Dos monstruos juntos (22 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

BOOK: Dos monstruos juntos
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—Vamos al museo. Hay una exposición extraordinaria sobre Turner y Rothko, belleza. —Era David en la puerta de la habitación sin terminar de amueblar. De pronto, cual estadística en la vida de toda mujer contemporánea, aparece un gay salvador. Odiaba esa idea, casi tanto como formar parte de cualquier estadística. Y que el gay salvador fuera cuñado mucho más. David estaría igual de traspuesto que ella, después de todo se había quedado más tiempo inhalando, follando, esnifando.

—No te atribules más por mi hermano —dijo, empleando esas palabras tan de David, negándole el nombre a Alfredo—, forma parte del shock, te fotografían continuamente y crees que no terminará nunca. Y en efecto, termina. Ninguna noticia, ni un desastre natural ni una estafa histórica, permanece en la prensa más de una semana.

—Esta sí lo hará —susurró Patricia, iba a llorar, e iba a llorar en el hombro de su cuñado gay salvador.

—¿Y por qué? La única que ha conseguido más de una semana fue Kate Moss con sus rayas de cocaína, pero porque fue capaz de emparejar una rehabilitación con contratos millonarios de todas las casas de moda consumibles.

—David, es mi culpa.

—¿Que Alfredo esté en la prensa? —se rió estrambóticamente, la achuchó, le acarició el pelo y se quedó jugando con la etiqueta de su jersey Marc Jacobs.

—¿Crees realmente que sea tan buen diseñador? —insistió cuando notó que Patricia se percataba de su curiosidad—. Una vez le conocí, y me hubiera ido a la cama con él si no me hubiera entrado el miedo ese...

—¿Tú? ¿Miedo a qué?

—A quedar en ridículo. A decirle te quiero o algo así más porque es el puto mejor diseñador del momento que por lo verdaderamente bien que me lo pasara.

—Alfredo está donde está por mi culpa, David.

—No es así, Patricia. Ni te tortures ni te des aire. Lo que ha pasado ha sido bendito. Todo el mundo quiere saber qué comió el mayor hijo de puta de la historia. Y Alfredo se lo guisó, se lo sirvió, permitió que hicieran fotos con todos ellos para sus facebooks y sus blackberrys. Es más, deberías coger una de esas fotos, ampliarla y ponerla esta noche en la puerta del Ovington.

David extendió sus brazos como si quisiera entregarse al primer atardecer de Turner con que abría la exposición en la Tate Britain. Patricia terminó de ajustar el cinturón de su casaca de cuero vino tinto deseando que, al apretar aún más su cintura, expulsara todo el malestar combinado de la culpa y resaca. Siempre le gustó Turner, siempre le gustó el edificio de la Tate Britain, con su enorme pasillo de suelo verde. Siempre le dio miedo Rothko, tan silenciosamente atormentado y capaz de generar esos lienzos casi budistas. Nunca le gustó ser la mujer en peligro acompañada de un gay en una mañana de principios de invierno.

—Lo miras y comprendes casi todo el talento de este siglo. Quiero decir, aquí están las notas trémulas y peligrosas del mejor Shostakóvich, que tan resultonamente ha copiado Herrmann para las películas de Hitchcock.

—Creía que fue Kubrick el que imitó la luz de los cuadros de Turner para su filme
Barry Lyndon.

—Mi amor, no solo él. Todo el mundo. Todo el mundo le debe algo a Turner. Oh, creo que voy a ahogar un grito. —Se llevó la mano a la boca y convulsionó todo su cuerpo; las señoras con abrigos mucho más viejos que ellas les miraban. Patricia no pudo evitar una risa, craso error delante de un gay salvador, le dará alas a mayores contorsiones.

—¡Qué suerte tienen los ingleses de ser los primeros salvajes que descubrieron la inteligencia! —vociferó David, arrodillándose delante del Rothko número 69 al lado de otro de los atardeceres de Turner, doscientos años de diferencia entre un cuadro y otro, un pintor y otro—. Tienen todos estos tesoros guardaditos aquí en sus Tates y cuando te los muestran es para convencerte de que todo genio sabe quién será su heredero.

—Lady Gaga y Madonna —dejó escapar Patricia.

—Sacrílega —gritó David, abrazándola. Era turno de irse a comer.

—Antes voy a mostrarte algo —concluyó Patricia.

Navegaban el mejor trozo de Támesis. David no dejaba de abrazarla, llamándola «Mi Patricia,
my beautiful, dearest
Patricia» pronunciando su nombre en inglés, acentuando la «c» y evaporando las «as» e «is». ¡Paaaaaatriiiiiiiicia! Y de repente, Londres era una sucesión de edificios y monumentos desdibujándose en las aguas del Támesis y ellos dos, abrazados y compartiendo los auriculares del iPod. «Mira Westminster, David.» Y David se quedaba extasiado delante del Parlamento de mil ventanas, esa piedra de ese color miel imperecedero. «Mira el nácar en el fondo del Big Ben», aseguraba Patricia. En el otro lado del río aparecía la noria del cambio del siglo y Paaaaatriiiiicia y David corrían de un lado a otro del barco, para alcanzar a ver también el edificio del Savoy, monumental, rodeado de árboles y los andamios de su renovación. David gritaba, bailaba, la besaba y levantaba en alto. Eran mucho más felices que el día nublado que los acompañaba o que el semblante de Patricia cuando en medio de la algarabía recordaba a Alfredo llorando delante de la pantalla de su ordenador. Londres continuaba ofreciéndole sus maravillas, las estatuas negras en los pilares del puente de Vauxhall y David agitando sus brazos y cerrando los ojos, las mismas pestañas que Alfredo, negras, largas y espesas aplastándose contra la piel. «Londres, te amo, Londres tómame, Londres, devórame», gritaba a todo pulmón y Paaaaaatriiiiicia se refugiaba en el cuello de su abrigo. Hacía frío, qué más daba, siempre hace frío en esta ciudad. Siempre es maravilloso recorrerla a través de su elemento más definitivo, ese río meandroso, trepidante, en absoluta y permanente movilización.

—Creo que nunca podrás amar a mi hermano de la misma manera que él te venera —dijo David, fuera de todo contexto, al terminar de sorber una espesísima sopa de pescado.

Patricia no disimuló el respingo que la recorrió. Nunca, nunca es buena idea salir con el hermano gay de tu novio si las cosas están en crisis.

—No me mires mal. Yo tampoco sé lo que es amar. Salgo con el hijo de Marrero porque se deja follar, porque está bueno, porque no habla, qué sé yo. No creo que sea amor. Es una especie de
handicap
que tenemos los que escogemos ser protagonistas de una vida con estilo de videoclip.

—Yo no vivo así —refunfuñó Patricia.

—Cariño, porque no puedes verte desde fuera. Alfredo y tú sois como un anuncio.

En el restaurante ponían «Fly, Robin, Fly», el súper éxito disco gay con todos esos violines electrónicos y el golpecito de esa percusión que obligaba a David a mover sus hombros cada segundo impar. Hay algo en la mente de los muy gays que les hace escoger lo más inesperado en el momento más incómodo del cual no puedes escapar.

—Es ridículo pensar que porque seamos privilegiados no vayamos a querernos.

—No es lo que estoy diciéndote, querida Patricia. Sino que tú, tú estrictamente, lo tienes muy difícil para querer a alguien de la manera en que van a quererte a ti.

—¿Puedo sentirme incómoda en esta conversación? —Patricia quería zanjarla cuanto antes.

—Puedes, estamos en un colocón, llevamos viviendo este colocón varios años ya, y ahora todo parece indicar que llega a su fin, y al final, en todas las obras maestras hay una última conversación donde se dice la verdad que antes no te has atrevido a pronunciar.

—Alfredo es el único amor de mi vida.

—Pero no es tu vida. En cambio tú sí lo eres para él. Siempre me acuerdo la primera vez que me dijo que te había conocido. Me abrazó, me besó, se puso a llorar y me decía «estoy enamorado, hermano, estoy enamorado».

—Es una cursilada, David, sabes que lo estás interpretando.

—Alfredo es mi medio hermano, ya lo sabes. Su madre le pegaba, era tan terrible e injusto. En realidad el que tenía las papeletas para ser maltratado era yo y, sin embargo, en mi casa, donde nuestro padre era feliz y culpable al mismo tiempo, nunca hubo ese tipo de irracionalidad.

—Su madre es esquizofrénica, David.

—¿Y no lo somos todos, Patricia?

—No.

—Nunca estés tan segura. De qué otra manera puedes explicarte que amando como amas a mi hermano no puedas resistirte a...

—No es buena idea que sigamos hablando de esta manera.

—Algún día teníamos que hacerlo, Patricia.

—Lo que pasó ayer... pasó...

—Ése es tu lema en la vida y está muy bien. Pero sabes que pueden quedar recuerdos. No temas por mí, parezco un cotilla pero no lo soy. Y el hijo de Marrero, pobre, tiene el cerebro tan frito por todo lo que nos metemos que no creo que se acuerde de que estuvimos a punto de montárnoslo juntos.

—David, regreso a casa, sola.

—No, por favor. ¿No entiendes lo importante que es que hablemos?

—Soy la novia de tu hermano, es el único amor de mi vida, a mi manera, a nuestra manera, pero no hay nada más de qué hablar.

—Estás atrapada en una cárcel de amor, Patricia, y vas a salir de ella haciendo tanto daño...

—Te prefiero cuando te extasías delante de los Turner y los Rothko, David —contestó ella, recogiendo su bolso y extrayendo las libras para pagar su parte. Miró hacia el restaurante, otro gastro-pub de los miles que poblaban su Londres post debacle financiera. Alfredo despreciaba este tipo de locales. «Es tan fácil cocinar comida casera en porciones pequeñas», había sentenciado Alfredo en una entrevista que generó controversia. Un recién llegado como él no podía señalar con el dedo lo que le molestaba. Patricia terminó de poner la cuenta exacta en la bandejita, David la miraba alelado. Y Patricia apartaba sus ojos pensando que tendría que soportar verlo de nuevo, junto a la Higgins, el negro y la Modelo y todo el equipo en el Ovington esa noche. No podía escapar, se fijó en el vidrio esmerilado de los ventanales del gastro-pub y ciertamente le parecieron como decorados de un videoclip.

—Los que sois bellos creéis en serio que todo se adapta a vuestro criterio —decía David—. Seguramente porque no dejáis de observar a los que no somos bellos haciendo lo imposible por parecerlo. Tú y mi hermano estáis seguros que todo se os perdona. Pero no es así, Patricia. La gente no olvida, la gente acumula fracciones de información y odio y esperan el momento preciso, en el que estés fuera de guardia, como ahora en esta conversación, para arrojártelo como ácido contra tu bella cara. Todos esperamos de los bellos que se corrompan. Y tú y mi hermano lleváis mucho tiempo jugando con todo tipo de fuegos. Sé muy bien lo que estáis haciendo en Nueva York, y aquí en el restaurante de Londres, y lo de los platos valencianos y el interés por ver a la pobre Higgins clamando por más polla negra en su culo. Queréis ver cómo nos embarramos para que vosotros podáis salir más limpios que nadie. Pero tú sabes, y lo sabes bien, que las leyes del juego cambiaron de repente. Que nadie volverá nunca, nunca más a ser inocente mientras dure esta crisis. Y va a durar, como también sabes, mucho tiempo. Tanto como me gusta a mí estirar tu nombre sobre el Támesis: Paaaaaaaaaatriiiiiiiiicia.

No pudo terminarlo, el sonoro golpe del carterazo de Patricia lo dejó con la boca abierta y la sensación de que un diente había saltado a la mesa de enfrente.

Regresó al barco, no al de la Tate porque entre los nervios, el dolor en la mano por el golpe a David y la sensación de que todo lo que había tomado la madrugada anterior iba subiéndole por todos los sitios, la hizo decidir ir Támesis arriba. Hasta Greenwich, si fuera necesario. Era invierno, el frío del río terminaría por subirle al cerebro todo lo que acumulaba de toxinas en el cuerpo. Le saltaban las lágrimas, de rabia, de reconocer que David le había dicho las cosas claramente. Pero le saltaban también por el frío. Descarado, se oyó decir a sí misma, era una muletilla tan propia de su hermana Manuela. Descarado esto, descarado todo lo que hacía, descarado David por hablarle tan puñeteramente claro. Descarada la belleza de la ciudad entregándose a las sombras del invierno apenas pasadas las tres de la tarde. La magnífica quietud de los edificios a orillas del río. El desorden arquitectónico de los mismos, que es justamente lo que diferencia la ribera del Sena de la del Támesis. Pensar eso hizo sonreír a Patricia; siempre había defendido la decisión de mudarse a Londres porque como ciudad era menos escenográfica que París y por ende más viva. La sonrisa se disipó rápidamente porque recordaba las palabras de David. Ella era la traición, ella era la futura culpable del descalabro de la felicidad de Alfredo, el único hombre, hasta ahora, que había bebido los vientos por ella. Odiaba esas frases hechas españolas: «beber los vientos», ¿por qué bailar el agua y no la sopa?, ¿por qué marear a la pobre perdiz? Las lágrimas seguían saliendo, cada vez menos por el frío, cada vez más por haberse enfrentado a la verdad sin ningún tipo de defensa.

Un milagro permitió que su típica manera de pensar y anudar datos inconexos entre sí disipara los nubarrones de su propia culpa. Milagro porque no podía esperar de sus empobrecidas neuronas un destello de brillantez. Milagro porque imaginaba que ya no surgiría nada que la permitiera apartar las palabras de David. Milagro porque nada, ni una hoja de periódico flotando en las aguas del Támesis, ni el peinado de la otra pasajera congelada en la proa del barco, ni la visión de los feos edificios circa 1990 que van acompañando el trayecto hacia Greenwich podían asociarse a la insólita aparición de Lady Diana Spencer en su cabeza, entre la cortina salada de sus lágrimas, atravesando la pantalla afilada del frío en su cara.

Miró su reloj, estaba ligeramente empañado por la inclemencia climatológica que soportaba, pero podía ver que eran las 15:45 y que el último rayo de luz solar se alejaba para siempre por el oeste. Estaba claro que la Diana que empezaba a materializarse sobre las aguas era la Diana de 1997, es decir, esa mujer perseguida, de pelo corto perfectamente peinado hacia atrás, con fijación ultra potente, a prueba de cualquier brisa y súbito cambio de clima londinense. Patricia pensó en persignarse, que seguramente es lo que su educación católica le obligaría a hacer delante de un espíritu. Pero prefirió no ofender a lo que entendía se trataba de un espíritu protestante. Se enjugó los ojos, de nuevo cuajados de las lágrimas del frío, y creyó que no seguiría allí, esa Princesa de Gales prácticamente esquiando sobre las heladas aguas del Támesis. Pero seguía allí, no necesariamente mirándola, mucho menos sonriéndole, pero presente, acompañándola en su viaje hacia el este de la ciudad.

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