—Coño, sube de la hostia, ¿no le habrás echado nada raro, tío? —preguntó a Alfredo.
—Los licores en este avión engañan bastante —respondió Alfredo.
—Coño, tío, no me hagas nada raro, ¿no? Que yo no soy Borja, ¡hostia! Por favor...
—Ve al baño, a lo mejor te hace falta, ya sabes cómo es beber estando aquí arriba —sugirió Patricia, realmente obsequiosa. Necesitaban quedarse a solas.
—Habla demasiado —dijo Patricia.
—Quiero que le hagas daño a Borja —dijo Alfredo.
Patricia no movió un pelo. Le pareció increíble escuchar a Alfredo hablar de esa manera, pero casi de la misma forma entendió que ese era el principio de una nueva etapa en su relación. Alfredo decidía abandonar para siempre su carácter de persona que intentaba entender a los demás, o de persona empecinada en ser siempre el último inocente.
—Tú sabes cómo, Patricia. Quiero que lo hagas y entonces entenderé lo que me has hecho a mí —concluyó Alfredo.
Enrique volvió muy deteriorado del lavabo. Se sujetaba en las esquinas de las butacas. Patricia encendió de nuevo el iPod. Sonaba Lily Allen, Patricia estaba colgada de ella. Enrique miraba a Patricia con ganas de saltarle encima y follarla crudamente, pero el alcohol le sujetaba al asiento mejor que el cinturón de seguridad. La voz de Lily Allen, en esa canción en particular, era garita y cebra, un mamífero llamativo lleno de ganas de posesión y deslizantes curvas, y Patricia interpretaba explícitamente cada palabra, cada acorde y cada quiebro de la voz de la Allen y su delicado y rebelde acento de londinense post años noventa. Enrique intentaba soltarse el cinturón y Patricia, divina, casi volando sobre sus gestos y puntillas, venía a ayudarle, acercándose y separándose al ritmo de la canción, desistiendo en el último momento de desabrocharle del todo el cinturón. Porque la canción se lo impedía, porque la felina coreografía lo impedía. Enrique se daba cuenta de que no podría detenerles. Alfredo sostenía la sonrisa y la mirada recorriendo el fardo en que se convertía el hombre de Marrero. Saboreando el baile de su novia, el inquebrantable erotismo de su oferta y negación, una detrás de la otra y él allí, apuestamente observando, esperando el momento de unirse y masticar como una patita de pollo de menú de carretera al pobre Enrique.
Alfredo se unió al fin al baile de su novia completamente afeminado, imitando exageradamente los gestos, deslizando la sonrisa Alfredo a medida que Enrique se adentraba en el estupor e intentaba decirles algo. Alfredo quebraba la cintura y sujetaba la de Patricia, se besaban y separaban siguiendo la letra y la voz del nuevo ídolo. El ritmo de la canción era un remedo de alguna canción de aires bohemios de los años veinte, pero con una letra sobre las vicisitudes de una chica enamorada de un hombre casado. «My hero in disguise», decía la Allen, y Alfredo y Patricia seguían riéndose, y en la sonrisa diciéndose que pensaban lo mismo: ¿Cómo se traduce
in disguise
al castellano? ¿Un héroe disfrazado? ¿Un héroe camuflado? ¿Un héroe como ellos mismos que oculta su monstruosidad y la convierte en un instante como este, en un avión privado, disfrutando de un iPod de puta madre, como diría la víctima rendida al estupefaciente en el asiento?
Subieron aún más la música y echaron la cortina que les separaba de la tripulación. El mayordomo pensaría que lo lógico estaría sucediendo, sus tres pasajeros borrachos entregándose a las fantasías de los que vuelan en privado.
En realidad, Patricia ponía un dedo en el cuello del dormidísimo Enrique y daba su copa a Alfredo, que la vaciaba en el pequeño fregadero del mueble-bar. La blackberry continuaba encerrada en el puño del dormido. Patricia miró la ventanilla, entraban en España. El dormido Enrique cayó en un sueño más profundo y abrió su puño. Patricia tomó tranquilamente su dispositivo. Pulsó el sobrecito de mensajes. Allí estaba, perfectamente escrito: «Gerardo Moura», el nombre de la última personalidad de Marrero. Pulsó otra vez. Se abrieron infinidad de mensajes. «Estoy con los Profesionales en tu avión», decía uno. «Patricia es puta porque él claramente es maricón», leía en otro, y Patricia lo sustituyó rápidamente por el siguiente para que Alfredo no lo viera.
—No puedes enviarte un mensaje porque lo sabrá. Ni borrar nada, porque seguro que los tienen intervenidos —dijo Alfredo.
—Haremos una llamada perdida a ese crítico de cocina amigo tuyo en
El Pa
í
s.
—Estás loca, ¿para qué? Es un buen hombre, siempre nos da cinco estrellas.
—Hará circular este mensaje de los Grammy Latinos. «Los Grammy Latinos tienen que ser en Valencia y necesitamos convencer a cabrones del ayuntamiento e hijos de puta de la Generalitat. Los maricones americanos no tienen paciencia y pueden ponerlos donde mejor les unten» —leyó Patricia.
—A lo mejor tiene otro con los ganadores de este año ya seleccionados —dijo Alfredo.
—Lo enviaré por
bluetooth
. Pobre bluetooth, se quedó antiguo cuando todavía era moderno —sentenció Patricia.
Extrajo su móvil del bolso. Lo colocó justo enfrente del de Enrique. Alfredo pensó en el Mago Merlín de sus aventuras favoritas de niño. Y se imaginó a Patricia como una Morgana insaciable pero eficaz. Y a él mismo...
—Ya está —dijo Patricia ofreciéndole el aparato—. Reenvíatelo. Y el tuyo envíaselo al crítico de cocina de
El Pa
í
s.
Escribe en el texto que es un asunto gordo y que tenemos algo más que enviaremos esta tarde por correo ordinario.
—Enviado —dijo Alfredo. De inmediato borró el mensaje del listado de enviados—. ¡Qué fácil es, Patricia! Ser uno de ellos, un pillo... Comprendo que estés enganchada.
Patricia hizo lo mismo en el suyo, eliminar incómodas huellas, aunque la frase de Alfredo lacerara bastante. Observó bien el móvil de Enrique, vio que el dibujito de bluetooth activado era más visible de lo que esperaba. Lo desactivó. Y entonces buscó el número de Borja en la agenda del teléfono. Había varios, pero solo uno decía «Borja Gratis»; vaya, el sobrenombre de Alfredo había calado hondo.
—¿Qué vas a hacer? —Alfredo parecía retroceder en su deseo, pero ya era muy tarde, Patricia había tomado una decisión.
—«Tienen la factura, la han encontrado. Es solo una cena, tío, no pueden demostrar nada porque hayamos cenado en Albuquerque, ¿no? Joder, demasiados vinos. ¡Ellos han hecho una foto!» ¿Te parece bien? —preguntó Patricia antes de escribir nada.
—No, no pongas eso, es demasiado evidente, querían saber quiénes son «ellos» —esgrimió Alfredo—. Además puedes equivocarte de Borja.
—Solo él es Mr. Gratis.
Alfredo iba a tomar una servilleta, pero prefirió coger los propios dedos del dormido Enrique con la servilleta.
—Díctame tú la frase, quiero que sea algo tuyo, no mío —ordenó, mientras apretaba los dedos del dormido en el teclado.
—Hay que adjuntar la foto primero.
—Pero cómo va saberlo si no la ha recibido.
—La ha recibido, yo me encargué de enviarla antes.
—¿Desde qué móvil?, no te he visto hablar con ninguno.
—Antes —dijo Patricia con severidad y cara austríaca.
—¿El día de la nevada? —preguntó Alfredo adoptando la misma severidad y rostro.
—Tomé una foto de la factura antes de depositarla en el banco. Les he dicho a ellos, a Higgins y compañía, que la habíamos dejado como prueba de que no éramos violencia conyugal en la comisaría de Sloane Square. Ahora buscamos la foto que Borja debió de enviarle después de que yo se la enviara desde el móvil de Eleonora Arrieta.
—Ella no los conoce —dijo Alfredo.
—Alfredo, si me pides explicaciones quiero dártelas todas.
—¿Borja estará implicado?
Patricia asintió. La foto que esperaban se materializó en la pantalla del móvil. Los dedos de Enrique continuaban inertes. Alfredo los tomó y pulsó el símbolo de pegar. El mensaje tenía ahora la foto adjuntada.
«Vaya fiestón. Me gusta el vino, más si lo pagan estos provincianos. Tendrán sus Grammy. Nosotros los contratos», dictó Patricia, Alfredo escribió con los dedos del dormido. La frase, más o menos parecida, Patricia recordaba haberla visto en el móvil de Borja mientras él dormía la noche de la nevada.
—¿Estás segura de lo que haces? —Alfredo no podía dejar de asombrarse ante el arrojo de Patricia.
—Tienen los móviles intervenidos, les investigan por lo de los Grammy. Aun así, ellos se jactan de poder decir y escribirse lo que quieran, Alfredo. Nosotros solo estamos agregando un poquitín más de fuego a la mascletá. Tú lo has dicho, se hace cada vez más sencillo.
Alfredo tomó el móvil y también los dedos de Enrique.
«Es una pena que hable demasiado, Borja», les hizo escribir. Patricia, siempre con servilleta, tomó otros dedos de Enrique, de la mano izquierda, y pulsó «Envío». Dejó caer la mano y, como última jugada, colocó el móvil como si se lo hubiera tragado el asiento contiguo. Cuando Enrique lograra despertar, deseando sobriedad, no lo vería a primera vista.
El avión comenzaba a descender y veían al fondo los arrozales en el Delta del Ebro bañados por esa luz naranja de España. El Mediterráneo muy azul y poco a poco las casas pintadas de colores de los barrios cercanos a la costa. Apagaron el iPod y recibieron al mayordomo con una sonrisa cansada y un gesto de resacón precoz en sus rostros, que a su vez les respondió con otro gesto de desprecio por viajar con pasajeros como ellos en un avión sobresaturado de azul.
—¿Puedes prometerme algo, Alfredo? —dijo Patricia, de nuevo instalados en el coche con chófer que los llevaría hacia el hotel.
—¿Puedes tú? —respondió él.
—Nunca más hablaremos de mis errores.
—¿A cambio de amor eterno? —preguntó él.
Patricia le miró, radiante, excitada, se adentraban en la jugada maestra juntos.
—A cambio de amor eterno.
LA BODA DE DAVID Y PEDRO
Marrero apareció en el luminoso salón de su casa en las afueras de la ciudad vestido de color naranja. Una camisa blanca, de cuellos altos y almidonados, con un jersey de
cashmere
en el naranja característico de una firma francesa. El pantalón era de un tono acaramelado, bien sujeto alrededor de la voluminosa barriga por un cinturón igual que el jersey con la prominente «H» brillante y dorada. Los zapatos eran de ante, casi naranja, por supuesto, y sin calcetines. Patricia revisó la fecha en su reloj, 4 de febrero, y claro, Valencia era así, podías estar a pleno mediodía como si estuvieras en la República Dominicana a dieciséis grados sin aire acondicionado. Y naranja, como las paredes de Madame Jo Jos.
—Mis amigos, «los Infalibles», en Valencia —sentenciaba Marrero—. ¿Habéis visto cómo mandé cambiaros el día, hartos de tanta lluvia en ese Londres de mierda? Aquí está todo el sol de España.
—Ya lo dice Julio Iglesias: «Cada mañana en Europa, un europeo recuerda que en España siempre hace sol.» —Alfredo aprendía deprisa. Patricia se quedó mirando la nuca de Marrero, que preparaba unos
camparis
con zumo de naranja, bebida de verano perfecta para Valencia en finales de invierno. Le pareció, de entrada, que la nuca era más fina, como de un hombre más joven, y que había más pelo en la cabeza. No podía dejar de mirar fascinada a esa cabeza que conocía desde muchos ángulos y deformaciones. Las orejas se habían hecho más grandes, alargadas, como de gnomo. Oirían incluso lo que no se dice.
Marrero los condujo a través de dos, tres inmensos salones. Todos tenían música ambiental y flores blancas muy pequeñitas, Patricia las reconoció de tela, su abuela hacía lo mismo cuando recibía visitas y no era día de cambio de flores. ¿Sería una cuestión de mala suerte aterrizar en la casa de la persona que más desprecias y necesitas en el día en que no se cambian las flores? Había cuadros de impresionismo catalán junto con Tàpies y Chillidas que Marrero compraba a pares, supuestamente siguiendo un criterio cronológico. Patricia pensó que cierto tipo de pintores contemporáneos tienen esa habilidad para la obra prolífica que se magnifica cuando se hacen importantes y entonces cada cuadro es una forma sencilla, aunque afanosa, de abultar cuentas corrientes. Alfredo observaba cada paso que daba ella, como si quisiera que en cualquier momento repitieran el bailecito de Lily Allen.
David y Pedro se entretenían besándose y revisando un número del
Vanity Fair
español, ambos en camiseta, Pedrito con mejor musculatura que David, que ya estaba rojo, como sus pantalones de estilo Boston-encuentra-Marbella disfrutando un verano precoz. Un camarero a quien Pedrito dio un golpecito en la pierna apareció con
champagne
y zumo de naranja, igual que hacen en la aerolínea española antes de despegar. Se besaron, David con cierta complicidad rara dedicada a Patricia. Ella aspiró su perfume, que era igual, cómplice y raro. De ácido dulce.
—Venga, muchachones, explicadle al hermanísimo cómo queréis la fiesta.
—Boda, papá —recordó Pedrito.
—Llena de famosos —dijo David mirando a su hermano.
—Tenemos que invitar al
Vanity Fair.
Seguro que les encantará, un tema como el nuestro, una familia súper de derechas de Valencia que acepta una boda como la nuestra y es más, la convierte en el evento social de la década en la ciudad —dijo con una velocidad inaudita Pedrito, el que nunca hablaba—. En serio, cono, desde ayer solo tengo una palabra en la cabeza:
Vanity Fair, Vanity Fair
y
Vanity Fair.
—Son dos palabras —corrigió Patricia.
—Y famosos —agregó Alfredo.
—Quiero a todo el mundo. Los políticos los pone papá, y esos vendrán todos, pero son aburridísimos. Famosos de la tele. Me encantarían todos los presentadores guapos, los gays y los que no. David dijo que Boris Izaguirre quiere venir.
—Pide seis mil euros —informó Marrero.
—Dáselos, papá —sentenció David en vez de Pedro.
Los chicos se fueron, cogiéndose cada uno por los glúteos y dando saltitos.
—Tu hermano David se ha operado el culo con el doctor Piñón en Costa Rica —dijo Marrero.
—Pensaba que era en Panamá —corrigió Patricia.
—No. Le descubrieron recetando no sé qué droga prohibida en Estados Unidos y ha cambiado de frontera centroamericana —contestó él, colocando una hebra de cabello hacia atrás para enseñar sus nuevas orejas agigantadas.
—Van a pasar muchas cosas este fin de semana —prosiguió Marrero—, una de ellas muy feliz, no tanto como la boda, claro. Sino que aprovecharé para anunciar que, a partir de ahora, con todos mis hijos casados, renunciaré a todas las personas que he sido y regresaré a ser Pedro Marrero, el pobre alicantino que vino a esta ciudad con una mano delante...