Dos monstruos juntos (27 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

BOOK: Dos monstruos juntos
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Reseñas, colas en la puerta, celebridades creando polémica al entrar directamente, saltándose la cola y sentándose en la mesa más cerca de la cocina. Jude Law fue el único que hizo salir a Alfredo de su encorvado mutismo. Entró con una americana sobre el pecho desnudo y saludado por prácticamente todo el restaurante. Besó la mano de Patricia cuando les presentaron y ella, divertida, le hizo una pequeña reverencia. Fue a saludar a Alfredo para celebrar el sándwich de
bacon
escocés y láminas de textura de
bloody mary
. «¡La mejor receta inglesa para la resaca!», dijo, y Alfredo sonrió y le hizo dos más pequeños para llevar en una bolsita. De repente, fue al baño y Alfredo decidió seguirle. Emergieron del aseo con los brazos sobre los hombros y riendo. Patricia rió también, creyendo que el encuentro con el hombre más sexy de Gran Bretaña tranquilizaría a Alfredo. Y tuvo en parte razón. Alfredo diría que mearon uno al lado del otro «Y nos chequeamos, claro. Él está bastante bien, gorda pero no tanto como la mía», le dijo, y estalló en una carcajada. Los días siguientes comenzó a vestirse como el actor: chaquetas grises, cortas y ceñidas, con el pecho desnudo dentro del Ovington, con una camisa muy blanca para acudir a eventos, con cuello cisne, también gris, blanco o de un lila muy suave, a instancias de Patricia. Pero a pesar de esos oasis de entretenimiento la rabia seguía apilándose. Los cuchillos golpeando la madera con golpes secos, duros, amenazadores.

El Ovington estaba a tope, habían dispuesto dos mesas en la acera, una vez conseguida la licencia para hacerlo. Sin hacer nada de calor, tampoco hacía frío. David y Pedro gritaban: ¡PAAATRIIICIIIAAA! Vestidos con poquísima ropa, como si estuvieran en Ibiza.

Ambos acudían cada fin de semana a Londres a probarse los chaqués para su boda, que habían encargado en un sastre de la ciudad. En un principio David quería que su hermano fuera el testigo y Alfredo rehusó probarse ningún traje. David sugirió que se ocuparía del gasto. Eso puso las cosas peor. Patricia consiguió convencer a ambos hermanos de que podía usar el frac con el que Alfredo acudía a las fiestas a la manera de Oscar Wilde. La Higgins, que aprovechaba las visitas de los novios para mantener su guardia en el Ovington, creyó ponerle un lazo al dilema.

—Aunque un frac no es un chaqué, porque el primero es para la noche y el segundo para el día, la belleza de Alfredo podía permitirse vestir el frac como gesto de excentricidad artística en la boda de su hermano.

Alfredo soltó una carcajada grosera en la cara de Higgins y todos sintieron que alguna cosa podría torcerse.

—Que sea una boda gay en Valencia no significa que tengamos que ir disfrazados —dijo al terminar de reírse. Higgins terminó de cagarla insistiendo en que el padre de Pedro, para evitar pronunciar el nombre de Marrero, estaba muy ilusionado con la posibilidad de que Alfredo se encargara del catering. Nunca una pausa fue más larga en el Ovington, y Alfredo no mejoró nada la situación al levantarse de la mesa sin decir palabra.

Los novios y la Higgins no se dieron por vencidos, continuaron hablando hasta la saciedad de aquella boda, la boda, la boda, la boda. Pedro quería un chaleco de algún color pastel, mientras que David lo prefería blanco. David quería llevar tirantes con la bandera británica, Pedro prefería que lo hiciera pero con los colores de la bandera española. David quería llevar sombrero de copa alta, Pedro de copa media alta. David quería llevar bastón de empuñadura de plata y dejaba caer bastante claramente que deseaba que fuera un regalo de su suegro. Pedro prefería que su padre les regalara un piso señorial en la ciudad y la membresía de un club importante. David quería casarse con guantes blancos, Pedro consideraba que era una horterada.

Y Alfredo, tras escucharles un fin de semana entero, estalló.

—No contéis conmigo para la boda, por dios —exclamó—. El dinero que le pediría a tu padre, Pedro, sería... vulgar. Por cantidad. Algo que ni siquiera él podría soportar.

—Si lo caliente está muy caliente y lo frío muy frío, papá es capaz de darte lo que le pidas.

—Seiscientas libras el plato —soltó Alfredo. Volvieron a callarse. Pedro tomó su blackberry y tecleó un mensaje; una vez escrito, dejó reposar el dispositivo sobre la mesa. En menos de un minuto el aparato saltó. Pedro lo tomó y abrió la respuesta escrita. Sonrió y dejó pasar el móvil entre los presentes. Alfredo fue el último en ver el SÍ escrito en mayúsculas.

—Eso es todo lo que os interesa, un espectáculo.

—Pensamos casarnos de esta manera una sola vez en la vida, Alfredo —dijo David.

—¿Qué necesidad tienes de este narcisismo, David? Has sido maricón y jamás te dijimos nada en casa. Pero te casas con este cabeza de chorlito por sus pectorales y un poco de su polla y el dinero de su padre. El dinero más sucio de toda Europa.

Patricia se levantó ipso facto, como si al hacerlo Alfredo fuera a contener sus palabras.

La avalancha se precipitó cuando Pedro expuso que ni siquiera su padre emplearía un tono tan violento y homofóbico.

—Veis homofobia por todas partes y así excusáis vuestros propios errores. No puedes casarte con una cena de seiscientas libras el plato. No puedes permitirte semejante despilfarro, David. ¿Cómo piensas explicárselo a nuestro padre?

—De la misma manera en que tú le restriegas tu éxito todos los días enviándole carpetas y carpetas con los recortes de tus críticas —devolvió David.

—Está orgulloso de lo que he conseguido.

—¿Crees que incluso de haber formado parte de la estafa piramidal de tu último cliente? —soltó David.

—Se acabó, David. Nunca sabes cuándo parar —intervino Patricia.

—¿Yo no sé cuándo parar? Seiscientas libras el plato son cacahuetes para el hombre que escabulló miles de millones de dólares de jubilados y señoras ilusas —prosiguió David, y Alfredo se arrojó directamente sobre su hermano mientras Pedro, Patricia y hasta la Higgins forcejeaban por separarlos.

Sin darse cuenta, lo juraría toda la vida, Alfredo empujó a Patricia fuera de todos ellos. Borja, entrando al Ovington en el peor momento posible, sujetó a Patricia en sus brazos.

Alfredo supo al verlo que se había acostado con Patricia.

La perfecta reaparición. El libro que se había inventado para esconder su verdadero deseo, estar cerca de ella. Poder sujetarla como hacía en ese instante, entre sus brazos de tiarrón que parecen inermes y flácidos hasta que al fin capturan la presa. Patricia se desató, pero era tarde, haberlo hecho solo subrayaba más que habían estado juntos.

Borja exclamó su frase consagratoria:

—Todos los hermanos se pelean en las bodas, y aunque esta sea gay no va a ser menos —dijo.

Alfredo dejó con suma tranquilidad la servilleta que había estado apretando en sus dedos todo ese rato. Alejándose, tomó algo de la encimera y siguió hacia el fondo. Se le hacían eternos los escasos metros de un pasillo empeñado en estirarse y estirarse. Estaba diciendo cosas sin sentido ninguno, palabras detrás de otras: nombres, veneno, piernas rotas, asco, la­pu­ta­de­mi­no­vi­a­se­a­cu­es­ta­con­quien­qui­e­ra, la­pu­ta­de­mi­no­vi­a­se­a­cu­es­ta­con­qui­en­qui­e­ra, la­pu­ta­de­mi­no­vi­a­se­a­cu­es­ta­con­qui­en­qui­e­ra, la­pu­ta­de­mi­no­vi­a­se­a­cu­es­ta­con­qui­en­qui­e­ra,­ la­pu­ta­de­mi­no­vi­a, la­puta­de­mi­novia,­ ­la­pu­ta­de­mi­no­vi­a­, la­pu­ta­de­mi­no­vi­a­.

—Cállate, Alfredo. —Era Patricia en la puerta del despacho entrando con gesto de enfrentarlo. Alfredo sabía que no era esa la razón de estar ahí. Como todo en los últimos días, lo había calculado. Levantar la liebre con la boda del hermano, citar a Borja, hacerle hablar, llevarle hasta el despacho.

—Mírame, Alfredo, te estoy hablando. —Pero Alfredo no la miraba, veía por encima de ella. Detrás de él la estantería estaba repleta de los platos valencianos.

Alfredo soltó lo que tenía en la mano, un trozo de carne despedazado. La empujó dentro mientras Joanie y Francisco entraban en la sala para servir los segundos. Alfredo cerró con doble vuelta de llave la puerta.

—Dame una razón para no creer que ese tipo, Borja, y tú no habéis estado juntos.

—No tengo ninguna. Era necesario para tener más información —soltó ella.

—¿Te folló?

—No me gustó.

Alfredo sintió que esta vez no podría controlarse. Que la mataría y luego se mataría a sí mismo, con los cuchillos, en el medio del torso un poco hacia arriba, como se cortaban los patos para extraer las pechugas y mantener el trocito de pata. Iba a destrozarla, a romperle la nariz, a patearla hasta que escupiera la última gota de sangre, y entonces vio los platos detrás de ella. Las falleras perfectamente alineadas, una detrás de la otra, el negro de sus faldas y peinetas sobresaliendo en el canto de cada plato creando una nube negra encima de Patricia. Ella balbuceó un detente y Alfredo la apartó con tal fuerza que la hizo tambalear y probablemente romperse algo. Se abalanzó contra el mueble que albergaba los horribles platos, una vez, otra vez, hasta cinco veces, el ruido de los platos cayendo y ahogando el de la puerta que Joanie y Francisco intentaban abrir. Patricia se había roto un brazo, un hueso tonto al caer mal y se dolía, pero Alfredo continuaba destruyendo platos, golpeando el mueble hasta reducirlo a maderas rotas. Joanie y Francisco derrumbaron la puerta y detrás de ellos, Borja, David y Pedro junto a una buena parte del restaurante. Patricia deseaba hacer un gesto a David para que alejara a Borja, pero Alfredo lo habría detectado. David lo comprendió todo al ver a Patricia dolida, mirándole aterrorizada. Consiguió escabullir a Borja de allí antes de que Alfredo se girara. El resto de presentes, como eran ingleses o habían aprendido a parecerlo, entendieron más rápido que otros humanos que lo peor había pasado y no tenía ningún sentido seguir allí observándolo.

Guiada por esa inesperada normalidad, Patricia recogía algunas piezas rotas de la destrozada vajilla con la mano del brazo bueno y las colocaba en montañitas como podía mientras en el iPod sonaba Elvis y era, cómo no iba a serlo, «Suspicious Minds». «Estamos atrapados en una trampa, no podemos volver atrás...» Alfredo, con un hilo de voz, terminaba de cantar «porque te amo tanto, amor mío».

Patricia volvió a cerrar, en la medida que pudo, la puerta desencajada.

Y fue allí cuando vio el trozo de papel, sobresaliendo de uno de los platos rotos.

CAPÍTULO 27

UNA LUZ SIN SENTIDO

¿Cómo sobrevivieron a esa horrible escena en el Ovington?

Alfredo insistió en que Patricia pusiera una denuncia por agresión. Ella se resistió, pero algo le hizo pensar que a la larga sería una buena idea. Fueron juntos a la comisaría de Sloane Avenue. Detallaron la escena: «Celos desbordados y violentos», recordó él haber dicho. «Soy culpable», dijo de pronto Patricia. «Somos dos monstruos juntos», terminó la declaración y emergieron de la comisaría sin mayores cargos. Avanzaron en silencio por las calles medio mojadas, los taxis negros y de pronto un Rolls-Royce, un Lamborghini y un Carrera desfilando ante sus ojos de lágrimas agolpadas. Él dijo perdón y hubo un silencio, y ella decidió pasar su brazo bueno por su cintura y abrir con su otra mano, aunque le dolieran los huesos rotos, sus labios tan cerrados. Poco a poco la lengua de ella consiguió derribar esos dientes apretados que todavía trituraban la frase sin espacios.

—No soy puta, Alfredo. Soy solo tu novia —dijo ella.

El día, otra vez el día, otra vez la ventana abierta en Cadogan Gardens, la vecina entrando con el perrito en el jardín vecinal abrigada como si fuera a cruzar Siberia.

—Dicen que va a nevar a mediodía —musitó Alfredo.

Patricia no le escuchaba, estaba abstraída en el vestidor, armando prendas y combinaciones. Alfredo respiró hondo, sucedido lo peor volvían a repetir hábitos. Un beso, se había vendido por un beso, un día más, una vida más. Porque no podía vivir sin ella. Porque no podían estar con nadie más, porque el amor lo había querido así, pese al dolor, la incertidumbre, la traición. Cada vez que lo pensaba, que veía el rostro de ese tío desperezándose en la silla de la mesa doce en el Ovington, sentía el descontrol dominándole. Y al mismo tiempo, muy hondo dentro de sí, le empezaba a dar igual.

Patricia estaba en la puerta, vestida con un abrigo verde esmeralda y botas-piernas o piernas-botas de exagerado morado. Tenía el brazo en cabestrillo y con el otro sujetaba un bolso caramelo.

—¿No debería ser al revés la combinación? —se atrevió a preguntar.

—No tengo ropa más abrigada —fulminó ella—. Nunca es de buena educación comentar el atuendo de tu novia. El doctor quiere ver bien la fractura. No tardo nada. Después iré al banco.

—Puedo ir yo.

—No, es cerca del médico.

Alfredo se quedó mirándola. Ella también y le envió un beso. Alfredo la tomó por el brazo bueno suavemente antes de salir.

—Haré la boda de mi hermano. Y montaremos ese club donde quieres hacerlo, en Brydges Street. Ya he visto el sitio, tiene tres plantas. Es perfecto.

—Gracias —dijo ella.

—Pero quiero que pongas el dinero donde yo te pida.

—Ok. Ok, es tu dinero.

—Puede quedarse aquí, en Londres. ¿En el banco donde vas ahora?

—Muy bien, así será.

—¿Te imaginas que ponga veneno en la comida de Marrero? —dijo, forzando una risotada. Patricia prefirió sonreírle.

—Tu hermano será mucho más rico que tú, el verdadero braguetazo de la familia —respondió Patricia, alejándose hacia el ascensor.

Patricia se dirigió al banco de Jermyn Street esquina con Lower Regent. Podía adivinar que nevaría, algo fácil, sobre todo calculando el nivel de frío que le cruzaba la cara, a ella y a todos los transeúntes. Pero era más que una nevada, algo inaudito para la ciudad. Nieve abalanzándose por las entradas de la ciudad, nieve derramándose en todas las grandes esquinas de la urbe, como esta en la que ahora se movía, Coventry, prolongación de su adorada Regent para bajar hacia Jermyn y al fondo, ya en Pall Mall Street, podía ver las estatuas de los héroes de guerra coronándose de blanco.

Por supuesto que sentía frío, más aún con el cabello tan corto y el abrigo tan pegado al cuerpo. Cierto que las botas parecían llegarle a la ingle, pero no era suficiente, las mallas de
cashmere
violeta no abrigaban tanto. Le pasó por la mente morir a las puertas del banco, como una versión moderna de la vendedora de cerillas. Se le cortaba la respiración, la temperatura bajaba velozmente y ella luchaba por alcanzar el recinto. Sintió los copos de nieve entrando en su garganta. Dentro del banco todos la miraron, también lo esperaba, vestida como estaba para atender un desfile de modas antes que gestionar un futuro financiero.

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