En esa tesitura, Lucía Higgins pidió una entrevista a solas con Patricia. Cuando le fue concedida, Patricia escogió un spa de Mayfair donde acudía a realizar sus tratamientos faciales de mujer exitosa en medio de la peor depresión mundial. Higgins parecía nerviosa y apagada. Desempleada.
—Marrero me ha pedido que te exija el papel de la vajilla.
—No es un papel, Lucía.
—Está dispuesto a pagar todo lo que pidas.
—No puedo sacarlo de la comisaría hasta dentro de unos meses. Por ley indica que fue la causa de la reyerta con Alfredo y no un caso de abuso conyugal.
—Te vieron entrar en el banco de Jermyn con Regent el día de la nevada —lanzó Higgins, envejeciendo a medida que expulsaba las palabras.
—¿Y también avanzar en la nieve hasta casa de Borja? —expuso valiente Patricia.
Higgins sorbió su insípido té de spa de señoras ricas y calló.
—Tengo en mi ordenador esas fotos que siempre temiste que te habían hecho con tu novio negro en aquella casa de campo, Higgins —acotó Patricia con absoluta naturalidad.
—¡Tú misma dijiste que no existían! —mascó entre dientes, enfurecida, dispuesta a abofetear y gritar para llamar a la policía al mismo tiempo.
—Te enviaré un e-mail con ellas —sugirió Patricia sintiendo que, más que malvada, era una mujer con una precisa capacidad de movimientos. Cuando Higgins consiguiera levantarse de las comodísimas y mullidas butacas de la recepción del spa, Patricia ya estaría sentada en el asiento del taxi.
—Espero verte en la boda, me han dicho que serás la madrina —consiguió escupirle antes de alcanzar la puerta.
La nieve nivelaba todo, los pobres y ricos eran iguales, los judíos y árabes, los maricas y los ambiguos, todos esperando que cediera, que se abrieran aeropuertos, que la ciudad dejara de ser una inmensa lechería y carnicería para volver a ser la de siempre, activa, aglutinadora, sus aeropuertos acercándote cualquier orilla del mundo. El 4 de febrero, vaya, por fin un día cuatro, Patricia y Alfredo llegarían a Valencia. Dos días exactos para la boda. Marrero invitaba a todo, incluyendo su avión privado. Viajaron en silencio en el taxi. Las maletas eran de Goyard, con el célebre tapizado de la firma y las iniciales de sus nombres en gigantes letras de colores. Azul y rojo para la A. R. y rosa y amarillo para la P. V. G. Iban delante de ellos, en posición contraria, como si fueran vigilantes. Patricia estaba vestida como una Barbie de antes de que existiera la Barbie, pensó Alfredo. Vestido de tweed negro y gris, sin medias, y los zapatos cerrados al frente de interminable tacón y plataforma, sin suela roja, o sea, que serían unos Saint Laurent, seguramente todo de segunda mano de esas tiendas escondidas por todo Londres que Patricia se negaba a revelar. Eran sus hallazgos, y realmente parecía el cruce perfecto entre Grace Kelly y Evita Perón, lo más chic de cada una. Un anillo que parecía un mini sombrero de vedette de revista en su mano izquierda, la que sujetaba el cierre del bolso.
De nuevo el aeropuerto civil al norte de Heathrow. De nuevo ese largo trayecto de calles con ferreterías, restaurantes indios, chinos, judíos, hamburgueserías y estudiantes negras y obesas, rubias y medio desnudas, altos caballeros, desvalidos y pálidos, combinando cuadros en los pantalones y rayas en las camisas y americanas. Alfredo vio a un hombre sin un brazo, con un abrigo de mohair verde campiña y zapatos de tacón rojos. Sí, zapatos de mujer, con tacón, y manco. No pudo evitar señalárselo a Patricia, que pareció salir de un pensamiento muy terrible para dirigir su mirada a lo que señalaba el dedo de Alfredo.
Alfredo indicó los zapatos de tacón rojo que se veían perfectamente debajo del pantalón sin color y pierna corta. Patricia se asombró, era «tremendamente insólito». ¿Cómo podía mantener el equilibrio un hombre así?
—Excentricidad británica —dijo Alfredo, y por fin la sonrisa se abrió entre los dos.
De nuevo el avión de Marrero. Pero la decoración había cambiado. Todo era azul bebé, azul cielo. Parecía una habitación infantil. La moqueta tenía un estampado de logos. Alfredo pensó que extrañaba el wengué. Este viaje, Alfredo prefirió no descalzarse.
Patricia entró la primera. Alfredo iba a decir algo sobre el cambio, pero el tercer pasajero ya se adelantaba a besar a su novia:
—¿Te acuerdas de mí, Patricia? Soy Enrique, el amigo de... la Higgins y el señor Marrero, estuve en el Ovington con...
—Me acuerdo perfectamente —dijo Patricia, y Alfredo ya estaba detrás, con su mano sobre el hombro de ella y esta sujetándola con la mano del anillo Folies Bergère.
—¡Caramba, de verdad que juntos sois la pera! —exclamó Enrique mostrando esos dientes que parecían llevar manicura—. Me lo había advertido Borja...
Patricia musitó un delicado «Gracias» y entregó a Alfredo la hermética cartera, avanzando muy despacito hacia el asiento que sin dudar eligió. Alfredo vio cómo se arrellanaba en la butaca, como un gato que se mueve despacio en mullidas superficies.
Alfredo y el camarero se reconocieron del viaje anterior. Alfredo aceptó la copa del
champagne
de nuevo rico y Patricia ordenó un vaso de agua y se unieron al brindis de Enrique y su pulida sonrisa.
—Tenemos que aceptar la modernidad, chicos. Imaginad que a mis cuarenta y tres años me dijeran que existirían otro tipo de matrimonios. Yo en los ochenta tuve muchos amigos gays, incluso me gustaba que me tocaran en el gimnasio y me reía. ¿A quién de nosotros, guapos, no nos ha pasado? —dijo Enrique sujetando la cabeza de un carabinero que los infalibles Bellos habían reconocido del criadero de Siam.
—Alfredo nunca fue al gimnasio. Practicaba los deportes de su barrio, un partido de la liguilla del barrio, correr en la montaña... Nadar también se le da muy bien —informó más que decir, Patricia.
—En la piscina municipal, al lado del Náutico de la Barceloneta —remató Alfredo, inevitablemente tomando la mano de su novia. Enrique calló y miró su blackberry sin mensajes entrantes. Sin ningún aspaviento habían noqueado al interlocutor y ganado el primer round.
—Me gusta mucho que Pedrito haya sentado la cabeza, chicos. Le he tenido siempre un gran cariño. Igual que su padre, que sinceramente se lo tiene. Cuando supo lo de su sexualidad, a la primera persona que llamó fue a mí. «Oye, que pasa esto», y le escuché decirlo de varias maneras, tú sabes, palabras malsonantes y todo eso, pero siempre diciéndome «le quiero, es mi único hijo, coño, que haga lo que quiera», y yo le dije «Marrero, este país es la hostia, coño, la gente está encantada con los... como tu hijo, en este momento, en la tele, en los libros, en la radio». Y coño, sinceramente, cuando hicieron lo de la ley esta, mi esposa me dijo que era el acabose y el anticristo, pero yo llamé a Marrero y el cabrón me dijo, «ya sé por qué me llamas, hijo-puta». Y yo le respondí, «tenemos ley, Marrero, si no se casa Pedrito me divorcio y nos casamos nosotros».
Alfredo y Patricia no destrozaron el carabinero con sus dedos. En América la gente se horrorizaba cuando lo hacían, así que aprendieron a levantar la costra con la hoja superior del cuchillo. Era ridículo, sin duda, pero de alguna manera tenían que seguir marcando la diferencia con Enrique, que fiel a su carácter de troglodita con corbata se empecinaba en convertir el viaje en un tormento.
—David llama a Pedro «mi cachorrito salvaje» —dijo Alfredo en un momento de silencio, y Patricia dejó escapar una carcajada que cayó simpática a Enrique, imitándola de inmediato.
—Marrero ha invitado a todo quisque al evento —se abalanzó Enrique, que de verdad hablaba de más, no podía evitarlo—, o sea, que la lista tira para atrás pero de la impresión salvaje, en serio: el President, todos los del ayuntamiento, media lista del Náutico y también del Palau de les Arts, porque Marrero les ha dado mucha, muchísima pasta. Bueno, yo le he echado una manita, sugiriéndole este sí, este no —dijo, mostrando su móvil—. Aquí está toda la lista, y las confirmaciones. Antes de volar llegaron las de los mierdas de Alicante, que nos están fastidiando todo lo de los Grammy.
—¿Es cierto que haréis los Grammy en Valencia? —preguntó con exacto tono Alfredo.
—Joder, Alfredo, para la fiesta de prevenía del proyecto tendrías que hacernos algo, tío, no hay nada que impresione más a los gringos que nuestra comida. Bueno, y los horarios, claro. Pero tú cómo te comes que un lío de la hostia como esto de los Grammy, que todo quisque en el planeta, en el planeta, va a saber dónde queda Valencia por estos premios, que son lo más gordo y además latinos, coño, y vienen los de Alicante y dicen que no lo ven para poner dinero...
—Bueno, podría crearse una plataforma privada o algo mixto —continuó Alfredo.
—Los que tienen plata son ellos, Alfredo. Que esto es provincias, coño, aunque lo llamen autonomía. De verdad, como dice Marrero, tanta democracia nos ha llenado de palabras que no sabemos utilizar. —Los miró—. La boda, por ejemplo, en realidad sabéis que no la paga Marrero, ¿no? Joder, como no hay novia, resultó que Pedrito tuvo que poner toda la dote de un golpe. Entonces, su padre lo pensó: una cosa así, un evento informativo, el primer hijo gay de un ricachón de derechas que se casa, hay que hacerlo bien, por todo lo alto. Han invitado famosos, incluso gays famosos. Y joder, es que Marrero es la hostia, le dijo al mismísimo President: esto es noticia, esto sale en los telediarios y esto es promoción para la ciudad. —Volvió a mostrarles el móvil—. Aquí está todo. Los permisos para cerrar las calles alrededor de la casa porque, al no haber iglesia, Marrero quiere que los novios salgan a pasear por la urbanización en una calesa. Cono, el maricón de tu hermano la quería en rosa, al final creo que han optado por un amarillito más cuento de hadas. A ver si se les ocurre ir vestidos de falleras.
—Mi hermano es muy respetuoso con las tradiciones —dijo Alfredo.
—Es una manera de hablar, coño, que para mí y para todos esta boda es como una guinda. —Se rio de su propia ocurrencia—. Para la ciudad y nosotros, los del entorno del gobierno, que, joder, vosotros los de la izquierda siempre nos pintáis como unos carcas hipotecados al Opus y tal, y de repente, coño, la ocasión para demostrar que somos más enrollados de lo que la gente piensa. Es que la izquierda, joder, cómo dominan en los medios, vaya...
Alfredo y Patricia se concentraron en sus platos.
—Joder, no os he ofendido, ¿no? Hablo demasiado, siempre hablé demasiado —dijo Enrique.
—No estamos interesados en saber cómo se ha planificado la boda. La comida es nuestro compromiso, y punto —dijo Alfredo.
—Y será la hostia, la rehostia. Me encanta decir hostia, no hay otra palabra así en el mundo. Y brindo, ole, porque vamos a disfrutar de la comida del maestro Raventós en el evento de su hermano.
—Matrimonio. Se le puede llamar matrimonio —dijo Alfredo mirándole. Estaba claro que Enrique sabía cuándo callarse: no había comentado nada del precio acordado por cada comensal en la fiesta.
—No le digas tal cosa a mi mujer, Alfredo. Las del Opus tienen esas cosas, cuando se empecinan en una cosa es como es y punto. Marrero mismo la ha llamado para que venga y ella que no y que no y que no, pero Marrero ha mandado un cheque bien gordo a una organización de caridad de mi esposa y vendrá, pero a la cena. Comprenderás, es una fan total de tu trabajo, Alfredo.
Alfredo asintió y sonrió media sonrisa exacta, antes de limpiarse los dedos limpios en el bol con limón.
—Realmente son magníficos estos carabineros —dijo Patricia.
—Son los vuestros, ¿no? —atizó Enrique—. Los de Siam y esas cosas. De verdad, sinceramente, le decía a Marrero en Londres en una mariscada, porque sabéis que a Marrero y a mí nos pirran las mariscadas. Siempre estamos, cualquiera que sea la ciudad, mariscada aquí, mariscada allá. La otra noche en Ginebra...
—Magníficas almejas —interrumpió Alfredo.
—La hostia, tío —exclamó Enrique, entrando cada vez más en calor—. Ves, es lo que le decía a mi esposa cuando hablaba de que viajaríamos juntos, porque a ella no le gusta que venga en este avión. No comparte que Marrero sea tan..., tan...
—Hospitalario —sugirió Patricia.
Enrique dio una palmada.
—Sois la hostia, de verdad, sinceramente... ¿Dónde estaba? Cono, sí, lo de Siam. Le dije a Marrero que para qué irse tan lejos cuando los de aquí, de Palamós y todo eso, coño, los ponen en todos los restaurantes del mundo.
—Los de Siam tienen esa característica atigrada que no está mal.
—Pero carajo, donde se ponga algo español...
—Que se quite todo lo demás —dijo Patricia levantando su vaso de vino sin tocar.
Rieron de buena gana. Segundo y tercer round de nuevo ganados por la pareja P. V. G. y A. R.
El mayordomo apareció con el milhojas de frambuesas pequeñitas, el postre favorito de Patricia. Quedaba igual de rico en Nueva York, París, Londres que en una montaña sobre el mar en Vigo o en Edimburgo. El mundo, que es vulgar, se había entregado al fondant de Paquito el repostero, todo ese chocolate desparramándose sobre los platos como si fuera la metáfora del tiempo que ahora era pasado, del derroche, el dispendio, el gastar con el mismo caudal de ese chocolate derretido. En cambio el milhojas era más contenido, más exacto, como el tiempo presente, que te dejaba desnudo en la primera oración. La crema no podía excederse porque impediría que el hojaldre crujiera al contacto con el cubierto y, si alguna fruta se desparramaba, siempre podía recuperarse arrastrándola con el cuchillo. Ese era el tiempo que vivían ahora: postres discretos para modales habilidosos. Alfredo encajó como pudo que sus platos también se sirvieran en el avión de Marrero y le ofreció un cóctel a Enrique.
—Joder, tío, fueron tus inicios, todos esos sitios míticos de Barcelona, el Henry's, el Speakeasy y el Dry Martini en Aribau...
—Pequeñito y empresa familiar, sus dueños eran muy amigos de mi padre —comentó Alfredo, acercando el manhattan que había preparado en un instante. Enrique lo sorbió.
—Inglaterra te está enseñando mucho de sus medidas, tío. Este es el cóctel más light que he bebido nunca.
—Acabamos de comer, no podemos aterrizar pedos, como dirías tú —sentenció Alfredo.
—Es que lo digo una y otra vez, sois perfectos, coño. ¿No os hartáis de tanta perfección? No, claro, seguro que no, es lo que queremos todos, ¿no? Ir la hostia a todos sitios, impecables, perfumados, que la gente se vuelva y diga, coño, el tío es de puta madre, con su pinta y tal. —Iba hablando peor a medida que sorbía el cóctel. Alfredo no desdibujaba su sonrisa en todo el tiempo, y Enrique intentaba seguir el ritmo de otro sonido electrónico que expulsaba el iPod y Patricia se le acercaba para convertir el pasillo del avión privado en una cómoda, divina, discoteca aérea. Enrique le sonreía y conseguía mover un brazo más o menos a tono con el latido de la música. Se mareaba, regresó a su silla y bobamente sonriendo sorbió otro poco del cóctel.