alfredo quiso, deseó fuertemente decirle que se iba, que regresaba en cualquier vuelo comercial a Londres. Pero calló.

—Es un presagio tan extraño, Alfredo, si me permites que te haga parte de él. Como si esto fuera por última vez —comenzó a confesarle ella a medida que sus ojos se le iban llenando de lágrimas. Alfredo la sujetó por el brazo, quizá con demasiada fuerza, porque la dama se apartó y avanzó hacia el local.

El tono de las paredes del restaurante, de un furioso frambuesa y un restallante verde perico, le cegó. ¿Patricia les había permitido cambiar las paredes del Screams?

—Nos ha quedado como una selva maya —describió la señora Madoff, y el equipo responsable estalló en aplausos que fueron coreados por la tripulación de Marrero, también presentes, porque serían sus pinches y camareros.

Alfredo se encerró en la cocina tan rápido como pudo. Tenía claro el menú y cómo hacerlo. Se encontró allí con Santiago y Carmelo, los dos madrileños que tras su ida a Londres habían encontrado empleo en un restaurante «fusión» en Nolita. Vio cómo unas mujeres negras degollaban dos gallinas en el interior y la señora Madoff, que entraba ahora en las dependencias, se apartaba con asco.

—¿Gallinas? ¡Pero si es Acción de Gracias! ¿No debería ser un pavo, Alfredo? —le preguntó, de nuevo cerca de él.

—Su marido y sus hijos querían una cena mexicana —contestó.

—Qué mala muerte tienen las aves, ¿verdad? —comentó mientras contemplaba extasiada cómo degollaban a otra gallina—. No será vudú, ¿verdad? —bromeó, y él vio que jugueteaba con la moneda de cinco céntimos oculta en el fondo de su bolsillo.

—No, es para hacer ensalada de gallina. Su marido y su hijo no quieren pollo.

—Porque los hace más femeninos, es cierto. Una cena de Acción de Gracias sin pavo, ¿no será como ir vestida de rojo a una boda?

Alfredo iba a responderle, pero ella ya extendía su mano para despedirse. Y en ella un sobre muy pesado.

—En Nueva York la propina es la única ley no escrita que respetamos —dijo la señora Madoff.

—Permítame preguntarle una cosa: esta cena, exactamente, ¿qué viene a ser?

—Una cena de Acción de Gracias con platos mexicanos.

—¿Y por qué nos han escogido a mí y a Patricia para realizarla?

—Porque siempre nos gustó este, vuestro restaurante de la calle 49. Y porque los mayores nos volvemos tiernos con los jóvenes que empiezan. En realidad, Thanksgiving ya fue; mi marido y yo lo celebramos con nuestra gente los primeros días de diciembre.

La señora Madoff dejó el sobre en la encimera, al lado de los utensilios para cocinar.

—Dentro hay un extra mío. Aceptadlo, por favor. Toda mi vida quise hacer el bien a las parejas bellas que el destino cruzaba en mi camino.

Cuando la señora Madoff se hubo ido, Alfredo se colocó el delantal y bebió de un trago un café negro espesísimo. Bajó por su garganta como si fuera un brebaje destinado a hacerle miembro de alguna tribu donde se refugiaran los últimos heterosexuales de verdad, como diría su hermano David. Pensó en llamar a Patricia, pero no, aún no eran las doce del mediodía en su huso horario. Estaría durmiendo. O, quién sabe, despierta.

La fiesta se llenó de inversores, agentes y empleados de aquella firma a las siete en punto. Los americanos y su pasión por cenar a esa hora, incluso en día de fiesta. El decorador de los Madoff, un venezolano muy aspaventoso, perfecto para David, se movía entre invitados ajustándose su pajarita color fresa de tamaño XL. Llevaba zapatos rosados de esmoquin y saludaba a todas las mujeres con dos besos. Había dispuesto toda la comida en una especie de escenario giratorio, tan frambuesa como su corbata y las paredes del Screams. Unas gallinas vivas, rosadas como los zapatos, se movían extrañas en lo alto de dos pedestales de azul eléctrico. ¿No tenía Patricia una combinación similar?

Iluminadas como esculturas efímeras, las ensaladas, cada trocito de granada, tomate o pimiento, bordeando y volviéndoles collares alrededor de un cuello interminable. Entre ensalada y ensalada, los cuencos de barro rojizo repletos de guisos, los extraños pollos cocinándose a fuego lentísimo delante de los comensales, los tres tipos de pescado ahogándose poco a poco en leche de coco y el punto justo de cilantro, la carne cada vez más roja, cocinándose al ritmo de «Fumando espero» en la voz de la inmortal Sara Montiel. «Flotando el humo, me suele adormecer. Rendida en la
chaise
longue,
fumar... y amar...» El humo de los tres platos terminaba de ahumar las tortillas adheridas en las paredes del escenario, para que cada comensal las arrancara y rellenara con cualquiera de los sabores a su disposición.

Un pavo gigante, de plástico, movía la cabeza y agitaba las plumas traseras que se convertían, como era inevitable, en la bandera de Estados Unidos. Mientras todos se arremolinaban para untar las tortillas, el decorador abrió la escotilla de una jaula de donde salieron, despacio, como señoras que se adentran en un territorio desconocido, dos iguanas gigantes. Perfectamente adiestradas, fueron cada una, siempre carentes de prisa, a una esquina distinta del escenario. No asustaron a los gallos, no detuvieron el incesante plumeteo del pavo artificial, no sintieron hambre ante el olor de las viandas. Se colocaron bajo la luz que destellaba sus tonos verdes, azules, turquesas, los colores homenaje a la Isla Prima.

Alfredo decidió que no saldría de la cocina. Se sentía mal, había ido al baño varias veces. La música en la sala era terrible. Boleros que no terminaban o no les dejaban empezar. Mariachis sin trompetas, rumbas sin rumberas. Pero al final, harto de sentirse culpable, decidió asomarse a la sala principal.

La gente al principio pareció emocionada de la celebración, pero a medida que esta avanzaba se mostraba cada vez más enrarecida. Los Madoff lloraban en un rincón y hacían larguísimos y crípticos brindis por sus hijos «que jamás nos fallarán. Y por Dios, que pone a cada uno en su sitio». Los comensales no dejaban de halagar la comida, a los anfitriones y de mirarse entre ellos como si algo, sin embargo, no estuviera bien. Los postres se presentarían igual que los salados. Bandejas de arcilla, complicadas elaboraciones geométricas, estallidos de color gastronómico. Alfredo, su estómago sonando como banda mortuoria en Nueva Orleans, intentaba mejorar la disposición cuando sintió el perfume de Marrero cerca y la sonrisa benigna pero agonizante del señor Madoff.

—Mañana va a ser un gran día, querido Alfredo. No esperes a que el edificio abra para ir, preséntate antes. A las ocho en vez de a las nueve. Feliz Día de Acción de Gracias a primeros de diciembre —pronunció en su vacilante castellano, y levantó su mano mientras Marrero lo alejaba como si hubiera bebido demasiado.

Alfredo no durmió, aun estando bajo el confort de las sábanas del hotel Mandarín Oriental. Dos noches consecutivas sin dormir. Hacia las siete se metió en la ducha y estiró el brazo hacia arriba, como el saludo final de Madoff en el restaurante. Como el
Hail Hitler!
del gran exterminador de judíos de la Historia. Como el último gesto de la vida de Marion Crane, la heroína asesinada en
Psicosis,
de Hitchcock. Era la escena favorita de su hermano David. «Ese gesto último de vida, como si fuera un baile, el vals sin novio, antes de estrujar la cortina de plástico y romper las anillas que la sujetan a la barra: Arte, emoción.» Y qué diría ahora de él, pensó Alfredo, desnudo, maldormido y autoconvertido en delincuente, exactamente igual que Marion Crane; desnuda belleza, pura y solitaria antes de entrar en la muerte.

A las ocho un guardia jurado le abrió la puerta de la sede del imperio Madoff. A las ocho y un minuto Alfredo dejó atrás el puesto de seguridad y avanzó por un pasillo de granito rosa y pequeños destellos hacia una amplia puerta de cristal donde una mujer de mediana edad, con tacones tan altos como los de Patricia, se estiraba la falda de lana y le tendía su mano ofreciéndole un intraducible apellido judío. Iba a traerle los documentos para formalizar la operación de Mr. Marrero. Alfredo asintió y esperó de pie. Había otra mujer pegada a un ordenador en el que pudo distinguir a los lagartos verdes de los dígitos moviéndose hacia la derecha. La observada debió de sentir su falta de sueño o el terror por haberse vuelto la persona que jamás quiso y se giró. Su mirada devolvió a Alfredo su aspecto: una calavera consumida. La señora de mediana edad regresó indicándole que le acompañara hacia una habitación al fondo. El olor de la calefacción subía por las paredes, acababan de encenderla. El silencio en la tercera avenida era impresionante. Tantas veces pasó delante de ese edificio y jamás imaginó que lo recorrería. Una amiga de Patricia, Victoria, arquitecta, hablaba siempre mal de este edificio, conocido por los neoyorquinos como «El pintalabios» por su forma, en efecto, similar a un rouge que se desenroscara. Era un diseño de Philip Johnson, el célebre arquitecto de las gafas muy redondas, eterno acompañante de Jackie Kennedy,
enfant terrible
, rodeado de controversias, como la de que pudiera ser un antisemita declarado y proclive a que Estados Unidos formara parte del Eje antes que adalid de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Patricia sabía todo sobre él, como de tantos arquitectos. La señora tardaba en sellar carpetas y aniquilar en una destructora de papeles unos documentos al tiempo que separaba otros. Todos formaban parte de la operación en la que estaba involucrado. Era mucho dinero, más de lo que Marrero había señalado. Pensar en el edificio le calmaba. O, mejor dicho, lo hacía más indolente, anestesiándolo.

—Firme aquí. Y luego aquí. Y, por la cena de ayer, el contrato de confidencialidad.

Letra pequeña, debía leerla. Pidió un café, se lo trajeron en una vajilla muy blanca que de inmediato asoció con la que habían enviado los valencianos el día de la inauguración del Ovington. Tendría que ser la misma. Tomó el café, levantó la taza, algo parecido a una fallera estaba debajo. Lo quitaron de sus manos, no pudo ver más.

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