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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (31 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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—Y dos detrás —dijo de pronto Alfredo.

Marrero rio.

—Me parece que Enrique no pudo explicaros bien todo lo de los Grammy..., ¿no? Dice que empezasteis a bailar y por un momento pensó que los dos ibais a zampároslo sin miramientos.

—No me salen los
camparis
como a ti, Marrero...

—Ya. Bueno, me da igual si ahora os gusta hacer tríos, como la gente que va a la tele y lo cuenta. Vaya si ha cambiado este país, desde luego. Pero a lo que iba, vamos a traer los Grammy Latinos a esta mierda de ciudad.

Parecía que las orejas se movían solas; así como en otras operaciones los ojos y los labios iban a su propio ritmo, las inmensas orejas tenían ahora una musicalidad y la palabra Grammy ciertamente las excitaba.

—Oye, un poquito de emoción... —les instó Marrero.

—A lo mejor somos un poco más de los MTV —se justificó Alfredo.

—Pues hazte de los Grammy, tío, que es la onda y mira que te quiero contratar para todos los
caterings
que nos pidan.

—Perfecta razón para engordar facturas —dijo Patricia.

—Lo hemos hecho otras veces, ¿o no? —zanjó Marrero—. Por favor, ¿todavía estáis en ese dilema de si hacemos lo correcto o no? El dinero se acabó, en menos de dos años no habrá un puto ayuntamiento de este país contratando nada. Estos Grammy son la oportunidad para salir por la puerta grande. Y tapar nuestros agujeros...

—No tenemos deudas —dijo Alfredo.

Patricia carraspeó un poco más. El buen clima siempre le afectaba la garganta. Le molestaba seguir viendo y sabiendo de antemano todo lo que les sucedería. Y comprobar que Alfredo no terminaba de comprender la medida, la hondura de eso en lo que estaban metidos. Era clarísimo para ella, Marrero quería comprar, sobornar a cualquier precio, todavía a más gente, ahora un ayuntamiento, mañana, si no lo había hecho ayer, un gobierno para que, si saltaba el escándalo, el ruido de uno permitiera tapar el grito de otros.

Marrero había mandado construir una carpa para la boda de su hijo gay. Naranja, por supuesto, lo que en realidad ofrecía una luz muy bonita, cálida, como la llamó David cogido de la cintura de su futuro marido mientras una decena de operarios disponían las mesas cuadradas (siempre todo era cuadrado con Marrero) y dejaban sobre cada una de ellas los manteles y los altísimos protectores de cristal tallado dentro de los cuales irían las velas con distintos olores de la tierra valenciana: naranja, jazmín, limón, un deje de arcilla y mar. Pedro los había diseñado y una amiga los había fabricado con vistas a comercializarlos después de que la boda se convirtiese en el comentario del todo Valencia. Quería llamarlos «Protectores del amor encendido».

Alfredo no tenía claro si hacía ensalada de langosta o repetía el milhojas de bogavante que tanto gustó a Marrero aquella noche en el Ovington. Le repateaba la idea de repetir ese menú, fue la noche en que el padre del novio le enseñó su precio a Alfredo, el precio con el que le estaba comprando, el precio con el que para siempre le apartaba de ser el cocinero creativo y entregado a la defensa de su arte, su talento, para convertirse en uno más de una extensísima red de ventas y alquileres de almas, recuerdos y deseos. Y negocios.

Pero era un buen menú para una boda, gay o lo que fuera. Langosta o bogavante, crustáceos glamour, podría llamarlos. Y pato. Y chocolate. ¿Cómo iba a servir lechuga en pleno febrero, por más Valencia que fuera, por más gay y delirante que fuera la fiesta? No se puede abrir un menú con una ensalada en pleno febrero. Será el milhojas de bogavante, la última concesión al monstruo de Marrero.

Pero qué hacer con las langostas, allí vivas, moviendo las tenazas con tanta fuerza como para romper las gomas que las sujetaban. Un tartar sería un espectáculo, pero no podía triturarlas como la carne; el milhojas en realidad era una variante de esta posibilidad. Servirlas en rodajas creando una fuente interminable, la fuente de langostas que todo el mundo comente cuando la boda sea pretérito. No habría tantas, aunque pudiera pedirlas. ¡Un bisque de langostas frescas! Que abra el espectáculo, los camareros entrando en fila, levantando las tapas de las cazuelas y el vapor del caldo desplegando su olor y sabor. Atinadísimo. ¿Que siguiera después más bogavante? Hombre, era una boda gay, en Valencia, en la casa de Marrero, qué más daba la redundancia si todo era exageración. Solo faltaba un guiño a los Grammy Latinos, una condición no tan disimulada de Marrero. En el fondant de chocolate, al esparcirse sobre el plato, recorrería un dibujo hecho con azúcar granulada que leería Grammy en el plato. No, algo mejor, la tarta en sí que fuera en forma de Grammy. Una vez vio uno en casa de un músico español donde servía una cena. Un gramófono varias veces repetido, que serían los pisos de la tarta. Ocho Grammy, como los que ganó Alicia Keys, por ejemplo.

Patricia convenció a Marrero de que eran mejor mesas redondas a escasas horas de la boda. Y las sillas con espaldares redondos «como la mítica silla Dior», había exigido. Las cuadradas se reutilizarían en las terrazas donde se ubicarían los distintos bares, uno de ellos destinado a preparar los cócteles favoritos de Alfredo con él presente. Marrero recibió la noticia del cambio de mesas con un resoplido, varios gritos de «maricones de mierda, por qué no van y se casan en un bar de ambiente y dejáis de darme a mí por culo que no me ha gustado nunca», pero terminó reconociendo que el efecto final era, en sus palabras, «de una preciosura acojonante, coño, ninguna novia tendría una carpa igual en Valencia ni en otro rincón de España». Patricia fingió sentirse incómoda en recibir el título de decoradora, pero había realizado un escenario inolvidable. El tono de mantilla dorada que desprendía la inmensa araña en el centro hacía juego con el naranja de la carpa y era como un Sorolla en tercera dimensión. El titilar de las velas desprendiendo olores y reflejando sus llamas en los cristales de los protectores que los cubrían; el brillo de la cubertería por estrenar (una parte de ella destinada a ser el regalo de algún socio de Marrero a los novios); la impolutez de la vajilla, los bajoplatos de oro viejo, las servilletas blancas almidonadas hasta donde era posible y anudadas con una cinta de tela dorada para las señoras, naranja como el jersey de Marrero para los caballeros. En los centros de mesa figuritas de porcelana, otro guiño a la idiosincrasia valenciana. Y los faldones de los manteles reproduciendo imágenes de los viajes de los novios en un alarde de tecnología.

La luz era tan naranja que las cicatrices de las múltiples operaciones de Marrero se notaban como fideos que bailan en el agua hirviendo.

—Sería realmente una muestra de valor y amistad que el impresentable del President viniera a la puta boda gay de mi hijo y el maricón de tu hermano —comenzó—. Todo el mundo termina traicionándote, Alfredo y Patricia, no lo olvidéis nunca. Mírame la cara, sé que ves unas cicatrices espantosas, y capas de maquillaje, al final voy a terminar siendo más maricón que mi hijo. Miradme, miradme bien, yo solo he ayudado. Es verdad que no nací millonario, igual que tú, Alfredo. Pero en este mundo de machos, tú y yo, sobre todo yo, tuvimos que pelear cada céntimo y acumularlos para comprar a otros y ver crecer nuestras vidas. Eso es lo único que he hecho, usar el dinero para ayudar a otros. Ayudar a ser un tiburón de las finanzas a unos cuantos en esta parte del mundo —se atragantó, lloró al toser, continuó—. Demasiado mar, demasiada comida, demasiada vergüenza por estar debajo de los catalanes y su imperialismo y este Levante malencarado y chapucero.

—Nunca imaginé que te oiría hablar así, Marrero —interrumpió Patricia.

—Dicen que los padres se ponen sensibleros en las bodas de sus hijas. No voy a ser menos. Intento explicarme y reconozco que este tramo final me supera. Me veo en el espejo, para afeitarme y no cortarme, y me pregunto qué coño hago aquí si puedo ser tantas personas en al menos tres esquinas del planeta. A lo mejor porque quiero hacer algo bueno. —Los miró, Patricia intentaba no mover un músculo y Alfredo solo podía mirarlo con desprecio.

—Tu perfecta ingeniería financiera, Patricia, tiene un problema. Si yo caigo, el estrépito será ruidoso, más que una falla. Pasarán muchos años, muchos, antes de que puedas acceder a esas cuentas sin que te impliques y termines acompañándome a la cárcel.

—No irás a la cárcel —dijo Patricia.

—Patricia, no sigas haciéndole el juego, basta ya —intervino Alfredo.

—Déjala, Alfredo. Su plan es perfecto. Patricia es brillante, al tenernos en la cárcel no te molestaremos ni perseguiremos, ni mucho menos te partiremos en dos una noche cualquiera que Alfredo no esté en Londres. Pero costará mucho el demostrar que hicimos algo malo. Comprar y sobornar durante muchos años tiene esa recompensa, querida, por eso lo hacemos. Es la más segura de las inversiones. Al principio todo el mundo, sobre todo el público, cargará y cargará contra nosotros. Pero luego se cansarán. Una noticia jamás dura más de una semana.

—Imaginaba que tú preferirías ser esa excepción —matizó Patricia.

Una camarera interrumpió para informar de que los fotógrafos necesitaban ocupar sus puestos en la puerta para la llegada de invitados. Uno de ellos ya estaba allí. Marrero fingió sobriedad para asumir su rol de anfitrión en la boda. Colocó su brazo para que Patricia le rodease. Esperó con ese rostro pétreo de cicatrices traicioneras, asumiendo cualquier tiempo que Patricia necesitara para rodearle. O, dado que era la boda gay de su hijo, lo hiciese Alfredo.

Patricia se acomodó a su lado.

—Sabes que no sé tanto para robar —afirmó.

—Si llevas todo el dinero a cuentas vírgenes, el empleado más estúpido tendrá que reportarlo —le dijo Marrero como si quisiera ayudarla. Patricia miraba al fotógrafo ajustando su objetivo.

—Tienes que mover el dinero de una cuenta a otra, todos los días hasta que mueras. Lo sabes, ¿no? —siguió Marrero. Patricia no dijo nada.

—No te quedes siempre en el mismo continente. China está muy bien, es casi tan corrupta como nosotros. Pero tienes que moverte. Península Arábiga, fábricas de pilas para móviles... Cuando te canses del norte, vete al sur. Cuando te canses del sur, de vuelta al norte. Y evita Grecia y Argentina. Recuerda, cada cuenta es una empresa. Repítelo: cada cuenta es una empresa.

Patricia decidió mirarle a los ojos.

—Pensaré en ti mientras me pudra en la cárcel —concluyó Marrero.

—No irás a la cárcel —repitió Alfredo, tan seria su voz, tan determinada su mirada que Marrero perdió el ritmo de sus pasos—. Irás a un sitio mucho peor —sentenció, inmediatamente después del flash.

Entraban invitados, ninguno parecía ser el President.

—Sé que aún no estamos todos —empezó a hablar Marrero desde un peldaño de la interminable escalera—, y que los novios, porque así les vamos a llamar toda la noche, los novios, uno de ellos mi hijo predilecto, están allí arriba esperando para hacer su entrada triunfal. Yo no me eduqué para entender cosas como esta. A mí me enseñaron a cazar, otear y disparar. Montar a caballo y saber distinguir cuál de las mujeres era la mejor para ser la madre de tus hijos y cuál... para otros menesteres. Pero Dios me ha dado un hijo diferente. Y ahora los socialistas me dejan tener otro... ¡político!

Las risotadas de los presentes se mezclaban con comentarios altisonantes. Marrero hizo subir a Patricia el escalón. Ella aceptó, sin dejar de mirar a Alfredo.

—A mí me habría encantado que mi nuera fuera esta belleza de mujer. Por dentro y por fuera. Una mujer de su época, amante y trabajadora...

Patricia sonrió y meció su pelo corto como si aun fuera melena.

—Pero por las cosas de esta puta modernidad mi nuera auténtica es un caballero, todavía más bello que esta preciosidad —señalaba a Alfredo y las señoras del Palau le lanzaban miraditas cariñosas y Alfredo pudo ver entrar a Borja, a Enrique, a la Higgins y al negro.

—El bellísimo Alfredo, coño, el que todos creíamos que el maricón era él y no su hermano que será mi nuero —culminó Marrero agitando mucho los brazos y recibiendo una ovación que mezclaba a la perfección el espíritu de la boda: estupefacción, repulsión y ganas de circo.

Alfredo recordó la primera ocasión que sintió fascinación por una escalera. Tendría catorce años y en el Méliès de la calle Villarroel, en Barcelona, proyectaban
Encadenados.
Hitchcock en estado puro. Ingrid Bergman es obligada a casarse con un ex nazi refugiado en Río de Janeiro y quien le dirige a hacerlo es su verdadero enamorado, Cary Grant. El nazi vive junto a su madre, más temible que él, en un palacio en las afueras de la ciudad tropical. Grant convence a Bergman para que su marido ofrezca una fiesta para presentarla en sociedad. Grant acudirá para investigar y recoger pruebas que demuestren las actividades ilícitas del nazi en la ciudad que le acoge. Y allí sucede el célebre plano en contrapicado de Hitchcock, como un águila que desciende desde lo alto de la escalera de la mansión, rozando sus curvas, deslizándose en la suavidad de su mármol negro como una serpiente que se enrosca alrededor del cuello de sus víctimas. El plano se desliza por esa escalera hasta alcanzar a Bergman, como Alfredo en la boda de su hermano, al pie de la escalera y escondiendo en sus manos la llave de acceso a la bodega donde el nazi esconde todos sus secretos. Es una película de 1946 y la perfección cinematográfica es inmortal. La tensión en la escalera, el secreto en las manos, la puerta abriéndose para recibir invitados y cerrándose para avivar la expectación hasta que al fin entra Grant, el héroe oscuro, el hombre que activará todos los peligros. La escalera, otra vez, la escalera es la única que sabe todas las claves, que soporta la pisada de todos los implicados y permanece intacta entre las ruinas que bailan en su memoria para devolverle la escena completa y percatarse de que su vida ha terminado por parecerse a esa escena.

—Alfredo —sintió la voz ronca y rota. Y el olor a Agua Brava de su infancia y los primeros días de julio camino de Llavaneras. Era su padre, Alfredo Raventós, el mejor fabricante de salchichas de la alta Barcelona.

—Te ves asustado, hijo —continuó el padre viendo pasar las bandejas con espigadas copas de
champagne
.

—¿Te imaginabas que David fuera a casarse de esta manera?

—No. Pero no podía faltarle. Realmente se está llenando de gente rarísima. ¿Quiénes son esos vestidos con fracs blancos como si fueran una orquesta de algún musical?

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