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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (37 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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—Por eso has podido mantener esta impresionante colección, abuela.

—Es auténtica. Los Manet, los Murillos, mis queridos Modiglianis, el pequeño Goya que, entre tú y yo, no me gusta nada, demasiado contra todo y luego enamorando duquesas, el típico izquierdista. Los Picasso que nos obligó a comprar el inútil de Mariano, mi primer hijo, que se queme en el infierno de los suicidas. Y.. —detuvo su apresurado hablar, estaba hablando del abuelo de Patricia; la miró como nunca antes lo había hecho— «el Velázquez 101», como lo llamé yo.

—¿Velázquez 101? —siguió el juego Patricia.

—¿Sabes que se supone que el maestro no pintó más de cien cuadros? Yo tengo el que demuestra que al menos pintó uno más. Y lo tenemos en esta casa.

Patricia se quedó con la boca abierta delante de su abuela.

Esta se levantó, sola, y sacudió una de las manos enjoyadas ante Douglas y Alfonso, que se retiraron ipso facto. Sosteniéndose en los tacones de sus recién estrenados zapatos fue detrás de una de las pesadas cortinas de verde gris. Pulsó un botón y el mediano Manet encima de la chimenea comenzó a girar. Empezó a surgir otro cuadro, oscuro, más rojizo que oscuro, como si fuera la cabellera de una medusa escocesa. Cuando terminó de girar, delante de ellas había un espectacular óleo, en efecto, de colores vivos, un otoño perenne, que reflejaba a una familia blanca, mediterránea, siempre europea, atendiendo a sus menesteres mientras una visión iluminada aparece en sus vidas.

—Velázquez gustaba mucho de incorporar lo milagroso en lo cotidiano, ya sabes. Hay dos parecidos. Este se cree o bien perdido o definitivamente falso.

—¿Por qué no lo has enviado a investigar? O, conociéndote, lo tienes investigadísimo y...

—Me gusta tenerlo escondido. —Alargó sus manos para servirse una copa de
champagne
—. Sé que estará allí hasta que alguien realmente lo necesite.

—¿De dónde proviene? —preguntó Patricia, y ya estaba arrepentida.

—Unos alemanes que tuvieron que huir de Berlín al final de la guerra y recalaron en el oriente venezolano.

Patricia miraba el cuadro obsesivamente. De ser auténtico, si lo hiciera suyo, si consiguiera que la abuela se lo entregara, tendría el argumento perfecto para construir una fundación alrededor de la obra, para facilitar su presentación en museos, galerías, colecciones y ferias y permitirle a su dinero de la cuenta Popea-Chanel pasar a llamarse Popea-Velázquez, y así toda la fundación albergaría sus cuantiosos dividendos. Todo lo que hubiera en las cuentas, todo lo que ella había distribuido. De norte a sur y al revés. Todo lo que había colocado a nombre de su propia abuela, todo lo que Alfredo y ella habían atesorado en Aruba, todo eso podía reunirse en una fundación para la preservación de este único, inaudito cuadro.

—A lo mejor eran nazis los pobres Uhren, que accedieron a que Pedro les comprara este cuadro. Tenían un hijo que se había metido en líos anti gobierno y no querían que muriera o desapareciera. Pedro sabía cómo arreglar estas cosas.

Patricia sintió un nudo en la garganta; la forma en que su abuela podía contar una historia atroz la debilitaba.

—Los Uhren, pobres, cocinaban realmente tan bien en aquella Caracas. Eran tiempos diferentes, la gente no andaba preguntándose cosas incómodas, si eran de izquierdas o de derechas, si defendían dictaduras o democracias. Al menos no los padres, ¿comprendes? Eso era cosa de los hijos, que ya habíamos perdido todo control sobre ellos. Y como los que escriben la historia son ellos, homosexuales exhibicionistas, nos hacen quedar como bestias feroces, dentellando nuestro descanso. No éramos malos porque sí, teníamos enemigos y debíamos enfrentarnos a ellos. Estábamos todos contra el comunismo, Patricia, y tener ese único enemigo, ya ves, organizaba la vida mucho mejor que ahora, que todo son espejismos —sentenció Graziella.

—Esa fue la última vez que estuvimos juntas, abuela. En 1989, noviembre, cuando la caída del Muro de Berlín.

—Mira lo que nos ha traído. Crisis, creímos que seríamos ricos más de veinte años y ni siquiera. Pero te he perdonado, Patricia. Te perdoné incluso esa misma noche.

Patricia no perdió tiempo, explicó con toda la parsimonia posible su idea alrededor del cuadro, aglutinar una fundación que encerrara todas sus cuentas. Una fundación con múltiples ramificaciones, la preservación del cuadro, la investigación sobre posibles grandes reliquias extraviadas en el mundo, la lucha contra el hambre y mejores vías de educación para los países pobres. Nada de lucha contra el sida ni cosa alguna que pudiera incomodar a Graziella.

—Porque quiero que lleve tu nombre —culminó Patricia—. Y estemos juntas en la junta.

Graziella volvió a llenar su copa de
champagne
.

—¿Empleas alguna de mis cuentas para desviar esos fondos?

Patricia afirmó en silencio.

—¿Alguna de mis cuentas en Europa?

—La que abriste para mi fideicomiso después de tu desaparición. Lo he hecho desde el principio, antes de dejar Nueva York.

—Qué hábil. Así parecerá que he decidido heredarte en vida, ¿no? Lo mismo podemos hacer con el cuadro, claro. Eres magnífica, Patricia. Tu abuelo estaría tan orgulloso de ti, querida mía.

Iban a abrazarse pero prefirieron evitarlo. Fue como si una de repente temiera de la otra.

—Necesitaremos cierto tiempo para ponerlo todo en orden. —Volvió a levantar la mano, esta vez la izquierda y apareció Douglas solo.

—Douglas, ¿de cuándo es mi último testamento?

—La semana pasada, Graziella.

—Incorporaremos un codicilo que lega a Patricia el Velázquez a través de una fundación. Pero claro, Patricia, tienes que quedarte más allá del fin de semana.

Douglas miró a Patricia como si fuera su padre.

—Hace muchos años tuve la idea para esa fundación, pero tu abuela no quiso hacerme caso.

—Hace muchos años, Douglas, no necesitábamos aparentar ser pobres para dejar de serlo —afirmó Graziella.

Douglas se limitó a servirles más
champagne
antes de volver a desaparecer.

Graziella se acercó todo lo que pudo a Patricia.

—Me gustaría ponerle una condición a lo que me pides, Patricia, pero no encuentro ninguna.

—Te ofrezco mis disculpas por haberte malinterpretado veinte años atrás.

—Hum, quizá con eso sea suficiente. Pedro siempre decía: todos los que nos acusan de corruptos terminarán siéndolo algún día. Y en el fondo, aquí estamos, organizando el futuro en medio de la peor crisis mundial, recurriendo a lo único que siempre sale bien, la trampa, querida Patricia, la ilegal legalidad.

Patricia retrocedió ante las palabras de su abuela. Eran perfectas, no les sobraba ni una coma.

—También quisiera pedirte algunos de tus trajes,
grandma
Graziella.

—¿Mis trajes de tantas décadas atrás? Patricia, qué idea más loca. Están aquí, es cierto...

—Muy bien preservados, estoy segura —afirmó Patricia.

—Con tanto dinero podrías hacértelos nuevos.

—No tendrían el mismo efecto.

—Pero ¿crees que puedes cambiarlo todo con un
look
? —inquirió Graziella con la voz muy seria.

Patricia movió la cabeza afirmativamente. Sintió como si su abuela se convirtiera en una especie de cobra delante de las tumbas de los faraones, alerta, helada, cargada de veneno. Y que ella empezaba también a volverse serpiente, más pequeña pero igual de peligrosa, aprendiendo de la cobra para atacarla. Sin atreverse a levantar la mirada, Patricia concluyó que sentía que podía matarla, a la abuela, a esa imponente, majestuosa figura conservada entre las paredes de madera de esta casa-castillo. Pero al mismo tiempo que elaboró esa idea prefirió borrarla, sospechando que la cobra delante de ella leyera la mente.

Graziella tomó de la mano a Patricia, abandonando el salón, volviendo al hall y subiendo juntas la escalera de madera, adornada por cuadros mezclados, retratos de antepasados inexistentes, ninguno con los rasgos indios de la delgada mujer ascendiendo los escalones. Abstractos y cinéticos, obviamente algunos venezolanos y bodegones más contemporáneos. En una silla o más bien taburete del rellano descansaba un libro abierto. Patricia lo recogió.

—Un hijo de puta homosexual que tiene seducidos a los españoles —dijo Graziella, empeñada en no detenerse. Patricia revisó bien el libro.

—Le conozco, estuvo en la boda del hermano de Alfredo.

—No puedes llamar boda a ese circo, Patricia. Por dios, España se ha vuelto loca en todo el sentido de la palabra.

Patricia devolvió el libro abierto al lugar.

—Diré a Douglas que lo embadurne con esas salchichas polacas que compramos para el desayuno y se lo tire a los perros.

Entraron en la habitación que ocupaba toda la segunda planta. Un vestíbulo con una mesa que parecía la mitad de la que recibía a los invitados en el hall de entrada. Y sobre ella grandes portarretratos de plata brillante pero no nueva. Patricia dejó escapar un ¡guau!, la exclamación quedó suspendida en la estancia ante la profusión de luminarias del siglo XX con los que se había retratado
grandma
Graziella. Los Duques de Windsor, ambas damas besándose al aire en un baile. Jackie y Onassis en otra fiesta, tomándoles de la mano. Millonadas célebres, presidentes, tenores, estrellas de cine. Parecían todos tener en común que no estaban vivos. La única superviviente de cada foto era ella, la abuela, Graziella. Colgada en la pared tapizada con la seda color menta que cubría toda la habitación, estaba ella, en su juventud, fotografiada por Horst en la entrada de la que fuera su mansión de Caracas. Dos pasillos se ofrecían a izquierda y derecha. El de la izquierda dirigía a un baño de visitas, abierto y encendido, saturado de espejos y flores recién colocadas, las rosas de distintos colores del jardín y frascos de perfumes, una de las obsesiones de la abuela, de distintas épocas y marcas. El de la derecha llevaba a la habitación, con una sala enorme de sofás del mismo esmeralda-menta que las paredes, si acaso los colores de los muebles más desvanecidos por el uso pese a que los cojines estaban tan ahuecados que imploraban no sentarse. Un Renoir, un Modigliani y un Fontana rosado convivían en las paredes. Patricia recordó a un amigo de su juventud que le preguntó si eran reales. Sí, lo son, y el amigo se rio. Era imposible reunir esa calidad de arte en una casa en Edimburgo. Pero el tiempo le dio la razón a Patricia. Muchos de los cuadros de la abuela Graziella adornaban las mejores exposiciones de esos autores en los mejores museos del mundo, siempre bajo la celosa placa de «colección privada. Edimburgo», sin nombre propio. El impresionante escritorio de la abuela, un mamotreto de caoba reluciente, cubierto de libros, agendas, invitaciones y flores. De niña, recordó Patricia, tenía una máquina de escribir. Ahora un Apple de última tecnología. Al fondo, delante de otro ventanal igual al de la biblioteca, la cama en la misma caoba que el escritorio, de cuatro postes y cubierta en la misma seda color menta, perfectamente vestida, con tartanes y almohadas y algún cojín con las típicas inscripciones divertidas. «No soy reina madre, solo reina», leía una. «Deja para hoy lo que no alcanzaste a hacer ayer.» Graziella se quedó detenida en la puerta de enfrente, la que conducía a su vestidor y baño, pero permitió a Patricia que fuera hacia el ventanal. Se podía contemplar el parque de robles detrás de las avenidas de Newtown. Y, como una pulsera de diamantes, el mar esperando la caída del sol.

—Bello, ¿no? —dijo Graziella—. Mucho mejor que la salvaje Caracas, sin duda. Eso tengo que reconocerle a ese escritorucho marica y resentido: solo deshacerte de unos cuantos desgraciados te permite vivir de esta manera.

Patricia sonrió. Y esperó a que su abuela se adentrara primero en el pasillo hacia el vestidor.

Eran cuatro puertas. La primera a la izquierda daba al baño, un camposanto de mármol verde con vetas blancas. Lo recordaba perfectamente, tenía un punto masculino. La bañera en un lado, amplia, y con aspecto de estar infrautilizada, pero rodeada de bustos de diosas griegas y soldados romanos. Enfrente, la amplia ducha protegida por una puerta de pesado cristal ahumado. Entre ambos un sofá, una pequeña mesa bajera repleta de revistas de cotilleos y moda y detrás de esta la pared dividida en estantes para colocar cosmética y farmacopea en orden alfabético. El tocador y lavabo eran una misma cosa, iluminado por distintas lámparas de diferentes décadas y varios juegos de peinado colocados pulcramente. La segunda puerta correspondería a aguas mayores y al bidé. Enfrente, un pequeño camerino, dos butacas mirándose, la ropa de hoy de Graziella organizada pulcramente encima de cada. Todo un nuevo atuendo para el día siguiente en la otra. Un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta. La voz de Graziella la instaba a adentrase en la siguiente puerta y así lo hizo, mientras la anciana encendía uno a uno los faros que iluminaban los encofrados de cristal que preservaban sus vestidos de Fath, Dior y Balenciaga, una colección tan irreal como la de sus obras de arte.

—Me queda tan poco tiempo de vida, Patricia. Hemos enterrado a todos: a tu madre y al inútil de tu padre. Tu hermana es feliz pariendo hijos sin futuro. Has vuelto, has hecho lo que tenías que hacer. Todo lo que quieras de esta casa es ahora tuyo. Te deseo suerte con esa fundación, solo que no la hagas a mi nombre. Hazla en el nombre de tu abuelo. Le gustará saber que, a fin de cuentas, todo lo que hizo, esos difíciles interrogatorios, defender una dictadura como aquella en Venezuela, al final la historia le recordará como el cuidador de un Velázquez olvidado. Y ahora, claro, acabo de pensar en la única condición que te pondré.

—Aceptada de antemano —dijo Patricia.

—Que no tengas hijos. Que con nosotras muera todo lo que aprendimos.

CAPÍTULO 32

DEL INVIERNO A LA ISLA

Hace frío en diciembre, como es de esperar, pero unos días radiantes. Desde que Alfredo y Patricia viven en Londres y son millonarios el tiempo no se cansa de sonreírles. Cordelia, madre de la Modelo, ha conseguido una larga lista de expertos y coleccionistas que pueden facilitarle a Patricia una exposición de la colección de Graziella fuera de Edimburgo, incluso llegar hasta la Feria de Maastricht, el súmmum, el no va más de los millonarios de verdad y sus increíbles obras de arte.

—Pero antes quiero que vengas a casa a cenar con un queridísimo amigo, os va a encantar, es el sobrino-nieto de Oskar Schlemmer, uno de los fundadores de la Bauhaus.

BOOK: Dos monstruos juntos
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