—No pierdes tiempo nunca. Ni siquiera en un funeral.
—Son como las bodas de nuestra época.
«ELLA» fue a Ovington. Acompañada de un séquito ruidoso, ambiguo, drogadicto y rehabilitado. Degustaron la carta del restaurante y pidió paella, sangría, croquetas y jamón. Alfredo estuvo a punto de gritar de desesperación, pero recordó una sartén muy vieja que conservaban desde Barcelona y allí preparó todo lo español. Lo sirvió al mismo tiempo, para que tuviera un «mosaico español» frente a sus ojos, Alfredo le habló de los milagros familiares españoles con los alimentos durante la posguerra. «ELLA» le miraba extasiada.
—Adoro comer. Pero adoro comer con un poquito de sabiduría —enfatizó, e introdujo una croqueta ardiente y completa en su diminuta boca.
Enero al fin terminó con los Infalibles Bellos entrando, siempre muy juntos, en la inauguración de la exposición de tallas religiosas del barroco español en la National Gallery. La crisis había conseguido que el Presidente del Gobierno español excusara su ausencia. La Familia Real no había conseguido convencer a ninguno de sus miembros y la embajada se sentía maltratada, por decirlo de alguna manera, con las ausencias, mientras Alfredo y Patricia, ella por supuesto vestida con un Chanel de los años treinta, largo y con cola, descendía la larguísima y encaracolada escalera sujeta a Alfredo. El vestido era real, Lagerfeld había enviado una nota de agradecimiento por haberlo adquirido en la última subasta de Christie's. Patricia lo adornaba con unas perlas muy pequeñas y el pelo ligeramente engominado hacia atrás, una Josephine Baker rubia. Alfredo llevaba un frac. «Créanme, es el traje más fácil de vestir. En menos de cinco minutos estoy preparado para atravesar cualquier situación. Desde un cóctel pasando por cualquier invasión, y todo el tiempo seguro de mí mismo.» Patricia sabía que el perfecto traje, hecho a la medida, había costado exactamente cuatro mil cien libras, una cifra escandalosa, dolorosa de reconocer en un momento como ese. Pero el efecto, esa bajada con todas las miradas en ellos, mejor que cualquier cabeza de Estado, celebridad o miembro de familia real, bien valía el precio. Patricia alcanzó el inicio de la exposición y se dirigió rauda al Zurbarán colgado al fondo: Un santo con los ojos casi tan profundos como los de Alfredo. La tela de su túnica tan viva como su piel y mirada; el color, un oliva que se hacía marrón al acercarse. Suspendido en un fondo oscuro, a veces negro, quizás verde. Estuvo un largo rato detenida frente a él, se sentía observada, comentada. Sabía que su atuendo combinaba a la perfección con el cuadro. Y también con el blanco marmóreo de las pieles de los jesucristos agonizantes, en las tallas, el rojo de la sangre brotando de los mismos, torturados y sublimes. «Cómo conseguían esos colores tan reales, la palidez de la muerte, el rojo de la sangre, el negro de los cabellos», escuchaba comentar a los presentes. Delante de cada talla, en las tarjetas negras características del museo, se podía leer el autor, el año, siempre ese 1600 español tan rico y retorcido, y los materiales: madera, yeso, pigmentos, cabello humano. Se sintió protegida por las magníficas tallas, era la única viva. La santa moderna, con el pelo real, corto y rubio, el cuerpo fibroso y caliente, la sangre muy roja, el pensamiento muy claro.
«Tan gore, tan español, tan nosotros», escuchaba de la voz gruesa y tumbapuertas de la Higgins, apartando personas para alcanzarles de nuevo, llamarlos «las nuevas tallas del imperio español en Londres» y conseguir separarlos.
—Marrero quiere que convenzas a Alfredo de hacer el catering de la boda de David y Pedro en Valencia.
—Alfredo jamás irá a Valencia.
—Es la boda de su hermano.
—Es la boda del hijo de Marrero.
Higgins abrió su inmenso bolso. Patricia pensaba de inmediato que Higgins era irrecuperablemente tonta. No se va a una inauguración con un bolso de trabajo. Aunque la moda se empeñe en hacerte creer que necesitas un bolso grande para todo el día, una mujer encuentra horas en el día para pasar por casa y cambiarse de todo, en especial de bolso. Higgins le acercaba un sobre.
—Como la vez anterior, Borja me ha pedido que te lo entregue.
—No creo que sea buena idea que lo lea, Lucía.
—Ha enviado otros tres, Patricia. No ha parado de llamarme para saber si te había visto.
Patricia prefirió alejarse; rodeada de todas estas tallas de personajes de la Biblia se sentía vigilada, señalada por sus modernos pecados. La Higgins remarcó su pisada con los altísimos tacones, haciendo que algunos se volvieran a verlas. Se detuvieron delante del increíble cuadro de Alonso Cano donde una virgen aprieta uno de sus senos y derrama leche sobre un santo arrodillado.
—Tú tienes un secreto mío y yo tengo un secreto tuyo —desveló la Higgins.
—Creo que estás equivocada, Lucía.
—David me ha dicho que tienes fotos mías con el negro en la
country house.
Patricia tuvo ganas de reírse. Solo a la Higgins se le ocurría construir una frase así. La carta de Borja era un pretexto.
—No acostumbro a llevar cámaras ni móviles en ninguna fiesta.
—No quisiera tener que temerte, Patricia.
—Nunca hay nada que temer, Lucía. Al final todos somos inocentes.
PATOS SALVAJES EN SAINT JAMES
Borja reapareció en el Ovington. No venía solo, sino otra vez con la idea, la excusa.
—Un libro sobre este restaurante.
—Es demasiado pronto —lanzó Patricia, el tono metálico de su negativa cuidando no parecer en exceso nervioso. Alfredo se preocupaba más por decidir qué queso
cheddar
emplearía para su crema de espárragos.
—Es el sitio del momento —decía Borja, de nuevo con la Manada reunida: Enrique sin la esposa y la Higgins con el negro, intentando aparentar oficialidad. Unos señores de aspecto alemán serían los editores, con dos chicas muy jóvenes traduciendo todo lo que Borja dijera bien en inglés o en español. David y Pedro, cada vez más bomboncitos, con ropa hiper ceñida, como si fueran un cruce de los enanitos de Willy Wonka con los de El Mago de Oz.
»Aquí se reúnen todos los que son alguien en Londres en este preciso momento histórico —continuó Borja—. La idea es una súper edición de lujo en alguna casa de prestigio, tipo Phaidon o Taschen, y no con una editorial cutre barcelonesa. Algo grande —bajó un poco su tono de voz, se agitó algo el flequillo (¿había tenido flequillo antes?) y miró hacia Alfredo, que no le veía—, como se merece Alfredo.
—El Innombrable acaba de sacar un libro con Phaidon. Todas sus recetas dibujadas por artistas vivos o muertos, todos sobresalientes —murmuró Alfredo.
—El criterio es que, pase lo que pase, en estos tiempos difíciles la gastronomía siempre nos salvará y siempre salvará a España —continuó Borja.
—Porque en todos los rincones de España hay comida y sol —dijo Patricia con un tono burlón.
—Muy demagógico —culminó Alfredo, escogiendo un
cheddar
con leves trazos de pimentón—. Pero no estoy interesado.
—Vendré con los editores a cenar.
—Necesitaréis reserva —dijo Alfredo, despachando a toda la Manada. Higgins iba a decir algo pero Alfredo ya se alejaba para regresar a la cocina.
Varias noches después, Patricia pidió a Alfredo quedarse sola en el restaurante. Él debería trabajar en el libro, propuso ella. Los editores le habían dado un adelanto. Cuando estuvo completamente sola, desembaló los platos, eran realmente incomprensibles, más allá de feos. Buscó una firma, la tenían, Palencia Lobo, el supuesto artista que había grabado las falleras en las superficies cuadradas. Vajillas del Levante, el fabricante. Patricia buscó en Google y vio las instalaciones de la fábrica, no muy grandes, y un artículo, muy reciente, que anunciaba el cierre de la misma dejando en el paro a varias familias. Miró la biblioteca de estantes de aluminio que habían mantenido desde los primeros días de Nueva York. Podría colocar allí la vajilla. ¿Por qué exponerla de esa manera? Para que pareciera parte de ellos, no algo deliberadamente escondido, pensó, mientras iba colocando platos llanos, hondos, de postre, bandejas y cafeteras en las baldas. Sintió algo, una persona vigilándola. Borja, quizá, dispuesto a romper cada plato para encontrar la factura, pero no había nadie. Miró la vajilla perfectamente expuesta. Quería empujar toda la estantería, pero no tenía fuerzas suficientes.
David pidió que Patricia le acompañara a Selfridges a buscar un jersey de rebajas. Sonaba tan torpe la excusa... David pretendió arreglarlo todo hablando de un nuevo instrumento de cosmética masculina para él y Pedrito, una suerte de rodillo, de un azul muy intenso, con ruedas en el frente para pasar por el contorno de la cara. Le dijo que Pedro y él habían firmado el libro de familia como casados. Patricia miró hacia el aparato, que desprendía un líquido. Levantó los ojos y vio a Borja subir las escaleras mecánicas del almacén.
—Queremos que Alfredo haga el catering, por supuesto.
—Tú eres su hermano, jamás te dirá que no.
—Tiene que ser en Valencia. En casa del padre de Pedrito —dijo David.
Patricia fue hacia Borja. Siempre quiso encontrarse con alguien que le significaba algo en un almacén como Selfridges.
Patricia lo tomó de la mano y se perdieron de la vista de David. Subieron otro piso, esperaron a que el baño de caballeros quedara más o menos vacío. Borja la recorría con la barbilla, ella se aseguraba de que el miembro creciera exageradamente. Entraron en el baño y un señor mayor se ajustaba el chaleco de un traje detenido en los años ochenta. Rieron, el hombre la miró reprobatorio y les dejó solos. Borja estaba desnudo en el excusado. Ella se subió a él, dirigió el pene hacia su interior y empezó a cabalgarlo tapándole la boca, él le mordía la mano, los nudillos, los dedos, y ella apretaba más el miembro. Él empezó a flaquear y ella contuvo mejor el equilibrio, apretando el glande con sus músculos hasta que él empezó a decir su nombre y la retahíla de palabras:
«NOMEHAGASESTO, NOMEDEJESASÍ, NOHAGASQUEESTESEAELÚLTIMOPOLVO, PATRICIATEQUIERO».
—El sol durará hoy más que otros días —le recibió Alfredo en el salón. Era todo ventanales delante del parque que iba de Cadogan Lane hasta Pont Street, podían ver las canchas de tenis, con gente jugando aunque estuvieran en enero. Los ingleses son así con el frío, es una cultura como la de los españoles, que están siempre venerando el sol o los brasileños la música. Los magnolios estaban floreciendo, vaya, y los rodeaban cámaras de televisión de la cadena pública. Los ingleses convierten en noticia el florecer de un magnolio y su significado: la primavera será rutilante. Y en este 2009, empobrecida. Patricia vio su ordenador encendido y la palabra Popea-Chanel. Alfredo pulsaba el
enter
una y otra vez.
—David dijo que tú y Mr. Gratis os desvanecisteis en Selfridges.
—También me dijo que quiere que hagas el catering de su boda.
—Ya están casados.
—Ya ves, ellos sí, nosotros no.
—¿También te has acostado con Mr. Gratis?
—No. Es más importante tu libro.
—He tardado tanto en entender todo lo que tienes en este ordenador. Pero ya no puedo avanzar más. Aunque asuma que nunca me dirás toda la verdad, dime al menos si Popea-Chanel es todo por lo que me has vendido.
—Piensa que yo también me he vendido.
—Con más ganas que yo.
—Igual de enamorada.
Se quedaron en silencio y vieron una bandada de patos, los que a veces dejaban escapar de St. James's Park, pasar delante del ventanal, volando un rato en libertad antes de regresar a la cárcel sin rejas de su laguna en los jardines del Palacio de Buckingham.
PLATOS CUADRADOS EN EL SUELO
Los días se volvían semanas, las semanas jamás alcanzaban a serlo, regresaban a ser días. Las noches comenzaban en el día y las bandadas de patos de St. James's Park iniciaban su vuelo para regresar a las lagunas. Y Alfredo clavaba los cuchillos contra la madera en la isla de su reino, como si en verdad estuviera ensayando para atravesar el corazón de Patricia con ellos. Disparaba una escopeta imaginaria en momentos que parecía que nadie le viese y bramaba frases que no terminaban: «Todo empezó cuando Elvis se dio cuenta de que su esposa se lo montaba con su amigo y entrenador de kárate»; «Todo empezó cuando ella dijo que estábamos en el avión equivocado»; «Todo empezó cuando esa puta modelo se encaprichó con la puta de mi novia». No eran del todo inteligibles las frases, pero Patricia creía entenderlas, moviéndose como hormigas diligentes en los labios entrecerrados de Alfredo. Pero pasaban, así como no alcanzaban a terminarse, se disipaban y de pronto él y ella estaban abrazados delante de los clientes, compartiendo un
gin tonic
, abriendo una botella de
champagne
, también disfrutando de alguna raya que Alfredo aspiraba vehemente. A Patricia no le gustaba que Alfredo lo hiciera, la cocaína había sido siempre cosa de ella, era un egoísmo arbitrario, irritante, pero no le gustaba que él la imitara.
Por enrarecido que fuera el ambiente, las buenas críticas al restaurante comenzaron a publicarse con igual frecuencia que las hordas de adictos a la celebridad.
«Un talento que desea crecer y recuperar en la cocina la cesación del oficio artístico antes que la genialidad televisada», había escrito el
Guardian.
Y el
Times:
«Raventós es la última revelación de la Armada Española que se solaza en conquistar Londres. Guapo, divertido, fielmente acompañado de la no menos atractiva Patricia, Ovington es buena comida y buen humor en momentos de desesperación». Había más,
The Independent:
«Ovington es Raventós ravishing», un juego de palabras con el apellido de Alfredo y el adjetivo que mejor les identificaba a la pareja en Londres: los
ravishing
Patricia y Alfredo. Deslumbrantes, fulgurantes, radiantes. Por dentro iba la procesión. El
Daily Mail
también se hacía pipí con Alfredo. «Gracias a dios, Londres es una capital culinaria para tener entre nosotros una estrella joven y brillante como Alfredo Raventós.» Patricia recortó esa nota y se la envió a su hermana Manuela. «Me equivoqué, me has dejado muerta, hermana. Tenías razón en mudarte a Londres. Salir en el
Daily Mail
es el no va más», respondió a Manuela.