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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (40 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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Respiraba fuerte, como si recuperara aire y al mismo tiempo ese oxígeno la fortaleciera para explicarse ante Alfredo.

—Tengo dinero para crear una asociación benéfica para ayudar a la reconstrucción —empezó a decir.

—Espera a que estés en Europa, Patricia.

—No, tiene que ser ahora. Mi sistema es fácil, Alfredo. Se trata de mover dinero de un sitio a otro. No puedo explicarlo ahora, no quiero que lo sepas. No es por desconfianza, es para no pringarte. Venía aquí con esa idea en la cabeza. Crear una fundación a través de la de Christian para que algo de ese dinero que conocemos sirva de... ayuda.

Alfredo no dijo nada. Patricia tecleó sus contraseñas. Sonó el aria de Popea-Chanel y también «Picture this». Siguió tecleando, creando una nueva carpeta en sus servidores. Fundación Bauhaus, escribió, fue lo primero que se le vino a la mente. Pondrían cien mil dólares, una aportación de Graziella van der Garde y Two Monsters Together. Sintió un nuevo temblor, a lo mejor en verdad era otro movimiento sísmico pero lo que sentía era por dentro, el darse cuenta de que esa fundación ampararía todos sus movimientos a partir de ahora. Al convertirse en una benefactora de la reconstrucción de un país, el más pobre del mundo, podría movilizar cualquier cantidad de dinero en aras de un fin humanitario. La jugada perfecta. Mejor que el Velázquez 101.

—Fácil —escuchó decir a Alfredo—. Fácil final feliz. Incluso tienes
wi-fi
. No hay luz, no saben cuántos muertos se contarán, pero hay
wi-fi
.

—Entonces quedémonos —dijo, el acento austríaco creciendo.

—Nos desalojan, Patricia. Somos prioridad internacional.

—¿Y no sientes nada por ellos, por los centenares, los miles que vivían aquí, subsistiendo en la nada y ahora convertidos en más nada?

Alfredo calló. Patricia se imaginó desprendiéndose de ropa en el vestíbulo del hotel, pulseras, zapatos, pendientes, collares, reloj, sí, aunque no hubiera traído el bueno, zapatos, maletas, el propio ordenador, darlo todo, subirse a los convoys donde les devolverían a los aeropuertos en el norte o en Santo Domingo, a su avión privado, aunque fuera alquilado... Era demasiado.

Accionó los chips, creó la fundación, dispuso que los primeros cien mil dólares estuvieran en la cuenta que Marrero había abierto en esa isla cuando viajó junto a Alfredo.

—¿Estás robando dinero? —exclamó Alfredo.

—No, estoy creando esa fundación.

—Patricia, por dios.

—Estoy creando una fundación que recuperará dinero para reconstruir lo que no se puede reconstruir. Sí, y detrás de esa fundación estará todo el dinero que necesitamos limpiar. Ahora lo sabes todo, ahora no queda nada más que ocultar. Ahora sabes que puedo convertir estas muertes en más dinero, más gloria, más tapaderas, más engaño.

Y empezó a llorar, a aullar aferrada al ordenador, pulsando enter una y otra vez.

Fue así, pulsando, que accionó una canción. «Como un lobo, paso a paso, voy detrás de ti», escucharon los dos. Bosé, el movimiento líquido de la canción y el sol oscureciéndose sobre la ciudad devastada. «Voy detrás de ti, paso a paso.» Patricia se hacía tan pequeña, se encogía, no dejaba de temblar y sudar, de pedir perdón, de intentar ofrecer una explicación.

—Ya está bien, Patricia. No podemos cambiar nada. Vendrán a buscarnos, nos sacarán de aquí. Sorteamos todos los peligros, convertimos en oro el lodo de la muerte.

—No es culpa nuestra —dejó escapar.

—No se trata de culpas, Patricia. Todo el tiempo, mientras no te encontraba, sabía que estarías viva, que tendríamos esta discusión y que mañana o pasado, cuando estemos de nuevo en el Ovington o en el Claws, harás que prepare cenas benéficas para este país.

—¿No pensarías en eso mientras sucedía el terremoto, Alfredo?

—Lo pensaba, Patricia. Es más, no podía dejar de pensar en otra cosa.

—Mientes.

—También es cierto. Miento, pensaba en ti, en que te encontraría, en que no te morirías ni estarías destruida en un hospital sin nombre, sin identificación, como los otros que vi.

Patricia se dio cuenta de que en ningún momento le había preguntado qué le había sucedido.

—No hace falta que me preguntes ahora, Patricia. Eso era lo que me mantuvo vivo, esperando a encontrarte, que tú no te interesarías por mi parte de la historia.

Patricia se quedó vacía. ¿Cómo no se le ocurrió que él también había pasado por el mismo terremoto, que él también tendría algo que contar?

—Pero esto no cambia nada, Patricia. Solo nos hace entendernos un poco más. No conocernos, que eso ya está hecho. Entendernos, aceptarnos. Y que precisamente por entenderte ya tampoco existirán secretos entre nosotros. Y que saberlo tampoco será un alivio.

Volvió la electricidad a la habitación, una ráfaga, como el último temblor de un muerto. Y la televisión se encendió en un canal de noticias. Y allí estaba el terremoto, las mismas imágenes que podían divisar desde la ventana del hotel. Patricia podía haberle dicho «estamos en la noticia» y sería mucho más acertado que «somos noticia». No podía decirle algo así. Era preferible seguir sin palabras. Lo único que realmente quería añadir era que todo amor encerraba una condena, a lo mejor esa era la única que conocería como delincuente.

Llamaron a la puerta. Un botones, su uniforme manchado de arena y sangre y dos mujeres policías, temblorosas, sus rostros espantados. Dijeron que había un coche para llevarlos a través de la única carretera habilitada para sacarlos del país cuanto antes, por el mismo aeropuerto en la zona norte antes de que los norteamericanos acapararan todas las salidas del país. Patricia dio un paso al frente, el ordenador contra el pecho, la gendarme preguntó si no se llevaba su equipaje.

—Lo dejo. Es lo mínimo que puedo hacer —sentenció.

CAPÍTULO 33

INSPECTOR OGILVY

Pasó el invierno, crecieron los magnolios delante de la casa de Bram Stoker, continuó agolpándose la gente en el Ovington y en el Claws. Patricia consiguió que su abuela cediera el Velázquez 101 para una primera gran exhibición en Edimburgo, todavía sin confirmarse si el ministerio español enviaría a alguien, pero varias direcciones de museos interesándose por lo que ya empezaba a llamarse el único descubrimiento bueno del peor año de la crisis.

Todos los días alguien organizaba una cena para recaudar fondos para Haití. Todos los días Alfredo se acercaba a la sede de la embajada del país destruido con un carrito cargado de comida. A veces se quedaba junto a la hija del embajador, atractiva y exótica, escribiendo cartas a distintas organizaciones culinarias del mundo para pedir más alimentos y medicinas. Todos los días Alfredo le entregaba a la hija del embajador el recorte de la caricatura de Forges de un diario español donde escribía «Pero no te olvides de Haití».

Patricia tampoco lo podía olvidar. Sus servidores externos parecían ya las puertas de cualquier embajada por lo limpios que los dejaba el pertenecer a una fundación solidaria dirigida en exclusiva a gestionar fondos de ayuda para la isla.

¿Y Marrero? No se atrevía a entrar en ellos. Todavía no lo dejaban libre, su caso parecía alargarse más de lo que podían hacer los amigos para ayudarle. Los periódicos vendían mucho con cada descubrimiento que hacían, sus operaciones, las posibles vinculaciones con gente famosa, los años de pelotazos inmobiliarios entre Madrid, Barcelona y Nueva York. La amistad con el tenor, incluso ellos mismos aparecían en los titulares. Pero Alfredo estaba impoluto, porque en el Ovington había una cena para recaudar fondos para Haití cada jueves mientras fuera necesario. Y era necesario, era un mantra. Necesario para los dos, para sentirse útiles, para devolver todo el privilegio que conocían.

Pedrito, el hijo de Marrero, apareció una noche muy borracho, había discutido con David, que les odiaba, que no les perdonaba nada, pero él sí, él quería vender más historias sobre su padre, fotos de las operaciones que tenía, cómo se inventó lo de que él tenía VIH para engañarles. Patricia quería alejarlo, sacarlo a la calle, orientarlo en dirección equivocada y que lo estampara un camión. Se sobresaltó, no era verdad, no estaba pasando, lo imaginaba.

Nunca supieron qué había sido de Borja, Cordelia la galerista madre de la Modelo y Christian; los cuerpos de extranjeros que no habían aparecido tras tres meses del terremoto se daban por perdidos o enterrados en las fosas comunes. En una de las cenas por Haití, Patricia decidió presentar el libro sobre Alfredo que Borja había preparado y colocó dos fotos de Christian y Cordelia encima del primer volumen. Alfredo no estuvo de acuerdo, discutieron delante de la gente asombrada, hasta que Patricia retiró las fotos y las colocó en la puerta.

Fueron al Claws, amanecieron en el Claws, creyeron ver fantasmas en las mañanas de los viernes, Higgins pidiendo limosna, Marrero conduciendo un Bentley nuevo, David gritándoles improperios desde la parte de arriba de un autobús.

Y despertaron en abril con toda la primavera inundando la casa y el jardín en Cadogan. Los magnolios brotados, las camelias tapizando el suelo, el calor obligándoles a besarse y dejar que el sexo limpiara las malas memorias y pesadillas.

Grandma Graziella había sugerido que era preferible aislar aún más esa cuenta y colocarla en un banco de Islandia. Sí, Islandia, el único país quebrado de verdad de la Unión Europea. En Portugal o Grecia el dinero y todo lo demás terminaría por ser absorbido por el otro agujero negro de sus deudas. En un país ya quebrado, con los bancos haciendo enormes esfuerzos por renacer, era el lugar adecuado, adecuadísimo, para establecer una cuenta que ocultaba otra que velaba por la bondad de los extraños hacia Haití. Patricia tomó un vuelo por la tarde; apenas tuvo tiempo de llamar a Alfredo para desearle buenas noches. Al día siguiente, uno de los volcanes de la isla había entrado en erupción. Patricia asumió la reunión con gran jovialidad, incluso llegó a decirles a los banqueros que lamentaría mucho no poder regresar a Londres porque ese sábado Joan Collins, la heroína de «Dinastía», daría una charla sobre su carrera cinematográfica en el British Film Institute. Los banqueros la miraron mal; ¿tenía Joan Collins una carrera cinematográfica?, le preguntaron, y ella sonrió, agradeciendo que no le hubieran preguntado si la actriz seguía viva.

—Están cerrando todos los aeropuertos de Londres —le dijo Alfredo por teléfono.

—Parecemos vivir siempre en noticias similares, ¿no? —comentó Patricia.

—Tendrás que estar ahí más tiempo de lo que planificaste.

—Te escribiré —respondió ella, esperando a que Alfredo cerrara el móvil también y mirando hacia la calle de Reikiavik donde se había detenido a tomar un helado, sí, un helado en pleno frío. La gente andando, como en cualquier otro sitio, más blanca que en otros lugares, más concentrada, quizá con algo de susto aún en el rostro, pero continuando, como ella y Alfredo, continuando.

Alfredo intentaba descifrar lo que había escrito Patricia, siempre con esa pésima, hasta desagradable caligrafía: «Grandma Graziella solo pone una fundición», parecía leer. Fundación. Alfredo dejó la carta encima del escritorio de su novia en el despacho del Ovington. Era uno de los sitios más ordenados del mundo, solo afeado por esa horrorosa letra de persona enferma, mujer desorientada. Sí, Patricia era las tres cosas. La estratega con el escritorio impecable, la enferma y, si no totalmente desorientada, había conseguido que él sí lo estuviera.

En su ausencia, había más Patricia que nunca. Alfredo atendía el restaurante vigilante de que en cualquier mesa se levantara alguien y se identificara como inspector de Hacienda norteamericano, español o inglés. Ansioso por que la Higgins reapareciera con el negro y David y Pedro le informaran de que los tribunales españoles habían liberado a Marrero porque no había indicios de ninguna cosa rara en su más que válido deseo de traer los Grammy Latinos a Valencia. ¿Por qué estaban tan metidos en algo tan complicado? ¿Por qué era imposible detenerlo?

Porque el mundo se había vuelto complicado. Cuando fuimos ricos —se decía a sí mismo—, fuimos invencibles, todo nos estaba permitido. Él y Patricia se habían hecho adultos en esa sociedad, en esa Europa. Nueva York y Madrid parecían una sola. Londres creció hacia todos sus confines, hizo renacer Hong-Kong, la superó con Shanghái, aceptó que Bombay era multinacional, inmensamente pobre y al mismo tiempo inmensamente rica. Era todo tan millonario que se puso de moda un oficio como el suyo, cocinar. Convertir lo olvidable en un pecado mil veces multiplicado y aceptado.

El Innombrable daba una conferencia en Londres esa tarde. Lo había descubierto al azar leyendo
The Guardian,
el periódico progresista que, sin embargo, seguía muy de cerca las andanzas de los grandes cocineros, seguramente porque no sabía del lodazal en que podían encontrarse al equivocarse de clientes. Decidió acudir. Somerset House es un edificio imponente en el centro de Londres. Se celebra cualquier tipo de evento, respondiendo a la tradición democrática de los ingleses. Es, de hecho, una especie de palacio para que la gente opine, aprenda, deambule o descubra los portentos del Innombrable una tarde de verano.

Cuando llegó al recinto todas las alarmas se activaron. El embajador español fue el primero en reconocerle y ofrecerle profusas disculpas por no haberle invitado.

—Imperdonable, imperdonable, uno de nuestros más célebres niños prodigio en el panorama gastronómico de la ciudad. Imperdonable, siéntese en primera fila, por favor, se lo suplico —desgranaba el diplomático. Alfredo se vio avanzando en el salón repleto de gente, de columnas y de largas mesas con manteles no muy blancos donde o bien se exponían fotos de los platos del Innombrable o estaban aquellos artilugios que le habían ganado su inmensa y poderosa celebridad. Un grupo de fotógrafos cortó su paso al asiento y Alfredo lamentó la ausencia de Patricia. Con ella al lado la foto es siempre mejor.

El discurso del Innombrable fue idéntico al vertido en lo alto de la Torre Gherkin, hacía ya casi dos años. «Celebramos una fiesta en el momento equivocado, o el momento equivocado se emperra en arruinarnos el instante en que al fin nuestra vida es una fiesta —repetía el Innombrable, y Alfredo hubiera querido subtitular que el célebre cocinero quizá repetía discursos porque él mismo ya ni se entendía—. «¿Qué más puedo decirles? Que si hoy es el fin del mundo, Londres sea entonces, al fin, la fiesta. La última fiesta. Pero la vida es una fiesta y fiesta es comer. Aun en las peores etapas de la humanidad, un plato de comida ha significado paz, esperanza, confianza en la vida.»

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