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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (38 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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Fueron. Alfredo incluso trajo una bandeja de sus langostinos tigre rellenos con trocitos de jamón y huevo cocido, una receta que probarían en la primavera de 2010 y llamarían
prawls new decade.
La galerista los adoró, es más, los tragaba y en alguna ocasión continuaba hablando con la boca llena de huevo y langostino.

—Christian es tan tímido que no se atreve a deciros nada, pero creo que sois la pareja perfecta para nuestra nueva acción benéfica.

Patricia sonrió a Christian, un caballero evidentemente gay, de unos bien disimulados sesenta años, cincuenta de los mismos vividos escudados en el insólito soniquete de ser el sobrino-nieto del fundador de la Bauhaus. Seguramente existía una sociedad de sobrinos-nietos célebres en Londres. Los sobrinos-nietos de Freud, de Marx, de Einstein y de Greta Garbo (no recordaba si tenía hermanas la mítica actriz sueca), de Pancho Villa, de los Hermanos Marx, de García Lorca, se embalaba Patricia y la sonrisa de su humor afloraba en su rostro al tiempo que Alfredo le daba una patada para que se concentrara en la conversación.

—Hemos hecho campamentos de este tipo en lugares en reclamación como el Sahara, no sé si se dice así, pero es lo mismo, ¿no? —Hablaba la galerista muy deprisa, de nuevo con ese ahogamiento de palabras y letras que enloquece a los muy ingleses—. Pero creemos que este año el gran evento tiene que ser Haití —afirmó.

—¿Haití? —dijo Patricia—. ¿Hay construcciones de Bauhaus en Haití?

—Oh, no —empezó a hablar por fin Christian—, pero mi tío tenía una gran admiración por esa isla. Decía que tenía la forma de un escarabajo nadando en el mar.

—Oh, sí —continuó Alfredo, tomando la mano de su novia—. Igual que Cuba la de un dinosaurio en la misma agua.

—Sería maravilloso si ustedes prepararan algo como lo que hicisteis en Nueva York el diciembre pasado —dijo al galerista.

—Fue noviembre —corrigió Patricia, y Alfredo soltó su mano y se negó a volver a cogerla el resto de la noche.

—Alfredo —empezó Patricia en la oficina del Ovington—. Alfredo...

—No. No voy a hacer ninguna cena benéfica.

—Pero piensa que de salir bien, que de seguro saldrá, cambiará mucho tu perfil con respecto a esas cenas. Aquí se trata de apoyar una causa que quiere recoger dinero y centrar la mirada del mundo en una zona que nadie ve.

—Es una isla de muertos, Patricia. Es la pobreza extrema. ¿Cómo vamos a presentarnos allí con los langostinos tigre y los jamones y el cuscús de cordero y miel, aterrizando en los aviones privados, llamando la atención delante de gente que bebe agua de la calle?

—Iremos a la parte norte de la isla, más cercana de Santo Domingo.

—No, Patricia.

—Donde van los cruceros de lujo —siguió esta. Tenía razón, a pesar de que Haití es, en efecto, el emblema de la miseria mundial, una parte de la isla siempre está incluida en los cruceros más caros inimaginables. Aguas muy azules, arenas muy blancas, la pobreza, las enfermedades, el horror mantenidos a raya detrás de inmensas rejas eléctricas.

Patricia siguió viendo a Cordelia, la madre de la Modelo, galerista. Y también al sobrino-nieto. Parecían vivir juntos en Marylebone, cerca de Regent's Park y Madame Tussauds. Nunca había entrado al museo de cera y Christian decidió acompañarla.

—¿Qué quieres ver, la antigüedad, Marilyn Monroe y Elizabeth Taylor, o Angelina Jolie y los Beckham? —preguntó Christian.

—¿Sarah Bernhardt? —expuso ella con su sonrisa Patricia.

—Oh, dios mío, tendremos que comprar la entrada general y ver a Churchill y al coronel Montgomery —zanjó Christian.

Fue divertido, era prácticamente Nochebuena y no había muchos niños sino japoneses y australianos moviéndose desorientados entre personalidades blancas y occidentales. Patricia se detuvo ante Elvis y pensó en Alfredo. El Alfredo que había conocido en el taller de los Casas, el que la llevó al orgasmo en el avión a Londres. No lo pudo evitar, empezó a llorar, largo, hondo, toda su cara convertida en un desahogo. Se cubrió y alguien apartó las manos de su rostro. Era Borja. Delgado, marcado, pero el fondo de sus ojos igual de enamorado. Christian parecía esconderse detrás de los Rolling Stones para dejarlos solos.

—Somos amigos también de la galerista. Lo sé todo, y necesitaba verte una vez más —empezó Borja.

—¿Por qué estás libre? —soltó Patricia.

—Porque mi familia ha reunido la fianza.

—¿Qué quieres de mí?

—Verte. Yo no te quiero matar, Patricia. Ni pedir explicaciones.

—Hubiera preferido que la última vez de verdad fueras tú corriendo detrás de mí en la nieve.

—Ahora está nevando otra vez. Marrero sabe que has conseguido desviar el dinero.

—No podrá hacer nada, no mientras esté asociado a los Grammy Latinos.

—Me ha pedido que te busque para decirte que Higgins irá a un programa de televisión. Sí, lo han pactado, quieren que lo diga todo. Nombres, direcciones, lugares...

—No me asusta.

—No podrás pasarte toda la vida utilizando a personas, Patricia.

—¿Volverás a España o aprovecharás que estás aquí para irte hacia otra parte? —preguntó ella.

—Me iré al Caribe.

—Christian te ha hecho venir para que me convenzas de lo de Haití —entendió, siempre rápida, Patricia.

—Sí. Si no lo haces no te dará tiempo a evitar que investiguen todo lo de Marrero y estarás desprotegida. Pueden abrir una investigación a tus cuentas.

—No existen esas cuentas —insistió Patricia. ¿Cómo iba a creer que Borja quisiera ayudarla, rodeada de monstruos de cera?

—No soy la policía, Patricia. Soy el prófugo en que me convertiste. No te hablo desde la ley, sino desde el otro lado, del que no quiero que nunca conozcas.

Patricia se dio cuenta de que cerraban, se iban quedando solos, Elvis, Beatles, Tina Turner, Michael Jackson rodeado de flores. Se acercó más a Borja y aceptó el beso que sabía a cárcel y a huida, a Haití y a más barro, más abismo, más peligros abriéndose a su paso.

Tardó en llegar al Ovington, celebraban la Navidad a quinientas libras el menú y había gente esperando en la calle, rusos con la guía Louis Vuitton en las manos. Cuando bajó del taxi sintió que la miraban como si fueran a aplaudirla. Alfredo la recibió con un beso y la mirada escrutadora.

—Mira tu correo. Higgins ha ido a un programa de ex cotillas que se hacen pasar por periodistas serios. Han subido una parte a Youtube.

Patricia saludó al personal, habían crecido para esa noche, Joanie había traído nuevos adeptos a Alfredo y todos miraban estupefactos el desmesurado cerdo que presentarían como en los festines de antes, lacado y decorado con una manzana verde. Le ardía ver a la Higgins. Pulsó el enter y allí estaba, en un programa todo blanco, una especie de decorado trampa, sin puertas, sin público, un confesionario penitencial, Higgins vestida con un traje acartonado, mucho más delgada y nerviosa, intentando demostrar su inocencia. «Creo que hay intereses ocultos empeñados en empañar la ciudad de Valencia.» «Nunca hemos tenido reuniones con nadie de la trama de los Grammy», decía mientras el entrevistador, amanerado y autosuficiente, harto de su entrevistada, se empeñaba en preguntarle quiénes eran los artistas españoles que habían aceptado participar de esos Grammy Latinos. «Por dios, no se participa, uno es convocado a través de nominaciones», insistía Higgins. Y el entrevistador, histérico, arrojando papeles, «Usted está aquí para testimoniar que vio cómo hijos de cantantes célebres de este país habían aceptado estar en ese entramado de actuaciones en Valencia». Y Lucía Higgins se horrorizaba. «No, no, no tiene nada que ver. He ido a la cárcel por una falsa acusación de corrupción pública.» «Pues está en el programa equivocado, la corrupción pública no es un tema que nos interese en la televisión», gritaba el mariquita, y Higgins miraba anonadada a la cámara. Fin del vídeo.

Patricia se rio. Qué disparate, qué maravillosa era la vida que vivía. La única persona que de verdad podía soltar una liebre había menospreciado la capacidad de la televisión de mirar solo hacia donde le interesa mirar. Alfredo la vigilaba desde la cocina, las puertas del refrigerador reflejando el ajetreo del restaurante. Patricia entró en el twitter de Higgins, tenía uno, no muy activo, claro, porque acababa de salir de la cárcel. No podía dejarle allí ningún mensaje, demasiada exposición. Decidió enviarle un correo electrónico.

«Me ha encantado la parte de tu entrevista en Youtube. Has intentado algo muy loable, qué pena de programas en nuestra televisión. A lo mejor podría interesarles llamarte de nuevo si les enseñas estas fotografías.» Quiso pensar un instante antes de adjuntar los documentos. Realmente no sería capaz de tanto, ¿o sí? El adjunto tenía seis fotos de Higgins follando de aquella manera con el negro en la casa de campo. Lo que ella siempre temió era realidad, aquellos fogonazos de luz como faros de coches que pasaban eran flashes de un fotógrafo contratado por Marrero para pillar a Pedrito y a David, a ella y a la Higgins. «Good luck», escribió al final del mensaje, y dio a enviar.

De repente, en vez del último verano, era Haití, pero en avión privado. ¡Habían cambiado el azul! Patricia parecía no darse cuenta pero Alfredo no paraba de observar detalles. Ahora era todo plata, como un recuerdo de la Factory de Andy Warhol.

—Pedrito hijo, tu cuñado, ha dirigido la redecoración —dijo al fin Patricia.

—¿Desde cuándo es decorador?

—Ha hecho unos arreglos discretos en la celda de su padre —sugirió Patricia—. Allí puso un papel pintado de las vacas de Warhol.

Alfredo viajaba incómodo. El plata es un tono demasiado frío. Te pone nervioso. Vuelve cada superficie en un espejo. Le recordaba los refrigeradores del Ovington. Cuando sintieron el tren de aterrizaje moverse debajo de ellos Patricia consiguió abrir los ojos después de aniquilar pesadísimas legañas. Alfredo la miraba aterrorizado.

—Recuerdo esta pista, es la Isla Prima. Hemos vuelto a la Isla Prima —dijo.

Al salir, asfalto muy negro, como si fueran lombrices avanzando sin rumbo, el verde de los arbustos volviéndose líquido y el cielo un flash sin cámara fotográfica. Unos hombres tan negros como el suelo, delgados, casi sin rostros, venían hacia ellos y hacia el equipaje hablándoles en un francés espeso y dulce a la vez. Eran los receptores de sus falsos programas de ayuda económica, pensó Patricia.

Subieron al jeep y Alfredo se sujetó fuertemente a Patricia. Arboles sin viento, ramas amenazantes y gente emergiendo detrás de ellos, zombis, apenas vestidos, ojos de cuencas blancas, manos estirándose hacia ellos. Una ráfaga de metralleta los disuadía, Alfredo apretó aún más la mano de su novia.

—Estuve aquí. Veía la misma gente, la misma metralleta. Detén el coche.

—No podemos, Alfredo.

—Me has traído aquí, de nuevo, ¿te lo han pedido ellos?

—Alfredo, es un viaje de solidaridad.

—Detén el coche o salto ahora mismo.

Patricia ordenó detener el coche.

No había nada. Ninguna ráfaga, ningún zombi. Solo ellos dos atrapados en sus medias verdades. Alfredo no sabía cómo solucionar la escena. Patricia esperó paciente. Con un gesto, al cabo de un minuto, indicó que reiniciaran la marcha.

Llegaron a un
bungalow
paradisíaco, en un complejo privado ¿propiedad del Cliente? ¿De Marrero? Al fondo, en el quieto Mar Caribe, tan azul como el cielo del aeropuerto, un crucero de lujo fondeaba. Alfredo seguía mal, receloso, confinado en sus pensamientos. Patricia estaba más delgada, el cuerpo más felino, el diminuto bikini una gominola masticable.

—Es el norte de Haití, Alfredo. ¿Recuerdas cómo nos lo vendía la gente de los Hamptons que siempre descubrían un sitio nuevo en el planeta? «El norte de Haití, nadie se lo espera y es realmente el paraíso.» —Los paraísos siempre están cerca de la muerte —respondió Alfredo.

—De donde más apesta a muerte, creo que es la frase correcta —corrigió Patricia.

Bailaron junto a las parejas del crucero en la piscina de fondo oscuro del bungalow. Todos parecían asustados. Patricia quería hablarles pero las parejas, todas heterosexuales, preferían refugiarse entre ellos. Tenían miedo de estar allí, como había dicho Alfredo, tan cerca de la muerte y disfrutando el paraíso aún vivos. De vez en cuando aparecían los esclavos, sí, camareros en trajes tan almidonados que hacían ruido al moverse. Ruiditos, toda la noche llena de ruiditos que parecían jugar con la música, con sus perfumes, con las canciones que bailaban.

—A que no te atreves a pedir a Barry Manilow —dijo de pronto Alfredo, y Patricia creyó encontrar una tregua en su petición. Fue hacia el dj, un apuesto escandinavo con el mismo rictus de pánico en sus pómulos. Tenía a Manilow, sí, Copacabana, y de inmediato lo pinchó. El efecto fue convulso. Shock al principio y con pasos tímidos, luego osados, el clan de bellas pasajeras blancas se entregó al cancaneo. «Her name was Lola», coreaban todos. Ciertas malas canciones jamás perecen, ni siquiera en paraísos de gente asustada.

Al día siguiente el crucero marchó Santo Domingo y a la normalidad. Christian y Cordelia aparecieron en la piscina de fondo negro.

—Es realmente una maravilla, solo que cómo les explicas a tus amigos que es Haití —dijo Cordelia.

—Feliz año nuevo, casi lo habíamos olvidado —dijo Christian, vestido con un remedo de los diseños Bauhaus de su tío-abuelo.

Pasaron el día mirando el mar aparentar tranquilidad. Patricia se cambió de bikini dos veces, Alfredo se quedó desnudo otro par, parecían los únicos habitantes en esa parte de la isla. Los negros llevaban y traían platos. Alfredo se interesó por la manera en que cortaban las frutas, siempre papayas y otras similares, de interiores verdes y naranjas. Podrían hacer un
chutney
estupendo mezclándolas. Ordenó varias bolsas, que recogería cuando regresaran de Haití.

—Haití. Esto también es Haití. Solo que norte. Ricos —dijo el negro.

—Sí —asintió Alfredo, maravillado ante la fortaleza dental de su interlocutor—. Iremos a Puerto Príncipe, una semana, luego regresamos aquí de camino a casa.

—Casa. ¿Europa? —preguntó el negro.

Alfredo prefirió sonreír antes que responder. Se había acostumbrado en nada a ser servido por las mismas personas que antes había temido. «Temido» quizá no era la palabra. Que antes le habían asombrado o provocado el último resquicio de respeto que su mente podía aceptar. Tenía tanta razón Patricia: te acostumbras a vencer cosas, el miedo, la aprensión, la alucinación y también te acostumbras a entender que puedes vivir una vida regalada, fácil, en el mismo territorio donde todo es dificultad.

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