Entró lentamente en el enorme hall, enteramente recubierto de madera y el sofá, inmortal antes que viejo, cubierto de infinidad de tartanes. Algunos los recordaba perfectamente, cuadrados verdes encima de otros cuadrados de verde más claro y otro idéntico pero en naranjas, y delante la mesa circular caoba que parecía sangrar al instante de ser observada. Al ser el primer mes de primavera, acababan de cubrirla con las orquídeas que caracterizaban a la abuela. Iban del blanco hacia el intenso morado que también caracterizaba la elección. Desplegaban un curioso olor, de montaña y frío, de origen remoto y secretos similares. Patricia sonrió, el espejo detrás de ella la devolvió espléndida, más joven, más rubia, muchísimo más compuesta que la última vez que estuvo en ese mismo espacio, deshecha en lágrimas y gritándole a su abuela que jamás, jamás volverían a verse.
A la imagen del espejo se incorporó un hombre alto, cadavérico, Douglas, el mayordomo de la abuela. Sus ojos se iluminaron al verla. Dijo algo como que no habría podido reconocerla, habiendo pasado más de veinte años. Y que la señora Graziella la esperaba en el invernadero. Patricia le abrazó; o todos los hombres de
grandma
Graziella llevaban la misma colonia o ella perdía olfato. Le dejó que fuera delante, por el ancho y largo pasillo también cubierto de madera, y los bodegones de animales y plantas de colores similares a los tartanes de la entrada. Crujían las maderas del suelo brillante y llevando falda podía ver sus bragas plegarse al andar y los ojos de Douglas iluminando el siguiente paso. Sonrió, recordó a su madre y a Manuela vistiéndose para un baile de gala en esa casa, una acción benéfica para captar donantes para una de las alas de uno de los museos de la ciudad. Se recordó muy de niña escuchando a su madre hablarle de esos aterradores bodegones que parecían recuperar sus colores al momento que los mirabas, las granadas derramando más pepitas rubíes o las naranjas desgajándose pulposas y soleadas, el cuello de los patos estrangulados aún palpitando. El pasillo se abría en otro cuadrado gigante; a un lado la biblioteca de techos altos y artesonados con la chimenea encendida, los chippendales de nuevo cubiertos de tartanes y pieles de variados marrones. Se detuvo, y Douglas, unos pasos más allá, la esperó. Se giró para mirar el comedor, al otro lado. La mesa de roble, doce sillas tapizadas en negrísimo cuero a cada lado y el cuadro de dos cisnes desplegando sus alas delante de una cabeza de tigre amenazante. Era una visión absoluta, irrepetible. En la pared que no podía ver había un largo Manet. Y en la que sí podía ver, las cabezas de al menos veinte alces y ciervos en distintas y desordenadas alturas. Douglas seguía esperándola; debían atravesar la biblioteca, cada estantería atestada de volúmenes, algunos siguiendo un orden, pertenecientes a una colección, otros colocados como si una noche desesperada alguien los desordenara buscando una botella, drogas o el botón de un pasillo secreto. Enfrente, como si fuera el mejor cuadro de esta impresionante jaula, el gran ventanal, tan alto como toda la estancia, seis, nueve metros de cristal enmarcado por fuertes barras de hierro negro, algunos reverdecidos por las enredaderas mantenidas a raya en sus bordes. Douglas abrió las dos puertas y Patricia las cruzó sintiendo que entraba a un universo raro. El celebrado, premiado jardín de Graziella Uzcátegui en Edimburgo, la ciudad de la lluvia y el viento. Otra explanada de verdes y marrones. Miró los troncos de los robles irguiéndose hacia el cielo de nubes muy rápidas, la gravilla del camino rozando sus tacones como diminutas serpientes deseosas de morderla, orientándola hacia el invernadero: allí esperaban los sofás de hierro blanco y cojines de lana y cashmere, otra mesa de caoba quizá más usada, Douglas acercándose a una estantería de espejos en el interior y vasos de todos los tamaños, sirviéndole un escocés y desde el fondo, precedida por los altísimos tacones para sus innombrables años, Graziella, con otro traje, otro broche, el mismo pelo, la boca cerrada, estirando su mano derecha levemente engarrotada, brillante de diamantes y rubíes.
—El tiempo se niega a pasar por nosotras, querida Patricia —dijo, abriendo la sonrisa y acercando su mejilla de color Orinoco. Patricia se veía tan blanca en su cercanía. Estaba acostumbrada desde niña a no fastidiar la piel de la abuela Graziella, pero esta vez quiso que la sintiera; había vuelto, y era mucho más rica de lo que podía explicar. Y la necesitaba y sabía que la impenetrable abuela india de modales kaiserianos terminaría por agradecerle que la necesitara.
—Me habría gustado que me dieras al menos un poco más de tiempo para arreglarme,
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Graziella.
—Te veo, Patricia, aún más bella y más blanca, más anglosajona que nunca. Qué equivocada estaba en negarme a que fueras a Barcelona. Pero no perdamos tiempo recordando lo que no podemos cambiar, hija mía. Es desesperante todo lo que tengo que hacer en estos días. Toda la vida igual, cuando eres querida serás siempre requerida, decía el pobre Pedro. Te iré explicando todo. Y tú también me contarás lo tuyo. He visto magníficas reseñas de ese restaurante que lleváis en Londres. Insana ciudad, poblada solo por ladrones de todas las nacionalidades.
Hablaba deprisa y con el mismo acento de la infancia. La edad la había reducido y su empeño en ser cada vez más delgada hacía que sus huesos se escucharan. Los labios aún eran carnosos, sin intervenciones visibles, cubiertos de finas arrugas que el carmín conseguía matizar en vez de afianzar, como ocurría en las mujeres de su edad. Los ojos, más que almendrados, chinos, eran muy abiertos y marrones, la nariz alargada y de orificios grandes, la frente pronunciada, despejada como un cielo tropical en tiempos de sequía, el cuello lleno de músculos prensados que recordaban las raíces de un árbol de caucho. Era una máscara hechicera de alguna isla del Pacífico. Y una enciclopedia andante de la evolución de la cirugía plástica en el final del siglo XX. El pelo era una crin replegada, atrapada en un moño que podía tomarse más de seis horas de reconstrucción diaria.
—Me inspeccionas, querida Patricia, como si necesitaras que otra vez te explicara quién soy.
—Venezolana, viuda dos veces, exiliada... —comenzó a repetir Patricia, como hacía de niña cuando la misma mujer le decía esas palabras.
—Amada y odiada, como tanto has deseado tú y ahora, al fin eres.
En el almuerzo, la abuela fue todo preguntas y sus propias respuestas. Patricia pidió sentarse de cara al Manet y no a las cornamentas de los alces; se quedaría otra noche más seguramente y al siguiente almuerzo podría enfrentarlos. La abuela seguía arreglando el mundo, no siempre cronológicamente, pues iba del momento en que sus vidas se distanciaron, al parecer, en palabras de Graziella, porque Patricia descubrió que el abuelo Pedro había sido un tortuoso y torturado jefe de inteligencia y que muchas de las maravillosas riquezas que decoraban ese impresionante piso en la mejor dirección de Edimburgo se habían comprado o robado con dinero más que corrupto del siglo pasado. La abuela se encargaba de recordarle las palabras que había empleado su nieta veinte años atrás: «Ladrona, llevas la muerte en las manos, en las paredes de esta casa, siempre te perseguirán fantasmas.» Graziella recordaba sin perder la sonrisa, su perfecta dentadura también inmune al paso del tiempo. Patricia la miraba cortar la carne, reuniendo la sangre con la hoja del cuchillo, desgranando el interminable listado de insultos que le profirió. Recordaba la escena en el hall de entrada con su madre empeñada en doblar los tartanes y Manuela ocultándose en el pasillo. «Criminal, te has aprovechado de las miserias», continuaba Graziella sin romper la cadencia de su voz educada, «de las debilidades de otros para construir este castillo. Aquí te morirás, llena de secretos, de muertes sin nombre». Patricia escuchaba sin cortar nada en su plato. Recordaba tan nítidamente todo lo sucedido. Tendría dieciséis años, había leído muchos de los libros de esa biblioteca; odiaba, sin poder explicarlo, la perfección alrededor de esa abuela tan distinta a ella, de otro color, otras facciones y, sin embargo, infinitamente más elegante que todo lo que ella pudiera aspirar a ser. Siguió recordando cada verano anterior a la confrontación, el miedo en el cuerpo en el tren que la hacía recorrer Europa desde Viena hasta la apartada Edimburgo llena de preguntas: ¿Por qué vive tan lejos la abuela india? ¿De dónde viene toda esta riqueza? ¿Por qué es india y nadie dice nada? ¿Quién era mi abuelo Pedro? ¿En qué dictadura se mancharon de sangre? ¿Por qué dicen que nunca fueron culpables? Su madre callaba, su hermana sugería que no se hiciera más preguntas y disfrutara esos meses en el frío Edimburgo aprovechándose de la infinita vida social de la abuela, las maravillas atesoradas en esa enorme casa. Pero Patricia no podía evitarlo. Cada año arreciaban las dudas y el asco, el desprecio, el odio hacia esa mujer de uñas perfectas y diamantes brillantes, enseñándole a poner una mesa, a discernir qué postres se comían con cuchara y cuáles nunca jamás. «Mataban hombres inocentes debajo del garaje de tu casa en Caracas», gritó y repitió desesperada hasta que esas manos cubiertas de diamantes y uñas nacaradas la abofetearon y la voz grave y pastosa ordenó que no volviese jamás.
Douglas recogió los platos y sirvió café para Graziella y otro vaso de whisky para Patricia. «Deberías aprender de mí y tomar café. Este es venezolano, ya sabes, igual que mi acento y mis rasgos, es lo que siempre me hará diferente.» Patricia la cogió de la mano.
—Necesito que me hagas un favor.
—Ni siquiera me has dicho que me perdonas, querida Patricia —sugirió
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Graziella.
—Estoy aquí. ¿No es suficiente?
—Eres tan alemana, incapaz de prolongar un poquito más el melodrama.
—El melodrama es un invento austríaco,
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Graziella.
—Que lo hayan inventado no significa que lo sepan explotar. Está bien. Comprendo que me has perdonado y que ahora vuelves a necesitarme. ¿Me permites una pregunta final?
Patricia asintió.
—¿Has sido muy puta, Patricia?
—¡Hum! Mucho —respondió la interrogada, primero abriendo los ojos y luego dejando escapar una carcajada.
—Es un castigo en la familia. Debe de ser algo indígena, sin duda. Y también que los hombres de ahora no quieren asumir que les escogemos precisamente para que calmen, instruyan este apetito.
Patricia la observaba sin ocultar su recuperada admiración.
—Sí, Patricia, hay mujeres que nacemos putas y toda esta modernidad o liberación, como quieras llamarlo, no ha hecho más que hacernos unas putas arrepentidas, lo peor que le puede pasar a una puta.
—Abuela, no puedo estar de acuerdo.
—Paso mucho tiempo aquí sola, pensando. Viendo cómo las cosas cambian y mi cabeza sigue igual.
—¿Sigues consumiendo,
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Graziella? —preguntó Patricia con toda la inocencia posible.
El silencio no fue opresivo sino curiosamente profesional, como si este reparto, breve y conciso, de verdades, fuera necesario para una negociación más importante.
—La calidad de todo lo bueno que conocí, Patricia, ha disminuido tan brutalmente con el paso del tiempo...
—El pelirrojo es quien la consigue, ¿no? —insistió Patricia. Graziella revisó algo inexistente en sus larguísimas uñas.
—¿En qué puedo serte de ayuda, querida Patricia? —culminó Graziella.
—Quiero que me hagas heredar buena parte de tu colección en una fundación que estoy a punto de levantar.
Graziella levantó una mano y Douglas reapareció de inmediato, se inclinó hacia ella y Patricia entendió que ordenaba que le sirviera
champagne
. Douglas desapareció y Graziella alisó sin necesidad alguna su vestido.
—Toda mi vida, Patricia, he aceptado que crean que vivo rodeada de falsificaciones...
—No lo son —interrumpió Patricia querida.
—Siempre he tenido más enemigos que amigos, Patricia. Contigo la excepción, que has pasado por todo, nieta, nieta predilecta, enemiga y ahora de nuevo amiga. Es cierto que debe molestar que todo lo que poseo sea privado. Pero siempre tuve claro que lo que de verdad les molestaba es que lo tuviera una india, como yo.
—Es típico de los latinoamericanos sentirse minusvalorados,
grandma
Graziella.
—Sé que lo consideras tonto, porque eres rubia y con pasaporte austríaco, pero qué le vamos a hacer, a lo mejor el mundo es injusto y todo depende de la suerte. Suerte, Patricia, es lo único que han tenido países como el mío. Suerte. Tuvimos dinero para comprar lo incomparable.
—En el fondo era mejor que los creyeran falsos —agregó Patricia en lo que su abuela le permitió.
—Absolutamente. Eso fue lo primero que me enseñó tu abuelo: nunca lleves la contraria a nadie en público. Atácalos detrás de las cortinas, destrúyelos lentamente a través de sus propias debilidades y contradicciones.
—Todo el mundo tiene una contradicción —murmuró Patricia.
—Como tú ahora, querida mía. ¿En qué puedo ayudarte para que lleves adelante esa fundación con mis obras?
Patricia vio cómo Douglas y Alfonso entraban para ayudarla a levantarse y dirigirla hacia la biblioteca. Graziella los dispensó y estiró su mano cartierizada hacia Patricia.
Había fuego en todas las chimeneas, la casa olía a canela y madera. Douglas y Alfonso reaparecieron en la biblioteca, cerca de los sofás, y repitieron la ayuda para sentarla, colocando cojines estratégicos para hacerla parecer lista para una entrevista televisiva. Douglas acercó una copa alta y de un cristal de múltiples verdes a cada una, Alfonso derramó el
champagne
, impecable, brut, apretando músculos desconocidos en su recorrido, y como si aprehendiera la cadencia de esos olores en su entorno, Patricia poco a poco reveló a su mítica abuela todo lo que había hecho antes de volver a Edimburgo.
—Siempre dije que tanto ordenador no podía ser bueno para la humanidad —intentó sintetizar Graziella al final del relato—. Por lo que entiendo, eres inmensamente rica pero no puedes disfrutarlo. Vaya, es una metáfora del tiempo que vivimos, querida mía. Cuando tu abuelo y yo salvamos todo lo que pudimos de Venezuela, nos dimos cuenta de que teníamos mucho más de lo que imaginábamos y que afortunadamente en Europa se morían de hambre y necesitaban unos ricachones suramericanos o de donde fuera. Nadie nos hizo preguntas, abríamos cuentas en todos los bancos y en todos los países. Era increíble tener dinero en liras y en francos y también en libras y francos suizos, y hasta en pesetas. Nadie investigaba, me miraban llegar en Rolls al banco y extender las chequeras con los diamantes y cero preguntas.
Zero
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Nien
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