—Es guapo tu novio, ¿por qué le dejaste con tanta facilidad? —preguntó otra vez la Modelo, acariciándola, rodeándola con sus brazos súper femeninos. Cuando se está con alguien del mismo sexo se descubren demasiadas sensibilidades. Ella abrazaba a Alfredo como la Modelo la abrazaba a ella.
—Te habrán dicho infinidad de veces que la chica con la que te acabas de acostar no es homosexual.
—Es que yo tampoco soy homosexual —dijo la Modelo—. Soy modelo, y guapa, y me apetece de vez en cuando capturar una presa apetitosa.
Patricia se rió, se sentía halagada y súbitamente cómoda, medio resacosa y desnuda al lado de otra mujer delgada, elegante pero sin ropa, fumando algo parecido a un porro, refugiadas de lo que no sabían, entre un bidet y el váter.
—Creo que tengo la garganta seca de culpabilidad —reveló.
—No seas tan católica y española, la garganta se seca por los cambios de temperatura —zanjó la Modelo incorporándose—. Son casi las nueve y tengo un casting para una buena campaña en hora y media. ¿Quieres que te deje de camino?
—¿Dónde estamos, aparte de próximas al bidet? —dijo Patricia.
—Cerca de los canales de Regent. Deberías mudarte a esta zona, es mucho más tranquila y discreta para estos tiempos que ahora empiezan. No es mía, sino de la actriz, seguro que ella también durmió en la casa de otros.
—Aún no tenemos casa —dijo Patricia, sintiéndose tonta. Al parecer nadie duerme en su casa en Londres—, estamos en la de unos amigos.
Las dos se partieron de risa.
—Habíamos concertado una cita para ver dos esta misma mañana —terminó Patricia, volviéndose a reír.
—Terminaréis en Cadogan Gardens. Todos los recién llegados escogen Chelsea —vaticinó la Modelo.
La Modelo comenzó a probarse varios trajes que sacaba de una habitación contigua que, supuso Patricia, hacía de enorme vestidor. No se había duchado.
—¿No te duchas? —le preguntó sin más.
—Nunca antes de un casting. Esos cerdos de las agencias quieren que huelas mal para ver cuán bajo puedes llegar con tus manías —afirmó, escogiendo finalmente un traje camisero de un azul casi morado que coordinó con un sombrero de ala muy ancha más o menos del mismo color y un cinturón de piel metalizada y muy negro que ceñía al límite su cintura. ¿Tendrían todas la misma talla en Londres?
—Tengo que llevar los tacones más altos que encuentre en este armario, me encanta perder el equilibrio después de haber estado con una tía buena y nueva, como tú —dijo.
Patricia creyó que la Modelo hablaba y se comportaba como ella misma. O, se corrigió, como le gustaría comportarse a ella cuando se estableciera en Londres.
—Me gusta cómo te arreglas —comentó Patricia.
—Por todo el dinero del mundo, te suplico que no me compares con «ella», por favor.
Patricia sintió cómo todo empezaba a dar vueltas a su alrededor, sus ideas, sus manos, la laca que oía expulsar del aerosol de la Modelo. Tenía que levantarse, decidió, y vestirse con la única ropa de que disponía, la misma de la noche anterior. ¿Volvería a acostarse con esta modelo? ¿Se lo contaría a Alfredo? ¿Se podía iniciar una aventura en Londres de manera más enloquecida?
—Es que me irrita que en cada entrevista me comparen con la Modelo británica por excelencia... —seguía confesando la Modelo mientras terminaba de arreglarse, o desarreglarse con estudiado esmero, el pelo. Hablaba otra vez de ser «la próxima Kate Moss»—. A lo mejor te aburro con mi conversación —comentó, al ver que Patricia seguía respondiéndole únicamente con su silencio.
Salieron a la calle. Había paparazzi, pero no les hicieron caso. Estaban apostados ante una de las casas del otro lado de la acera en la que vivía un futbolista cuya primera novia le estaba acusando de algo, le explicó la Modelo en su lenguaje de letras engullidas.
—Son cada vez más cerdos. Se trata de los mismos que estaban anoche aquí y les pagan igual si toman una foto mía o del pobre Jake. Es jugador de rugby, no de fútbol, es una molesta diferencia: el fútbol es más poderoso; en el rugby incluso hay jugadores que se declaran gays, así de poco existen para el público. El coche atravesará la City y me dejará en Shoreditch, ya sabes, el nuevo barrio
it
de la ciudad. Todos estos fotógrafos tienen sus estudios allí.
—Es un día muy bello —alcanzó a comentar Patricia.
—Sí, desde que el mundo decidió acabarse, siempre hay sol en Londres —corroboró la Modelo.
Patricia aspiró su propio olor a adulterio, a experiencia homosexual inducida por abuso de drogas y alcohol. Todo el coche olía a laca, le recordaba a un esmalte de uñas que su mamá usaba en los primeros años de la llegada a Barcelona. Los recuerdos escogen insólitos momentos. Su madre no existía, era un capítulo liquidado. No iba a perder tiempo en imaginársela ni asociar recuerdos de Barcelona. El este de Londres empezaba a desfilar ante sus ojos colocados. Gente todavía más colocada, saliendo de lugares con música atronadora, hablando y agitando las manos, cervezas en la mano. Gays de todo tipo, jovencísimos, con pelucas afro, máscaras anti gas o enormes bucles pelirrojos. En otra esquina, una fila entera de veinteañeros pakistaníes, sin mujeres, acercándose peligrosamente a los maricas como si fueran a escenificar un
West Side Story.
La Modelo seguía absorta en la pantalla sin fondo del móvil. El coche avanzaba y no sucedía el crash entre los pakistaníes y los gays. Se abrían tiendas y bancos y empezaban a surgir hombres con trajes. Una mujer aferrada a una caja de cartón gritaba obscenidades contra el sistema y pasaban por delante de ella varones con pantalones pitillo de distintos colores, camisetas rasgadas y bufandas perfectamente balanceadas sobre los hombros desnudos. Una fila de menores entraba en su colegio vigilados por policías, los madrugadores mercados de comestibles cerrando al mismo tiempo que empezaban a circular los banqueros sin futuro. El olor de la carne, el queso, las especias, los podía identificar tanto, llevaba más de diez años acompañando a Alfredo a escoger proveedores. Se rió, la Modelo también, y ambas regresaron de inmediato a sus contemplaciones. Se había reído porque la carne, los huevos, los lácteos olían igual en Nueva York y en Londres. Lo único que cambiaba era la sensación de agitación, más lenta en Manhattan, sí, aunque se pensara lo contrario, más agitada en el este de Londres por los autobuses de dos pisos, por la diferencia de la gente moviéndose, por el colocón de la Modelo y ella, por la entrega que empezaba a sentir hacia ese escenario, Shoreditch, donde los edificios de cristal verde y acero se mezclaban con la piedra romántica, agrietada, oscura de los inmuebles de más de trescientos años. Decidió encender su iPod, conectarlo al dispositivo del vehículo. Aparecieron Pet Shop Boys con su último disco, «No tienes que ser tan grande para ser una superestrella, no tienes que vivir una vida de subidas y bajadas para triunfar, no tienes que ser bello, pero ayuda». Rieron, porque las dos eran bellas y sabían que eso sí ayudaba.
—¿Quién fue el que dijo que las cosas más terribles suceden en los días más hermosos? —comentó la Modelo, con el tono ligeramente afectado, como si quisiera convencerla de que la cita era de su propia cosecha.
Patricia no respondió. A cada columna que sobrepasaban, a cada puerta, a cada frenazo del coche en los semáforos en rojo y cada nueva arrancada, la City se le mostraba como una madre que ha llorado durante toda la noche al sentirse de repente vieja, cansada, con sus hijos abandonándola a su aburrimiento. No se movía nada, solo el automóvil con ellas dentro, asfixiadas de laca, resaca y un maquillaje que se descomponía. Ningún ruido, ni siquiera el teléfono de la Modelo cuya pantalla oscura ahora reflejaba los opulentos edificios al pasar. Empezó a ver todo ese paisaje como si de las magníficas ruinas de una nueva Roma se tratara, supervivientes de incendios pero incómodas estatuas de un silencio, una niebla sin niebla que iba atrapándolas en su clarísima oscuridad.
La Modelo volvió a hablar:
—¿Puedes imaginarlo? Dentro de esos bancos, ahora que se acabaron los años felices, debe de haber dinero que necesite... hibernar.
—¿Hibernar?
—Sí. Esconderse. Hasta el próximo periodo en que vuelva a tener valor y todos creamos que se puede ser rico sin esfuerzo.
UNA LLAMADA A MANUELA
Tenía esa cifra rondándole la cabeza.
Boat
,
tres, dos, cinco, siete, seis, cinco
. El código de su bolso Chanel adivinado por la Modelo. Nadie la recibió al entrar en la casa prestada. Se asombró de la cantidad de luz, lo sereno de sus movimientos pese a la resaca. Tenía que llegar hasta su ordenador, ya pensaría cómo solucionar todo lo que tuviera que explicar a Alfredo. Allí estaba, negro, compacto, el ruidito de sus teclas al pulsar su nombre y abrir la lista de canciones del iPod, le parecía el mejor de los calmantes o reponedores anti resaca. Escribió las cifras,
tres, dos, cinco, siete, seis, cinco,
precedidas de la palabra
boat
. Simple, una fácil contraseña.
¿Por qué ahora? Porque pensaba en frío cuando estaba colocada. La Modelo le había ofrecido una clave. El dinero de esos bancos que cerraban se evaporaba. Pero no todo. Siempre hay un dinero que se guarda, que hiberna, sí, hasta que la estabilidad regresa o los crímenes prescriben. Poco a poco fue sintiendo cómo su cabeza corría y sus extremidades, en cambio, se paralizaban. No podía escribir, ni levantarse, ni acercarse a la puerta o alejarse del ordenador. Pero no podía olvidar la unión de Popea con el combinado de números del bolso Chanel. Ni tampoco repetirlo muchas veces, porque, efectivamente, cuando quieres atajar una mínima lógica en cualquier subidón, la mente puede evaporar cualquier detalle.
Recuperó el movimiento y el aliento, estaba mareada pero nada se movía en la casa prestada. Hacía sol, radiante, y recordó que Alfredo le había advertido que en Londres no funcionaban ninguno de los clichés con los que llegan los foráneos. No llueve tanto, no se hace de noche tan pronto, y si alcanzaban a vivir hasta marzo comprobarían cómo las tardes se prolongan con sol hasta casi las siete. Que los ingleses no eran estirados, sino dispuestos a saber de todo, conocer y probar sin necesidad de verse obligados a darte su veredicto de inmediato, sino a lo mejor veinte años después.
Se llevó las manos a la cabeza. Se colaban en sus pensamientos los números del bolso Chanel. Estaban allí, seguían siendo los mismos.
Boat
,
tres, dos, cinco, siete, seis, cinco
. Y de pronto vio la palabra «fácil» escrita en algún sitio. El titular de un periódico, que descubrió, perfectamente doblado en una mesilla de la entrada. Era
El País
del día, de ese día en que estaba allí, atrapada en el vaivén de su colocón. Y leyó, «No será fácil.» ¿El qué? ¿La recuperación económica mundial? ¿Explicarle a Alfredo lo que hizo? ¿Adaptarse a Londres?
Fácil, fácil, fácil. De nuevo el subidón parecía empujarla o navegaría hacia otra ola de extensa espuma. Fácil, su vida había sido fácil, en apariencia, pero por dentro los arreglos, los secretos unidos en filas muy juntas y alineadas pero atemorizantes. Esos nombres, Graziella, Marrero, su hermana Manuela. Fácil, volvió a leer. Claro, ahora les acusarían de ser los últimos ciudadanos en el mundo que se aprovecharon del último tirón económico. Mientras hubo dinero, la gente convirtió los restaurantes y a sus intérpretes en templos y sacerdotes de un estilo de vida fácil, feliz, divertido, que empezaba a caer a un pozo sin fondo. Fácil, ella y Alfredo, los rostros de una vida fácil donde nunca había lágrimas ni penurias para llegar a fin de mes. Donde un plato podía inflarse de dinero más que de aire un soufflé.
Volvieron los números. Popea, Chanel, dos, tres. No podía permitir que su vida dejara de ser fácil. Tenía que actuar. Poner a funcionar su plan maestro. Miró la hora. Diez de la mañana. Manuela estaría durmiendo en el otro lado del Atlántico.
—Manuela —se escuchó a sí misma, el teléfono más frío de lo normal, o serían sus manos que perdían voluntad.
—Patricia, son las cuatro de la mañana. —Escuchó a su hermana incorporarse y avanzar sin colgar el teléfono hasta un baño en su casa en Nueva York, a miles de kilómetros.
—Me gustaría —empezó Patricia sintiendo el sabor de la droga en su lengua y aliento—. Me gustaría...
—Estás colocada. Otra vez, ¿nunca vas a crecer? —dijo la hermana, seca, todo lo áspera que puede resultar una persona despertada a la fuerza. Patricia, siempre atrapada en sus pensamientos, concluyó que traducía literalmente una frase muy americana. «Nunca vas a crecer» en realidad significa «Nunca madurarás».
—Necesito que me dejes acceder a tus cuentas de la empresa puntocom.
Hubo un silencio, largo, muy largo, Patricia tuvo tiempo a recuperar cierta movilidad en sus extremidades y sentir el avance del bajón.
—Te odio, Patricia.
—Son también mis cuentas —se apresuró a decir—. Solo que al ser socias en esa aventura necesito tu autorización. Es fácil, únicamente tienes que enviarme un e-mail, si quieres un sms.
—Estás drogada, estás hasta el culo y me despiertas y me jodes no solo el día sino la vida entera, hija de puta.
—Tenemos la misma madre —atajó rapidísima Patricia.
—Hija de puta igual, Patricia. No entiendo cómo puedes ser tan cruel, tan despiadada, sin que te pase absolutamente nada.
—Necesito acceso a esa cuenta.
—No es una cuenta —seguía gritando Manuela, despertaría a toda su casa, los hijos, el marido, el perro, todos hacinados en esos setenta metros cuadrados híper preciados de las afueras de Manhattan—. No sigas llamándolo cuenta. Es una sociedad, en mala hora te hice socia. Siempre tienes la facilidad de convencer a los demás de que te hagan socia.
—Creo que puedo reactivarla —dijo Patricia aparentando seriedad.
—Borracha, drogada, tienes una idea, claro, ojalá yo pudiera hacer lo mismo.
—Es muy fácil —soltó Patricia.
—Era una sociedad acabada, Patricia. Hasta que ahora, borracha, has decidido activarla. ¿Para qué?
—Hay que moverlo todo y este es el momento justo.
—¿Vas a lavar dinero? ¿Lo sabe Alfredo?
Patricia calló. Se arrepintió y habló.
—Era una buena idea la que tuviste para esa empresa, solo que el tiempo fue equivocado. Recuerda todos los premios que recibiste por crear una empresa de informadores de Internet para países en vías de desarrollo.