Decidió permanecer allí, acompañado del frío y de unos cuadros inmensos de junglas colombianas y el Botero con la figura gordísima de una mujer acariciando un gato igual. Siempre tan dispar, cuando vives prestado los cuadros no combinan con tu pensamiento, mucho menos con el clima. El frío, los cuadros, el azul hielo de las paredes y el marrón color bosque de la mesa del comedor hicieron que le entraran ganas de preparar una tarta de manzana. Mala señal, se dijo, tan mala como comenzar a anudarse la pajarita. Estaba en crisis, constató, le sobrevolaba esa cifra escrita a toda prisa en la parte de atrás de la tarjeta de Marrero.
Y tuvo la epifanía esa de la que hablaba su padre de que en el momento más inesperado alguien te enseña tu precio.
EL VIAJE A LA ISLA PRIMA
Un dígito reptó en la pantalla de un ordenador y corrió, igual que una iguana en el calor, hacia una esquina. Alfredo entró en el avión.
Qué presuntuoso resultaba el mueble-bar de acero inoxidable en el medio de pasillo, qué exagerado el espesor de la moqueta color dulce de leche. Patricia, que tenía mejor ojo que él para combinar cosas, habría aceptado la moqueta, pero tal vez en un tono menos intenso, algo más oscuro. La madera que recubría las paredes era de
wengué
, ¿de qué otra madera podía recubrirse un avión que solo tenía diez años? Alfredo recordó que su hermano David dividía a los ricos entre los que tenían habitaciones forradas de
wengué
y los que solo poseían determinados objetos de esa madera oscura, tan africana que fue socia fiel de la estética minimalista de los últimos años noventa. Sí, continuaba mirando la decoración del avión privado y anotaba cómo el
wengué
parecía cubrirlo todo, los reposabrazos, el espaldar de las butacas súper abatibles capaces de convertirse en camas de dos metros de largo, incluso las tapas de los ceniceros eran de
wengué
y los enganches de los cinturones de seguridad también. Hasta el mayordomo le servía en una bandeja de la misma madera, por supuesto, un plato de jamón de Huelva y una fuente de impactantes langostinos atigrados, realmente llamativos en sus llameantes corazas amarillas y naranjas.
Había viajado otras veces en avión privado y sabía que cada uno tiene su protocolo. Aparte de las decoraciones, butacas con o sin calefacción, con logos personales, con reposabrazos que se retraían automáticamente,
wengué
o caoba, se suponía que en un avión privado prevalecía el criterio de que eran embajadas en el aire, es decir, podían hablar mucho de sus dueños pero era preferible que lo hicieran sobre el espíritu que latía detrás de sus empresas. En el que iba a viajar a Manhattan con Marrero no había espíritu. Solo él, Marrero, sentado en el primer asiento a la izquierda del avión, el ordenador abierto sobre sus piernas, los dígitos verdes perdiéndose detrás de una imagen de un patio de naranjas.
—A un presidente de un banco venezolano le ha encantado el mueble-bar al medio —indicó Marrero, siempre ajustándose las rebeldes cirugías de su cara con ambas manos.
Alfredo se quitó calzado y calcetín. Le gustaba viajar privado con los pies descalzos.
—Pies bonitos —dijo Marrero—. Siempre había oído que eras bonito hasta en lo más oculto —sentenció, y Alfredo apretó su cinturón sintiéndose cada vez peor.
Londres se convertía en un campo de golf tan verde como los vestidos de Patricia en aquel lejano verano en que decidieron volverse inseparables. Le faltaba algo. Pronto entendió el qué: no había megafonía. Marrero seguía enviando mensajes por su móvil.
—Nunca serás millonario, Alfredo —sentenció—, porque tienes esa creencia de que la gente decente no debe aspirar a serlo. Yo era muy parecido a ti.
—¿Y cuándo te hiciste millonario?
—Hace algo más de diez años, los mismos que tú llevas en el mundo de los restaurantes.
—Te equivocas —corrigió Alfredo—. Los mismos que llevamos Patricia y yo juntos —afirmó, y sintió que avivaba en Pedro Marrero algo feroz. Puede que le gustara Patricia, como a todos los hombres. Estaba acostumbrado a ese gesto en los ojos, el estallido que inmediatamente esconde algo, como si una bala cruzara por su mirada. Pero Pedro Marrero era en extremo inteligente, Alfredo estaba seguro de que cambiaría de tema.
—No vas a encontrarte con buenas noticias en Nueva York, Alfredo —le confesó, confirmando que no se había equivocado sobre el giro en el rumbo de su conversación—. Lo que ha estallado en septiembre es realmente una guerra, siempre suceden en septiembre las grandes deflagraciones: 1 de septiembre de 1939, inicio de la Segunda Guerra Mundial; 11 de septiembre de 2001, el principio de este siglo maldito; septiembre de 2008, final de un sueño que nos hizo ricos a tantos en todos los continentes y nos hizo creer, por ejemplo, que tu trabajo, comer bien y definirlo con adjetivos fundamentalistas, «comida global», «comida para el pensamiento», «comida para la evolución», era realmente algo necesario.
—En todas las épocas la comida ha sido un símbolo de placer. En algunas incluso de sabiduría.
—En esta de la que estamos hablando, Alfredo, fue tan solo un símbolo de poder económico que mostraba a todo el mundo que podías gastar lo que quisieras porque al día siguiente tendrías otro fajo de billetes en tu mano para comprar cualquier cosa que desearas. —Alfredo reprimió un gesto de disgusto que no pasó desapercibido a Marrero—. Tenemos un vuelo largo por delante, solamente estamos tú y yo en este avión donde pueden viajar treinta y seis personas, no tenemos por qué llevarnos bien, al menos no en esta ocasión, pero me han pedido que te dé algunas instrucciones. Son fáciles. La primera es que debes duplicar los gastos de la cena.
—Mi comida no engorda. Ni a personas ni a facturas —zanjó Alfredo sintiéndose Diego de la Vega.
—En este caso sí, porque esa cantidad sobrante será una atención que tu cliente desea tener contigo.
—Es muy difícil esconder el dinero que sobra.
—Esa es la segunda instrucción: cogerás ese dinero y lo sumarás a tus ahorros en Aruba. Quiero decir, en la cuenta de Patricia. Solo unos meses, hasta que vuelva a avisarte. Es posible, muy posible, que Aruba deje de ser una buena idea.
—¿Significa que estarás encima de nosotros otros tres meses?
—Sé que te molesta, pero yo soy para siempre, Alfredo. Puede que cambie de nombre y de cara, como los dioses de la mitología griega —se rió sinceramente de su ocurrencia—, pero siempre estoy. Igual que una canción, buena o mala, perdurable por su estúpida, sencilla melodía.
—¿No podías encontrar otro cocinero que le gustara al Cliente?
Marrero estrujó sus dedos, ¿estarían tan cambiados como su cara? Con tanto poder seguro que existiría el cirujano que sustituyese sus huellas dactilares por las de algún muerto ilustre. Tener las huellas de Elvis, por ejemplo, a lo mejor en eso podría emplear el sucio dinero que iba a ganar.
—Para él la cena de mañana es muy importante, y es muy importante también que seas tú quien la elabore. Eres, como él me ha pedido que te diga, «la única persona que me recordará con una sonrisa».
—¿Va a suicidarse? —soltó Alfredo, que no medía su sinceridad cuando se irritaba.
—Somos vulgares y mezquinos, Alfredo, pero no tanto. Espero que esta sea una de las primeras cosas que aprendas en este viaje: la gente como yo ha cambiado, el lujo nos ha hecho aprender a darnos cuenta de que no pasa nada si robas, malgastas y haces trampa siempre y cuando mantengas tu apariencia de caballero.
Alfredo lo miró sin disimular su incredulidad. ¿Realmente se creía elegante Pedro Marrero, con sus pantalones de color equivocado, sus camisas que sepultaban su cuello detrás de grandes botones, sus relojes de gladiador desempleado? ¿Cómo pudieron dejarse atrapar por una persona así, un loco obsesionado por burlarse de todo y acumular dinero?
El avión parecía ganar velocidad, Marrero seguía hablándole sin que él pudiera entender ninguna palabra. Estaba, sí, detallándole una operación fiscal. De pronto solo podía pensar en esa palabra escrita en el ordenador de Patricia. Esa canción que se empeñaba en arrastrar para su iPod. Popea-Chanel. Popea-Chanel y poco a poco fue encajando sus letras en la boca de Marrero, parecía como si eso fuera lo que quisiera decirle. Popea-Chanel.
—...Porque el éxito solo trae complicaciones, porque una vez que lo tienes no es que quieras el último bocado, es que tienes que repetir todos los días la misma tarta y comértela de nuevo hasta el último bocado —estaba diciendo en realidad Marrero—. Y no engordar, vomitarla, contemplarla alejarse en el agua del
water
y repetir todo al día siguiente.
—Me has echado algo en la bebida —matizó Alfredo. Se sentía mareado.
—Dudo mucho que tus labios puedan expresar lo que dicen tus ojos, Alfredo. No soy un modelo de elegancia, es verdad, pero no me pagan por serlo. Mi auténtica elegancia está en esconder muy bien el delito bajo una apariencia legal.
—¿Qué puede haber visto mi hermano en tu hijo? —soltó Alfredo sin poder reprimirse, hablando sin pensar o pensando sin hablar, muy mala señal.
—Una buena pregunta, me la hago continuamente. Acompañada de por qué tengo un hijo maricón. La respuesta para ambas es: una absurda rebelión. Todo hijo odia al padre. Y a la madre, y a sí mismo. El mío debe de verme como me ves tú: un despropósito, un criminal. Y seguramente lo soy, pero con serias posibilidades de cambiar las cosas. No digo la Historia, pero sí al menos nuestra forma de vida. Por ejemplo, si fuera presidente, plantearía esta crisis como una guerra. No algo pasajero, solucionable, sino como una deflagración, larga, ¡muy larga!
Alfredo deseó que el avión descendiera, estallara o su voz tuviera la autoridad suficiente como para ordenar devolverle a Londres. Le vino a la mente que un joven músico español se había emborrachado tanto en un vuelo comercial que la única forma de contenerle fue haciendo regresar el aparato desde el medio del Atlántico a Madrid. Eso le dio la idea de saltar sobre Marrero y asfixiarle. Pero Pedro Marrero era excepcionalmente inteligente, le miraba y se relajaba en su ya de por sí amplia y cómoda butaca de avión privado sin dejar de mantener esos ojos fijos en él, atravesados por una llamarada de corrupción.
—Tu hermano tiene una extraña forma de VIH, imagino que son noticias inesperadas para ti.
—¡No tienes por qué utilizar a mi hermano! —le gritó.
—Pero la tiene. No creo que esté realmente enamorado del pobre de mi hijo, Alfredo, pero necesita nuestro dinero. La enfermedad va y viene en su organismo tomando en cada viaje mayor fuerza. Al parecer estos chicos de los años dos mil se relajaron mucho con los preservativos y siguieron enculándose sin protección alguna, creo que lo llaman «a pelo». El maricón de mi hijo también está infectado por el maricón de tu hermano, por si te interesa saberlo. Así pues, tenemos a dos maricones que proteger de su propia insensatez.
Alfredo, rápido como un rayo, fue hacia Marrero y le golpeó directo en el pecho. La tripulación se apresuró a sujetarlo. Marrero tosió varias veces, retorciéndose, le había dado duro. Con un gesto ordenó a sus hombres que soltaran a Alfredo.
—No siempre conocemos a nuestras familias —dijo, interrumpiéndose varias veces para respirar a bocanadas algo de aire.
Alfredo tomó la copa de
champagne
y la llevó consigo de camino a su habitación en el avión privado. Marrero le siguió y le sujetó por un brazo, obligándole a volverse. Cuando lo hizo, le dedicó una sonrisa perversa.
—Tienes que escuchar muy bien lo que voy a decirte: este viaje es el más importante de tu vida, cabrón. Tienes suerte, te han escogido. Iremos a una isla y allí verás dónde va a parar el dinero que de verdad cuenta. Se supone que escogerás los animales que utilizarás en tu menú.
—No compro animales.
—Cállate y escúchame bien, porque tengo que explicártelo y solo puedo hacerlo una vez. Al día siguiente de la cena tienes que ir al edificio del Cliente. Firmarás solo los papeles que te entregue una persona de confianza. Cogerás el dinero de tu paga y lo dividirás en dos partes, una la invertirás en una pequeña empresa familiar de gambas y langostinos tigre en Siam. La otra parte, en la fábrica de jamones en Huelva con la que ya lleváis años trabajando.
—¿Por qué tengo que firmar papeles?
—Patricia en su momento te lo explicará —dijo Marrero cerrando la puerta.
Alfredo sintió que el
wengué
despedía un olor adormecedor. Antes de que ese olor le venciera tuvo tiempo para verse reducido a un títere, y después solo veía escrito en las paredes Popea-Chanel, Popea-Chanel, comprendiendo que en ese nombre atisbado en la pantalla del ordenador de Patricia estaban escondidas todas las claves de ese extraño viaje. Abrió la puerta y volvió al pasillo. Marrero y el mayordomo le miraban extrañados.
—El
wengué
es la madera favorita de los decoradores inexpertos —dijo. Empezó a reírse—. Y de los restaurantes gays de Madrid —concluyó.
LA SUBASTA
Albergó un instante de sueño y pronto volvió a abrir los ojos. Era increíble la quietud, como si los aviones privados volaran por distintos corredores aéreos ausentes de turbulencias y los motores del aparato discurrieran sobre el cielo completamente silenciados. Alfredo sintió sed y se incorporó para ir hacia el ostentoso mueble-bar del centro del pasillo. Qué mullida la alfombra, pensó de nuevo al caminar sobre ella, y sin ningún tipo de distintivo. Patricia habría adorado ese detalle. La recordó. Quería tenerla allí y follarla las horas restantes de vuelo, contra el mueble-bar, sobre él, en las butacas, al fondo del pasillo en la suite principal y luego en cualquiera de las más pequeñas para invitados, y besarla, recorrerla, untarla, montarla, acariciarla, mojarla, bebería y seguir así, una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que no podía ser porque estaba dentro de un avión que, realmente, le alejaba de ella. O, peor aún, la dejaba en Londres, sola y creando nuevas articulaciones de la red que le había arrojado encima.
Bebió el
champagne
, demasiado fuerte, Dom Pérignon, el
champagne
de los aviones privados recién adquiridos. Alfredo no era un hombre de
champagne
, siempre terminaba por atosigar su paladar, por generar un pedo extraño, dicho llanamente. Si tuviera que escoger una marca preferiría Bollinger a cualquier otra. Le recordaba a las primeras Nocheviejas en Nueva York después del 11 de septiembre, a él y Patricia repartiéndose las atenciones de potenciales clientes deseosos de acostarse con ellos.