Tras la ovación, Alfredo se percató de media docena de hombres vestidos como el Innombrable e intentando imitarle en gestualidad y tartamudez. Él habría sido uno de ellos, si no fuera por la idea de los hermanos Casas y porque Patricia apareciera en el taller aquella tarde de junio. Alguien le empujó por detrás con supuesta camaradería y apartó también el recuerdo. Era Miguel Casas y, detrás, Fernando.
—Todo el mundo nos habla del puto Claws, tío. ¿Cómo es que no nos has dejado invitación? —El Innombrable había decidido abandonar su cohorte de seis aduladores y venía hacia ellos. En lo que estuvieron juntos, Alfredo supo colocarse en el mejor sitio de la foto, al lado del Innombrable, y mantener la más simpática y vacía conversación con él mientras duraran los flashes.
Por supuesto que fueron al Claws. Patricia, alertada por una rápida y entrecortada llamada de Alfredo, había ordenado que en vez del chupe y el club sándwich dispusieran pastel de carne y entrañas, que divertía mucho al Innombrable, y conejo en mostaza para los hermanos Casas. La eterna fila de ansiosos por formar parte de la sofisticación con garras les recibió reconociendo sobre todo a Alfredo y al Innombrable.
—Joder, tío, quién nos iba a decir esto en la Barcelona de los noventa —alcanzaron a decir con incredulidad y envidia española los hermanos.
Dentro todo fueron ooohs, aaahs y joder y hostias. Los hermanos Casas detectaron dos o tres actrices de Hollywood y el Innombrable se encontró con un célebre enemigo de los ochenta. Alfredo no podía desvelar nombres porque era una de las reglas no escritas del Claws, no se decían nombres salvo los que se emplearan en la conversación. En un mundo donde todos se conocían no era necesario destruir el raro juego de si se hablaría con quien creías que conocías o si en realidad lo hacías con un suplantador.
La orquesta tenía una invitada especial esa noche, había acudido en principio como cliente pero estaba como una cuba y no podía resistirse a la cruel interpretación de representarse a sí misma en el club que se había estrenado la noche en que el rey del pop había muerto. Aunque la orquesta la acompañaba perfectamente en sus propias canciones, no siempre le alcanzaba la voz y se olvidaba de sus propias letras, lo que la cantante de la orquesta suplía deliciosamente. Al público, ese Claws a reventar, le daba absolutamente igual, estaban viviendo un típico, emocionante momento Claws.
Alfredo llevó al Innombrable al despacho de la reina Patricia. La música les envolvía, habían bebido demasiado y Alfredo apenas podía entender lo que intentaba decirle el maestro.
—Sé lo que has hecho. Sé dónde has estado. Pero no te arrepientas —creyó Alfredo que le decía, pero los movimientos de sus labios deletreaban otras palabras—. Estamos en el momento equivocado. No podemos aspirar a más importancia, Alfredo. Comer siempre ha sido una cosa de ricos. Cocinamos para ellos, como hicimos ante los reyes de Francia, y dejamos de existir una vez les guillotinaron. Cerraré mi restaurante, no puedo permitir que se convierta en un símbolo del lujo en esta crisis —era lo que pensaba que decían sus labios. Y él intentaba abrazarle, decirle algo pero las palabras no le salían. Seguramente Patricia había ordenado colocar algo especial en los pasteles de carne y entrañas, se miraban y se abrazaban y casi besaban como si estuvieran mucho más colocados de lo que podían recordar.
Alfredo imaginó que empezaba a preparar platos anti cocina, como si fuera una prolongación de sus brotes psicóticos cuando anudaba y anudaba la corbata de lacito, como alguna vez se le escapó a Patricia llamarla, seguramente es como se refiere a las pajaritas en Sudamérica. Sí, preparar un menú de errores. Como pudo fue relatándoselos al Innombrable mientras la orquesta dejaba de tocar y aparecía el disc jockey, recibido como si fuera un césar triunfador.
—Arenques con hinojos pasados por néctar de albaricoques y servidos sobre una tortilla mexicana de maíz. Higadillos apenas cocinados envueltos en espuma de cerveza y buñuelos de bacalao. Un soufflé líquido. —Bueno, eso de hecho ya lo había creado en forma de combinado en sus inicios—. Chocolate imposiblemente amargo.
El Innombrable ya no estaba, en su lugar le miraban los ojos muy grandes de Fernando Casas.
—Nunca te perdonaré que me hayas arrebatado la única cosa que me hacía feliz, hijo de puta —le decía.
Le escuchaba perfectamente. Solo que le veía recuperando juventud, adelgazando repentinamente, mejorando la flacidez de esa cara que en efecto parecía haberse poblado de algo no cumplido, un deseo arrebatado.
—Patricia era la única alegría de mi vida. —Seguía hablándole y él entendiéndolo perfectamente. Quería responderle pero no podía, Fernando se hacía súper joven, parecía como si en cualquier momento empezaran a imitar los Milli Vanilli.
—Podías tirarte a quien quisieras y me hiciste daño, el peor daño posible.
Seguía sin poder responderle hasta que Brígida, la valkiria medio alemana y medio latina que Patricia había entrenado para ser maestra de ceremonias en su ausencia, se materializó con absoluta profesionalidad. Alfredo recuperó el habla y en el poco alemán que había aprendido con Patricia ordenó a Brígida que llevara a sus invitados, en especial Fernando, hacia la habitación de arriba. Brígida respondió con un rápido movimiento de su fuerte cuello y supo enderezar la inicial rebeldía de Fernando, que continuaba reclamando una alegría deshecha.
Alfredo reunió al Innombrable y a sus seis imitadores y al hermano de Fernando, que intentaba decirle algo y de nuevo tampoco podía entenderle. Subió con ellos la escalera de caracol hacia el cuarto de arriba. La mesa larga contra la pared de ladrillo con el corazón roto pintado como graffiti, los muebles de escay azul marino y las luces muy bajas. Brígida había acomodado a Fernando al lado de una rubia pechugona y cariñosa, y parecía sacar mujeres con poca ropa y mucho perfume de entre las paredes. Una morena tan solo vestida con su permanente afro, que se movía como un faisán suspendido, acercaba una bandeja donde había rayas de cocaína del tamaño de pequeñas colinitas y chupitos de tequila o vodka diferenciadas por una rodajita casi imperceptible de lima fluorescente. El Innombrable desdeñó la droga pero dejó que sus imitadores hicieran al fin lo que quisieran. Fernando lloraba, amargamente, mirándole e intentando mover sus labios pero rápidamente recordando que Alfredo los leía.
Durante la mañana abrió la puerta del Claws y la ciudad era fría, limpia, la cercanía de Charing Cross poblándose de mujeres jóvenes y uniformadas con sus faldas de variados grises y bolsos enormes, sosteniendo altos envases de cartón con falso café dentro. Alfredo no podía entender si le habían drogado o si su encuentro con aquellas personas que le impulsaron a ser cocinero había terminado por ser una naturaleza muerta desdibujada. Jamás bebía de más en el Claws, solo Patricia tenía la habilidad para resolver un cruel resacón.
Él prefería subirse al metro de la línea Picadilly en dirección este. Cualquiera que haya sido la noche, estar allí, sentado o de pie, al lado de la gente real que nunca sería, que nunca alcanzaría a ser, le mareaba, le asustaba, y le tranquilizaba. La línea cruza todo el oeste sumergida bajo los imponentes monumentos de la ciudad imperial. Cuando empieza a acercarse al este, proletario, duro, de casas repetidas y jardines cubiertos por muebles rotos y desechos de una vida rutinaria, emerge para enseñar un día sin nubes o un cielo cubierto con cuervos y patos devorándose en el aire. Debajo, aplastados por el cilindro del tren, las personas tienen rostros como el de Fernando reconociéndole que Patricia fue su única alegría. Tienen rostro de trabajar en las cosas que Alfredo jamás conoció, atendiendo turistas en tiendas caras, deseando escribir un artículo que cambie el mundo, asistiendo a un diseñador enloquecido, esperando una llamada al móvil que anuncie un premio o la muerte de alguien a quien sustituir. El tren se mueve con la misma musicalidad, seca, cortante, y las estaciones se parecen todas a refugios de una guerra que no se atreve a estallar. De pronto la oscuridad le devuelve su reflejo en el cristal y es él, el bello Alfredo, salvado de toda esa mediocridad por una mujer con un plan perfectamente llevado a cabo. Continúan las estaciones y suben rusos que parecen hablar polaco, italianos que se apoyan en mujeres indias, enanos que siguen un gigante, gays que gritan nombres de estrellas pop en sus móviles, mujeres solas que se suenan la nariz o restriegan
ketchup
en sus patatas fritas. Nadie es bello, solamente él, dejándose llevar, como siempre, una vez más.
Joanie le llamó, había una persona muy alta y de aspecto demacrado en la puerta del Ovington. El inspector de finanzas internacionales de Scotland Yard, respondiendo a una descripción propia de la mejor agencia de talentos, era alto, delgado y medio musculado, más cerca de los cuarenta que de los treinta, pelo desordenado y color piel de cebolla, impermeable en la mano aunque hubiera sol en la calle. Alfredo comprendió que prefería indicar su cargo antes que su nombre para evitar cualquier interpretación a su presencia. Significaba problemas y prefería anunciarlos a la primera. Los dos tenían la misma altura y en cierta manera un aire de reflejo. Por eso se ofrecieron al mismo tiempo la mano.
—Stuart Ogilvy, Mister Raventós. Para nada relacionado con los Ogilvy del dinero verdadero —agregó.
—Yo tampoco estoy emparentado con los ricos Raventós —alegó Alfredo.
—Ovington es la única historia de éxito en el Londres de la depresión, Mister Raventós —comenzó a decir Ogilvy, y Joanie y el resto del equipo comprendieron que era mejor dejar a Alfredo a solas—. Ya sabe que los agentes de finanzas internacionales tenemos un amplio presupuesto para asistir a estos locales. Conseguimos camuflarnos mejor que los críticos gastronómicos —continuaba hablando sin soltar el impermeable.
Alfredo deseó que Patricia estuviera allí. Tan solo con aparecer, su pelo corto, sus ojos verdes y los dientes tan blancos, se habrían resuelto mejor las tensiones. Ogilvy no dejaba de sonreír como si esperara un almuerzo gratis. «No hay nada en la vida como un almuerzo gratis», decía la madre de Alfredo ya vencida por su locura cuando le permitían ir a la tienda de salchichas de su ex marido. Ogilvy continuaba allí, lanzando exquisitas perlas sobre el restaurante, claramente pidiendo ese privilegio.
—Un restaurante en Londres es una fórmula archiconocida para blanquear dinero, uno que de pronto adquiere este nivel de éxito se hace también más evidente.
Alfredo miraba por encima de su hombro para ver la correcta evolución del restaurante. Todas las mesas llenas, asiáticos, judíos, una pareja de editoras de moda francesas, un armador griego destapando botellas de vino de borgoña junto a otro español.
—Tenemos una oficina de abogados en Grosvenor Crescent —dijo Alfredo.
—Excelente ubicación, Mister Raventós —respondió Ogilvy, el atildado inspector fiscal—. Cuentas impecables, admito. Incluso habéis pedido el permiso para aceptar trabajos en Norteamérica, que no todos los residentes conocen —continuó. Alfredo evitó poner cara de escucharle hablar en chino. Patricia sabía demasiado, ¿un permiso para residentes que ingresaran dinero desde el extranjero?—. Londres, ya sabe, es una ciudad con dinero proveniente de cualquier rincón del mundo. Necesitamos leyes más que nada para saber cuántas personas que mueven tanto dinero y tantas monedas viven en nuestra ciudad.
—Lo comprendo. En este negocio digamos que yo llevo esta parte del entramado y mi novia y socia, Patricia van der Garde, se encarga del resto. Fue idea de ella contratar a los abogados de Grosvenor Crescent —respondió Alfredo.
—Seguramente ella olvidó que necesitábamos una entrevista rutinaria —acotó el inspector. Sí, lo había olvidado, o a lo mejor lo había escrito en esa aterradora misiva de atroz caligrafía—. No son preguntas muy complicadas —dijo Ogilvy, decidiendo colocar su impermeable al fin en el espaldar de la silla de Patricia. Liberado de su peso, su cuerpo se relajó—. De todos sus platos, por cierto, mi favorito es el milhojas de bogavante.
Alfredo detectó ese tono metálico, ligeramente crispado de los gays que tantas veces escuchó en su propio hermano. Como si quisieran refrenar cualquier vestigio de amaneramiento delante de un hombre que, como él, les perturbaba. Fue entonces cuando entendió que, en la ausencia de Patricia, él tendría que hacer de Patricia.
Joanie y uno de los becarios improvisaron una mesa en el despacho, delante del destartalado sofá del Screams. Alfredo seleccionó un Rioja que gustaba mucho a su padre. Conde de los Andes de 2001. Nunca hay que fiarse de las apariencias, no solo porque el inspector pareciera atemorizado, sino porque también podía ser un experto en vinos, más aún si trabajaba en una brigada especializada en perseguir a ladrones de guante blanco. El milhojas de bogavante estaba estupendo, Alfredo también se había servido una ración, en plan tapa, y había ordenado a Joanie elaborar ese sándwich Club con perdiz estofada, lechugas de Madagascar y una
ratatouille
de berenjenas israelíes que venían de la misma subasta de la Isla Prima sobre el famoso pan de espelta ligeramente tostado. Combinados con el deje metálico del vino, el inspector preferiría que Alfredo lo abrazase y le dejara dormir una siesta antes que sostener el interrogatorio. Para mantener cierta tensión viril entre ellos, Alfredo tropezó intencionadamente con el ordenador de su novia y activó las diapositivas de las fiestas en el Ovington que Patricia había organizado. Ninguna imagen era escandalosa, todas perfectamente publicables de caras famosas y también impresentables como las de la Higgins y Marrero. Por suerte, en casi todas estaba Patricia, mirando hacia la cámara, apoderándose de la pantalla, ofreciéndole una sensación de compañía y vigilancia.
—¿Por qué escogieron abrir un restaurante en Londres? —empezaba Ogilvy, llevándose la servilleta a la boca, reprimiendo el deseo de acicalarse las comisuras.
—Es una de las plazas más competitivas en mi profesión, Stuart —respondió Alfredo, relajándose en el sofá, acaparando más espacio con sus extremidades largas, silenciosamente socavando el respeto que infería el inspector de finanzas internacionales.
Vio la vieja litera abandonada, cubierta de periódicos viejos.
—¿Por qué no París? —continuó.
—Porque no hablamos francés —respondió con una sonrisa tan extensa y al tiempo cercana que difícilmente Ogilvy podría resistirse a besarle.