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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (34 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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Como si nada, estaban en el Ovington, los fieles recibiendo a Alfredo con un aplauso y largos abrazos. A ella parecían recelarla más, como si la hubieran descubierto. Mantuvo inalterable la sonrisa y dejó pasar un tiempo harto prudencial antes de encerrarse en el despacho a bucear en el ordenador. Así había comenzado todo, poniendo las canciones del iPod y en realidad estudiando complicadas plantillas de ingeniería financiera. El olor de Borja la sobresaltó, como si estuviera allí, detrás de ella, en vez de en vinas dependencias policiales en Valencia. Encendió el aparato, agradeció con un suspiro su sonido tranquilizador e introdujo todos los códigos. Fueron aceptados. Tenía el control.

Empezó a agitar cuentas, como preparando un cóctel. O moviendo de arriba abajo un reloj de arena. De Panamá a Hong Kong, de Uruguay a Aruba, de Macao a Trinidad. Ejercicio, la coreografía rutinaria del dinero cruzando fronteras sin protección. «Cuando te canses del sur, vete al norte. Cada cuenta es una empresa. Cada empresa es una cuento», las palabras de Marrero, ¿quería ayudarla o seguir usándola? Alfredo seguía cocinando y atendiendo entrevistas; cada vez menos españoles acudían al restaurante, venían en cambio más indios, que podían mantenerse gracias a la libra devaluada, y brasileños y chinos. Patricia anotaba sus facciones, el nombre y si realmente pudiera los números de sus tarjetas de crédito. Les miraba desde los cristales de la cocina y pensaba que esas facciones, mujeres de largas y perfumadas melenas, configuraban un nuevo orden mundial. Un nuevo ejército de ricos gastadores. Mientras ellos, los europeos, dejaban de salir a cenar y gastar en lujos, venían estos nuevos americanos, amazónicos con sangre germana y los hacedores de robots de plástico, esos chinos de Dior y Prada de tamaño liliputiense, a hacerse con todo. «Cuando te hartes del sur, regresa al norte.» Ve hacia países que jamás imaginaste que te interesarían. Ponlo todo allí, piensa en los alimentos de la Isla Prima: langostinos chinos, osos hormigueros brasileños, larvas de gusanos en Angola, hongos nucleares en Irán, caracoles de mares infestados de piratas. Patricia seguía sintiendo el olor de Borja cada vez que se sentaba delante del ordenador y pulsaba las teclas que organizaban y reestructuraban su infinito imperio financiero. Lo olía, tan fuerte, tan brillante y tan necesario y usado, Borja, el amante invisible, incapaz de hacerle romper su amor por Alfredo y sin embargo siguiéndola bajo la nieve ya derretida.

Los desayunos empezaban siempre igual en Cadogan Gardens. Alfredo desnudo sorbiendo la taza de café cada vez más negro, nada de azúcar, ella volcando el agua caliente sobre los copos de avena que convertían sus tripas en cañerías deseosas de librarse de toda suciedad.

—Dicen que el escándalo afectará al President de la Comunidad —dijo Patricia.

—Tardarán años en establecer todo el mapa de corrupciones. Creen que les servirá de mucho ese trozo de papel de la factura que escondían en los platos.

—Es una prueba definitiva.

—Ninguna prueba lo es, Patricia. Si te requisan tu ordenador, ¿encontrarían algo?

—No —reconoció ella agregando rodajas de kiwi al compuesto de avena cruda bajo agua hirviendo.

—Lo irán retardando hasta que la gente recuerde solo un escándalo más.

Patricia sintió el cruel sabor de su desayuno. Era como una analogía espantosa de su propia vida: había cambiado la juventud y la consecución de sueños por controlar una pirámide de escándalos y subidones económicos de la misma manera que había dejado atrás las noches locas por estos desayunos que limpiaban su interior y dejaban intacta su cabeza entregada a la perversión.

—Lo dices para desmoralizarme, Alfredo. Marrero y ellos estarán en la cárcel mucho tiempo.

—Y tú podrás hacer lo que se te antoje —terminó él la frase.

—Quisiera crear un Ovington más grande. Más ambicioso. Una especie de club para todos los que jamás hemos tenido un club —dio por respuesta.

—¿Para eso has hecho todo lo que has hecho, Patricia? —respondió él, avanzando hacia el baño y desfilando su preciosa carrocería por los ventanales del piso.

—Necesitamos poner el dinero, una parte de las cuentas que ahora manejamos, en un sitio. Necesitamos gastar, Alfredo, para no levantar sospechas.

—Esa es tu vida de ahora en adelante: escondiendo dinero continuamente. ¿Por qué no me pides que instale un restaurante en esta casa? Es una buena idea, lo dejamos caer a esos rusos y árabes que siempre quieren un poco más en el Ovington. Oye, venga, vayamos a nuestra casa, tenemos de todo. De todo y a lo mejor mi mujer y yo les dejamos jugar con nuestros cuerpos —explotó Alfredo—. Ese puede ser tu club.

Patricia también se desnudó. Alfredo nunca podía evitar excitarse al verla. Ella tampoco. Iban a besarse, a morderse, allí delante de los ventanales, el desayuno resbalando por sus gargantas, las ganas de hacerse daño convirtiéndose en espasmódicas caricias, la penetración en una sucesión de golpes y pequeñas imágenes en la cabeza de los dos. Un tren que avanzaba hacia la oscuridad del túnel y al salir un hombre misterioso mirándoles y sonriéndoles donde antes no había nadie. Antes de que el rostro apareciera, abrían los ojos y gemían y volvían a besarse y cada uno seguía pensando. Patricia en que todo iba a ser siempre así: violencia, amor, recapitulaciones y regaños soltados a la cara sin misericordia, y Alfredo aceptando, aceptando que Patricia ya no era parte de una monstruosidad, le había dejado solo y se había convertido ella en el único verdadero monstruo de los dos.

Marzo, abril y mayo fueron como un animal que se desplaza lentamente sobre la pantalla del ordenador. Las noticias de España se mantenían pegadas en el escándalo de Marrero y sus secuaces. A veces el famoso papel encontrado en los platos del Ovington recuperaba protagonismo y entonces Alfredo y Patricia accedieron a una entrevista con el periódico de mayor tirada y explicaron sin dobleces su relación con el prisionero y reconocieron que el pastel de bodas era un Grammy gigante de
chocolat fondant
con Petazetas. «Mi rol en la vida es cocinar fantasías. Ahora mismo ofrezco en el Ovington una anchoa rellena de aceitunas, la idea opuesta a la aceituna rellena de anchoas», subrayó Alfredo, su lección bien aprendida: cualquiera que fuera la razón para otorgar una entrevista, debía hablar de él, del Ovington y de alguna receta que llamara la atención. Volver a estar asociados a un escándalo revivió la clientela del local. A la debacle financiera de Londres y Nueva York se sumaba ahora el resquebrajamiento de la social-democracia en España. El 9 de mayo, el Presidente del Gobierno socialista anunció el final de la era del bienestar. En Ovington esa noche llegaban indios, brasileños, chinos, sudafricanos y rusos convocados por una organización, la llamada BRICES, deseosa de captar inversores, y la unión de esos países empezaría a marcar el orden mundial.

En el Ovington, Patricia miraba el nuevo mundo anunciarse, disfrutando de nuevos platos, vinos de siempre, la imperecedera sensación de que el lujo resiste a todo. Cuando salía a dar una vuelta en la pausa entre el horario de comida y la cena veía la ciudad luchando duramente por no parecer deprimida. Miraba a madres de su edad recoger los niños en la escuela con un gesto tenso en sus manos. Observaba universitarias regresar al metro con rostro de no haber conseguido nada un día más. Estudiaba a las dependientas en las tiendas para cerciorarse de que jamás, jamás, se vería como ellas, matando horas sin clientes, mirando hacia la calle también vacía, las que alguna vez compraron prendas que jamás vestirían, pulsando sus móviles negros con las yemas amarillas de sus manos nerviosas.

En esos meses, Patricia se dedicó a peinar Londres en busca de un local que hospedara su proyecto lúdico. Alfredo la acompañaba en bicicleta antes de internarse en Ovington. Stanley Hill entre Holland Park y Notting Hill les fascinaba pero, estrictamente residencial. Hacia Chelsea, Elizabeth Street, saturado. En Mount Street y Berkeley Square, ya estaban todos los clubes privados de la ciudad. Alfredo impuso su criterio: un callejón, un edificio con escalera, entre Soho y la National Portrait, bueno, incluso entre Leicester y Covent Carden. Allí estaba, casi esperándoles, el número 6 de Brydges Street, lleno de habitaciones y con una escalera principal.

Patricia necesitaba cambiar otra vez, adquirir un vestuario que la identificara. Como a una reina el papel moneda, a una actriz un rol, requería un aspecto para esta parte de la aventura. Se detuvo en un escaparate de una tienda de antigüedades sin fecha evidente, en Shoreditch High Street.

Le llamó la atención una imitación de la butaca de cuero marrón de Eames. Y de repente vio el recorte azulón, como si un bote de tinta se empeñara en desdibujarse. Wallis Simpson y el Duque de Windsor, la insólita pareja que cautivó los corazones de la generación de entre los treinta y sesenta del siglo pasado. Él abdicó al trono de Inglaterra para casarse con ella, dos veces divorciada, y americana. No era una mujer cualquiera: nacida en Baltimore, en la parte pobre de una familia que rozó la riqueza, la criaron con prendas heredadas, dicen que atravesó un entrenamiento erótico-festivo en los mejores burdeles de la China colonial y apareció en Londres, igual que Patricia, de la mano de un hombre complaciente para enamorar al príncipe de una generación. Como pareja, los Duques tontearon con Hitler, porque este les había prometido que de expandir su proyecto en Europa les devolvería al trono británico. Su abuela Graziella, claro, siempre se vistió como Wallis Simpson. Parecían la misma, su abuela quizá más exótica. Bastante más, en realidad. Pero eso era lo que tenía que hacer, rectificar la distancia entre ellas, enfrentar miedos sordos, ir hasta Edimburgo, pedirle toda la colección de Dior, Fath, Balenciagas originales y con ellos convertirse en una nueva Wallis rubia, pelo corto para el 2009. Patricia escudriñó la fotografía. Podría entrar en la tienda, adquirirla entera y tener la foto con ella. Lo hizo, entrar al menos, ver que buena parte de esa desordenada colección de muebles podría servirle para algo, decorar al fin ese sitio medio club medio burdel. Se quedaron de piedra cuando pidió un importe «wholesale» por todo el contenido. Tan solo diez mil libras y un poco de cambio que, Patricia sonrió, tenía exacto. Siempre tenía cambio exacto.

25 de junio de 2009: el día de la inauguración del Claws, el ansiado, soñado y rapidísimo en levantarse club de Patricia. Y Alfredo. El día había comenzado con todas las nubes de un día de verano agrupándose juntas en el cielo sobre Cadogan Gardens para ir de un sitio a otro, como si estuvieran aterrorizando bañistas en una playa cercana. Alejándolos hacia la izquierda y luego movilizándolos en dirección contraria, siguiendo un baile sin coreografía con el sol. Alfredo le había servido el desayuno, habían hecho el amor en la cocina, en el baño, en el vestidor y querían tomarse todas las botellas de
champagne
posible para abrir las puertas del club completamente borrachos. El teléfono no paraba de sonar, incluso follando habían respondido. La lista de invitados crecía sin límite, como si todo el mundo estuviera en la ciudad en lo más crudo de la crisis. Sin casas de verano, sin planes de viajes, sin vacaciones, era el momento perfecto para que el Claws en efecto extendiera sus garras.

Llegaron al club a las tres y cuarto, una hora doble, 15:15, y estaban entrando las flores. Todo tipo de narcisos, rojos y amarillos, para crear una especie de alfombra de bienvenida española en la puerta, hortensias extraordinarias para los baños y rosas Hollywood Pink para todos los muebles importantes: el bar, a ambos extremos, las cuatro mesas redondas de la zona de conversación, las dos columnas que daban acceso al salón de baile y también en el bar al fondo y, por último, en dos inmensos jarrones de cristal ahumado antes de entrar en el despacho de Patricia, todo espejos para ver y ser visto, el escritorio de aluminio y cristal de casi cuatro metros por cuatro metros y el ordenador cubierto de mosaicos como las lámparas disco de los setenta.

Joanie y un par de becarios, en realidad
groupies
de lo culinario dispuestos a trabajar con sueldos de becario, llegaron a las diecisiete horas y se encerraron con Alfredo en la reducida cocina. Claws no iba a servir comidas, aunque los predilectos de Patricia y Alfredo podían contar con tres de los mejores platos del Ovington precocinados y conservados en la nevera. Milhojas de bogavante. Langostinos de Siam. Queso manchego cortado muy finito, con la archi reconocida lechuga Alfredo y una cucharada de ensaladilla. Chupe peruano a la manera del Ovington, es decir, sin lactosa y con la patata irlandesa que lo hacía un tanto más mazacote, y gallina de granja del sur de Inglaterra. Flan de manzana y chocolate para los extraños borrachos que comieran dulce. Joanie y los
groupies
regresarían al Ovington, pero estaba previsto que volvieran a hacer un turno extra porque el Claws, lógicamente, se activaría en lo que cerrara el restaurante.

A las diecinueve horas llegó la orquesta. Alfredo había decidido que quería una orquesta que supiera tocar jazz al principio, con una pareja masculina-femenina de cantantes para ejecutar canciones crooner entre las once y las doce y media; después la misma orquesta sabría transformarse en ejecutores de
ska
,
reggae
,
soft hip hop
y cualquier mezcla sacada del karaoke que los miembros y presentes desearan. A la una y media habría una transición instrumental para que antes de las dos de la madrugada el disc jockey invitado hiciera lo que su talento le indicara.

Los invitados empezaron a llegar a las once de la noche, una hora mágica en Londres porque es cuando todo empieza a cerrar y solamente los miembros de clubes consiguen estirar su diversión todo lo que quieren. Patricia determinó que la canción de bienvenida fuera de Beyoncé en castellano, «ya me curé de dolor, ya te saqué de mi corazón, tú eras mi luz, pero hay amores que matan, ya no soy aquella que fue infeliz, qué sabes tú de mí, no me hagas reír, creía que eras imprescindible, voy a sustituirte». El efecto fue formidable, todo el mundo reconocía el hit de 2007 y más aún con Patricia enfundada en un manto azul cielo de lentejuelas. A medida que la canción se desarrollaba y los invitados se agolpaban para besarla, iba quitándoselo y debajo estaba vestida como una Beyoncé rubia, mitad maestra sádica, corsé de piel negra, mitad
cheerleader
treintañera, mallas de lycra lila. Detrás de ella, al principio de la escalera que conducía a los salones llenos de flores rosas, estaba Alfredo en primer lugar, y en cada escalón las doce camareras vestidas y peinadas como la reina Patricia, agitando sus manos y caderas como bailarinas de «Vogue», mientras Patricia acompañaba hacia su obra maestra lo mejor de ese Londres en llamas.

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