—Alfredo Raventós es el mejor cocinero de su generación. Ha sacado tiempo mientras prepara el que será el mejor libro de cocina europea en el mundo para estar aquí.
Y es el hermano del novio —bramaba Marrero, apretando el micrófono en los dedos de Alfredo.
Pensó, mientras miraba todos los ojos dirigiéndose hacia él, que les diría la verdad. Que empezaría hablándoles de la ausencia de Robin en la nueva vida de Batman. Les relataría el viaje de regreso junto a Marrero hacia Nueva York, cómo le había dicho que David y Pedro eran seropositivos y que todo lo que hacía por ellos partía de una desastrosa compasión. Les diría que estuvieron en la Isla Prima y que ingeniaron un sistema por el cual todo lo que comieran preparado por él se trataba en realidad de una maquinaria para lavar y generar más dinero. Que asistió a la subasta de monstruos marinos y vio reflejados en sus ojos su propio precio como persona. Que sabía, sin poder constatarlo, más allá de la obsesión, de los celos, del miedo mismo, que su amada Patricia se había acostado con Marrero en algún sitio, en algún año, y que desde entonces, más que un cornudo, era el imbécil que deseaba quitarse la venda, darse cuenta de que así como caían economías en el mundo entero, estaba destruyéndose este estilo de vida que vanagloriaban con la boda de su hermano y el hijo del hombre que más detestaba. Quería decirles que la ira contra Patricia le había permitido descubrir un documento que a muchos de los presentes comprometía y que tenerlo les hacía sentirse invisibles. Por eso habían drogado al más tonto de ellos, sí, tu Enrique, ahí en la mesa donde iba a sentarse el President. Y también a Borja, el fardo oloroso de perfume caro y anticuado, riéndole malos chistes y peores cotilleos a la Higgins. Quería decirles que al final nadie ganaba y todos perdían. Él ya no era el talento rompedor, sino el pirata complaciente, uno más de ellos, engañado por su único amor, atrapado por seguir a su lado, corrupto e indefenso a nuevas miserias, una escalera inversa donde él caía y caía sin poder detenerse.
—Soy cocinero por mi padre, que está hoy entre nosotros, que convirtió una salchichería en un lugar donde dos chiquillos de edades distintas se asomaron a Barcelona, a su gente y luego a la idea de que con mucho esfuerzo, muchas ganas de aprender, podíamos cambiar el mundo, a través del sabor, de la curiosidad por mezclarlos y descubrir nuevos o aprehender otros en culturas distintas, países que no pueden jamás compararse entre sí, de la misma manera que un sabor recuerda a otro o incluso a una persona, un olor, un amor, otro sentido. Eso es lo que he querido ofrecerles hoy, sabores que explican a David, mi hermano, y Pedro, su verdadero amor. Que me explican a mí y espero también a todos vosotros.
Devolvió el micrófono a Marrero, que no dudó un instante en abrazarle. Alfredo volvió a albergar aquel momento de sueño en que podía fundirse con los ojos cerrados en el cuerpo de su novia, de Patricia, pero lo que entonces sintió fue que su cuerpo era el de Patricia siendo abrazada por ese cúmulo de piel y órganos viles palpitando debajo de las cicatrices y el olor a mueble viejo pero bien mantenido de Marrero. Lo mismo sentiría Patricia, imaginó. Encerrada en esos brazos olorosos a ungüentos y quirófanos pretéritos, dejándose sujetar para no recordar, para no entregarse más.
Le despertó de esa sensación el sonido de unos globos disparándose. Más arriba del inmenso
chandelier
, en efecto, dos grandes bolsas hechas con la misma tela de la carpa estallaban sobre los asistentes y descargaban papelillos violeta. Solo que a medida que caían sobre los invitados no eran papelillos sino billetes de quinientos euros. Una lluvia de dinero sobrevolándoles como si fueran mujeres suspendidas en un sueño, una plaga de langostas atacando una tienda de millonarios cazadores, pájaros tropicales recorriendo la llanura al amanecer. Billetes, billetes y el ruido de los presentes recogiéndolos con sus dedos, con sus dientes, con la punta de aquellos tenedores, aplaudiendo otra vez, gritando cosas incomprensibles, apartando las sillas para arrojarse al suelo y recogerlos. «Son de verdad, dios mío, Marrero, te has pasado un huevo», gritaban algunos. La Higgins se los ponía en el escote y reía estruendosamente. El negro los envolvía como si fueran a aspirar una raya, el conjunto de testigos se besaban entre ellos con seis, diez de ellos agarrados en las manos. Marrero sonreía complacido y diciendo cosas en el micrófono.
—Gracias, gracias a todos por apoyarme desinteresadamente en modernizar nuestra Valencia. La boda de mi hijo, las copas de vela y mañana, sí, mañana la confirmación de que los Grammy, mis queridos Grammy Latinos, serán aquí, en nuestra amada capital.
Volvió ese atronador aplauso, los billetes todavía cayendo, algunos quedándose escondidos, refugiados quizás en los pliegues de las esquinas de la carpa naranja. Un pequeño grupito de tres, seis billetes revoloteando como con temor de caer al suelo y prefiriendo disfrutar de un último instante de libertad antes de quedar encerrados en los gruesos dedos de cualquiera de los invitados.
Escucharon otro estallido. Y esta vez era pólvora, los fuegos artificiales.
Dorados, azules y verde esmeralda, según los había pedido Pedrito en honor al manto de la Virgen de los Desamparados, uniendo su día con la efeméride de los contrayentes. Alfredo escuchó una dama de las del Palau fruncir el ceño. «No está bien, no hay derecho de mezclar una cosa con la otra.» Un hombre con sotana apareció entre los novios y les entregó solemnemente un librito, mientras Marrero, al otro extremo de la mesa nupcial, intentaba llegar a tiempo para darle el micrófono al cura y que las palabras que compartía con los novios fueran escuchadas por todos. Era realmente demasiado, pensó Alfredo: los fuegos, los billetes, la coincidencia con la Virgen de los Desamparados, Marrero devenido en presentador histérico. El cura insistió en negarse hasta que Marrero sujetó la nuca del hombre y aproximó sus orejas hacia sus labios.
—Aunque... —empezó Marrero a repetir lo que el cura le decía—, no se trata de interrumpir unos fuegos tan bonitos, roguemos porque la luz que ahora despliegan para nuestro goce y diversión sirva también de guía, aunque sea en el recuerdo, para la felicidad de estos dos buenos católicos que son Pedro y David.
La audiencia, los cuatrocientos invitados, se quedaron como si acabaran de ver pasar un difunto. Un instante, escuchándose solo el crepitar de los fuegos y los bum de sus explosiones. Un instante de quietud, silencio absoluto hasta que Pedrito tomó el micrófono de manos del cura.
—Amén, padre confesor.
Y entonces sí, sobrevino el atronador aplauso que todo pontificaba.
Una orquesta empezaba a marcar los compases de un medley introductorio para la actuación de la estrella pop invitada. Alfredo sintió el brazo de Patricia rodeándole. No oyó lo que le decía, ni leyó sus labios tan cerca. La besó, profundamente, sintiendo el sabor de los primeros besos, el recuerdo de un viaje inesperado a Vigo, introduciéndose en el agua helada mientras ella se aferraba a él y seguían besándose y él miraba hacia las montañas y las Cíes por una vez disipadas de toda niebla, farallones unidos por una kilométrica playa de arena absolutamente blanca.
Abrió los ojos porque Patricia se separaba de él señalándole hacia la mesa de los novios donde se reunían, como si fueran bailarinas de un cabaret, el conjunto de testigos siguiendo una coreografía loca, divertida, y un algo patética al ritmo de la canción. Otra vez Lily Allen con «Fuck you», el tema de moda en las discotecas gays de Londres. «Mira dentro en esa pequeña, muy pequeña, mentecita tuya. Tú has dicho que no es ok ser gay sino más diabólico. Jódete, sí, jódete muy, muy mucho, solo quieres ser como tu padre y lo que buscas es aprobación. Jódete, jódete, muy mucho, porque odiamos lo que haces.» Lo bailaban delante de los novios como si fueran ex bailarinas de un Bolshoi travestí, moviendo las cabecitas como si fueran muñecas a punto de partirse. «No es la fiesta del año, es la fiesta del ano», como empezó a exclamar Borja sin moverse de su habitual espatarrez en su mesa rodeado de todo el elenco valenciano del Ovington. Y Boris Izaguirre llevándose la mano al bolsillo del pantalón donde tendría su paga por su asistencia.
Marrero les miraba rodeado de invitados estrujando billetes de quinientos euros. De pronto todo su semblante cambió, un caballero le enseñaba un documento, y luego una placa de la policía. Lo mismo sucedía en la mesa de Borja y Enrique. Higgins no tuvo tiempo de reaccionar, un corpulento oficial la apartaba de su negro. Otro varón, igualmente corpulento, arrancó la conexión del sistema de sonido..
—Brigada Anticorrupción —vociferó un tercer varón muy trajeado, parecía más bien un escolta de Marrero—. El operativo está a punto de finalizar. Los interrumpiremos un momento y luego podrán continuar la fiesta sin algunos invitados, que nos acompañarán a iniciar las investigaciones.
Marrero intentó zafarse del hombre con la placa y el documento y avanzar hacia la puerta principal, pero entre la escalera y esta se encontraban media docena de oficiales armados.
—¿Sabes qué tipo de boda estáis infringiendo? —gritó una señora, a su lado una mujer lloraba desconsolada, proclamando su inocencia, hasta que un caballero la hizo callar y aceptar el traslado hacia los automóviles policiales.
—¿Esto es democracia? Si Marrero es ejemplar, cono, que está casando a un hijo gay. Hay que tener cojones para esto. Y también para lo vuestro —gritaban varios invitados.
—¿Es que acaso un empresario no puede traer libremente los Grammy Latinos a su ciudad? Si es para el bien de todos los valencianos...
—Miles de empleos —argumentaba una invitada, ofreciendo un trozo de la tarta-Grammy a los oficiales.
Alfredo sintió el brazo de Patricia. Estaba allí, los ojos muy abiertos, las manos muy tranquilas y el cerebro maquinando a toda velocidad. Borja y Enrique les miraron con desprecio, bien sujetos por unos policías que parecían clones. Borja aprovechó para sonreír con todos sus dientes al pasar cerca de Patricia. Y al cerrar la boca para intentar decir algo, desistió, seguramente porque sabía que Alfredo leía los labios. Se abrió la inmensa reja de seguridad de la casa, un fatídico error de los seguratas. Al deslizarse la puerta eléctrica y de hierro, los fotógrafos de la puerta dispararon todos sus flashes sobre el grupo detenido. Marrero intentó zafarse de sus policías para coger el pañuelo naranja y cubrirse la cara, y lo que consiguió fue verse mal sujetado pero con todo el boato de su chaqué-frac expuesto. Borja corrió igual suerte, perseguido por los flashes y fotógrafos, mostrando su hilera de dientes y la palabra que entonces sí dedicó a Patricia congelada en sus dientes. «Úsame» o «te quiero», vendrían muchos días para poder analizarla. Enrique, Higgins y el presidente de la televisión autonómica fueron más rápidos y se lanzaron en plancha al interior de los coches policiales.
Como en todas las fiestas, algunas cosas prolongaban su mecánico quehacer. Los fuegos artificiales continuaban estallando, Pedro y David bailaban abrazados una de las canciones de la cantante pop con voz entrecortada, el conjunto de testigos se pasaban frasquitos repletos de cocaína y hacían chistes con los billetes morados. Y aquellos que aún no se habían desprendido del techo, terminaron por caer, encima de invitados arrodillados implorando una gracia de la Virgen de los Desamparados bien para los ausentes, bien para los presentes.
Alfredo miró hacia las falleras. Continuaban sentadas en perfecta colocación. Miraban sin expresión. El director, coreógrafo o regidor, también había marchado en el grupo de detenidos.
KOMPUTER LIEBE
Patricia recordaba.
En la boda, en un momento aparte con su hermana Manuela, había pedido que la dejara hablar con
grandma
Graziella.
—No quiere saber nada de ti, desde la última vez que la llamaste asesina. —Recordaba a su hermana habiéndole con esa voz que siempre era un recuerdo. En el avión que la transportó de Nueva York a Londres, ya estaba ahí, recordándole cosas estúpidas pero de innegable significado: «No me hables como si fuera un ser inferior, Patricia.» Sí, la consideraba no inferior, un escalón debajo de inferior.
—Siempre utilizas a la gente, Patricia. No cambias, no cejas en ese empeño —le decía en la boda.
—Fue hace más de veinte años, Manuela, cuando
grandma
me pidió que jamás volviera a verla —recordó Patricia que respondió.
—No, fue hace veinte años —insistió Manuela.
Manuela mantuvo su actitud todo lo que pudo hasta que Patricia le recordó lo poco adecuada que había sido su ausencia en los últimos días de vida de su madre.
—No puedes decir eso —recordaba esa voz metálica.
—Tú no estabas cuando pedía ayuda y más morfina y se olvidaba de quién era yo.
—Porque no quería verte, no quería que estuvieras tú.
—Pues era la que estaba. Tú habías preferido quedarte en tu luna de miel.
—Iba a darle nietos —clamó desesperada Manuela.
—Llama a
grandma
ahora o te arrepentirás de lo que digas a continuación.
Manuela llamó. Le temblaban las manos y el labio inferior, así la recordaba siempre, así la recordaba ahora dejando Valencia atrás. Asustada, entregada, doblegada por su hermana menor.
Esperaron juntas, recordó Patricia en el coche. El ruido de los platos entrando y saliendo de la cocina, ellas dos allí, fingiendo que miraban la febril actividad. Patricia escuchó el sonido de la voz inmortal de la nonagenaria
grandma
Graziella. Cogió el móvil de su hermana. Habló. Fin del recuerdo.
En el aeropuerto les esperaba un pequeño caos, reporteros, gente moviéndose a cámara lenta, miradas que parecían señalarles. Ellos iban a lo suyo, protegidos por azafatas de la línea alquilada. Escuchaban murmuraciones. «Es él, el guapísimo
chef
que estuvo en lo de Nueva York.» «Es él y ella, tienen un restaurante en Londres.» Entraron en el salón vip, completamente naranja y marrón, como el interior de aquel avión que les trajo desde Nueva York a Londres. Los empleados de chaquetas rojas agrupados delante del televisor. Marrero, Higgins, Borja y Enrique desfilando delante de los flashes a la salida de la boda. Y la voz estridente de la narradora de noticias del canal nacional. «Una escandalosa trama corrupta que puede afectar el gobierno autonómico.» Patricia fue hacia el baño, necesitaba verse la cara. Todo seguía igual, la boca carnosa, la piel mórbida, la mirada asombrada, el pelo corto y en su sitio. No esperaba más, hasta que la imagen pidió que se quedara otro segundo. El vestuario, tendría que cambiarlo. No podía seguir siendo tan a la moda. Tenía que aferrarse a un estilo, un estilo concreto definitivo. Era un mensaje. Toda santa tiene un hábito.