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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Dos monstruos juntos (21 page)

BOOK: Dos monstruos juntos
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Más que cambio, estalló. A lo mejor la profecía de Rabanne fue acertada, solo que el tipo de Apocalipsis que se esperaba era más convencional. Y este, en cambio, terminó por ser lento, diferente en el sentido de que en vez de destruir de raíz, con sacudidas, maremotos, fue sucediendo poco a poco y en varios niveles. Hubo tres movimientos brutales: las Torres Gemelas en septiembre de 2001 seguidas por la invasión a Irak en 2003 y terminando con el tsunami en Tailandia en 2004. Irak fue moralmente catastrófica para todos, incluidos Alfredo y Patricia, porque mientras Alfredo se manifestaba contra la guerra junto a todo tipo de personas y asociaciones en un Nueva York insolidario, ella ocupaba ese tiempo en reunirse con españoles que sí apoyaban la invasión y que requerían sus servicios para organizar los almuerzos y cenas de empresas privadas y públicas deseosas de sorprender a sus clientes en Manhattan. Alfredo lo pasó mal, odiaba cumplir con esos compromisos, pero pagaban bien, y podían utilizarse en sus
curriculums
para ahorrar el dinero suficiente para inaugurar su futuro local. La guerra, que iba a ser una cosa de tres días según muchos de los clientes españoles en los restaurantes donde trabajaba Alfredo, fue de bastantes más. Seguían engrosando
curriculums
y ahorrando dinero (menos Miu Miu, menos Prada, más originalidad en experimentos
vintage
que, mira tú por dónde, le habían dado el look que ahora llevaba en Londres) y Screams se inauguró finalmente en 2005.

Claro que fue un éxito. Aun más, el principio de un camino de mucho éxito. Alfredo era el capitán de ese éxito, mientras ella aceptaba ser la sombra, no la mujer en la sombra sino decididamente la sombra. Pudo ser una buena arquitecta, una buena columnista de temas varios en cualquier publicación mensual femenina, traductora de embajadores nigerianos en Barcelona, esposa de un millonario, relaciones públicas de una súper empresa audiovisual o puta de futbolistas más jóvenes que ella.

Era lo que era para Alfredo. La socia, la cómplice, la novia. A fin de cuentas, una mujer normal en un mundo dominado por hombres. Su hermana se lo había dicho: «Cuando nos damos cuenta de que no vamos a conseguir lo que querernos, nos ponemos a parir hijos.» Volvió a pararse en seco. ¿Había alguna parada de taxis en esa noche oscura del campo inglés? ¿Por qué siempre que sales de Londres todo es páramo y oscuridad? ¿Por qué la vida tiene tantos clichés que uno termina por volverse uno? La española rubia, de tetas grandes, dientes inmaculados y ojos saltones, colocada hasta la médula, perdida, desorientada en un páramo británico sin nombres ni señales. Marrero. Marrero, el nombre resonándole en la nuca. La primera vez, el salón de unos ricos venezolanos donde servirían un almuerzo siguiendo las directrices de un libro de cocina que Alfredo había comprado en una subasta latinoamericana en Sotheby's. Todos los platos tenían aceitunas, alcaparras, maíz y aguacate en forma de guisos, revueltos, más guisos con cerdo o gallina. Poquísimos pescados. Patricia bromeó con hacer algo completamente negro, similar al petróleo, y de hecho apareció una sopa de judías negras que Alfredo luego incorporó a sus exitosos menús del Screams. Era una casa en Park Avenue, un piso tercero, típico del subdesarrollo: buena dirección, altura equivocada. Era una cena, no un almuerzo, recordaba mejor, para celebrar al hijo de un ex presidente, y había varios cuñados y suegros de ministros del Gobierno español. Patricia necesitaba consultar algo con la dueña de la casa, había un celíaco entre los asistentes y lo dijeron a última hora, como cualquier cosa: «Ah, por cierto, el sobrino de la señora X es celíaco.» Por eso estaba en el salón principal, con la anfitriona exhibiéndola en plan qué empleada más bella tengo, qué bien se viste y qué baratos y eficientes son aquí en Manhattan. Para evitar escucharla, Patricia concentró su mirada en un estrecho sofá dorado tapizado en un arabesco también dorado con ramas de laurel muy verdes sobreimpresas. No era eso lo que llamaba su atención, sino la colección de bolsos Louis Vuitton dispersados encima. Eran el mismo modelo en los tres o cuatro colores disponibles. Cambió la vista hacia el grupo de damas presentes, señoras regordetas, muy maquilladas y fumando (la única casa en Manhattan que permitiría tal cosa), gesticulando mientras sorbían el vino y apuraban el tabaco. Reconoció a dos alcaldesas de perenne reelección y alguna ex compañera de Manuela de la universidad que se había mudado a Mallorca. Mezclaban cosas de Zara con firmas de lujo y hablaban de rebajas en todas partes. «El dólar está tirado, es un gran momento para todo aquí, hija.»

Y vino Marrero por detrás, con deseo de asustarla, solo que Patricia lo percibió, no por el olor (que era como un
after shave
con pretensiones de colonia), ni tampoco por el murmullo de sus pasos, sino porque sintió gusto al mismo tiempo que le indicaba su nombre: Marrero.

Pasó un taxi. El único en una larga caminata. El conductor la miró y Patricia sospechó que se le notaba el colocón. Unos metros más allá el hombre detuvo el coche. Patricia no aceleró, siguió su paso hasta abrir la puerta y subir.

Tocaba recordar la primera vez que se acostó con Marrero. Cerrando mucho los ojos, cuando consiguió llevarla al orgasmo y ella comprendió que tenía que pedirle algo a cambio. Él le propuso más: dinero para convertir a Alfredo en la estrella emergente de los cocineros españoles. Patricia aceptó otro encuentro en el Mark; siempre le gustaron las sábanas de ese hotel, era carísimo, los
gin tonics
sabían como si mojaras la cara bajo un manantial en Biarritz y, puesta a ser puta, Patricia sabía mejor que nadie que un hombre se enajena cuando eres puta en sábanas de hilo. Fue tantas veces al Mark en 2006, que cuando Alfredo le pedía acompañarle allí a algún evento ella se indisponía. Ese era un secreto gordo, duro, desesperante de ser descubierto. No sabría qué vestido llevar si eso ocurriera. Pero no era el más gordo. En uno de los encuentros, Marrero le enseñó la página en una revista femenina americana con la foto de Alfredo y detrás el cartel de una organización benéfica española con sede en Mallorca. Hicieron como seis cenas de gala y benéficas para esa fundación. Marrero ufanándose por conseguir nombres cada vez más rimbombantes.

No bastaba Julio Iglesias, tenía que ser Plácido Domingo. Y tampoco era suficiente Domingo, tenía que ser Penélope, y cuando esta declinó, Marrero quiso al resto de las actrices españolas de Hollywood. No podían por compromisos. Marrero entonces exigió la que más daño pudiera hacerles en Hollywood. Invitaron a Sharon Stone, si no recordaba mal, el taxi daba muchas vueltas, a lo mejor el taxista la sumergía en Hampstead Heath y la violaba sin saber que ella terminaría violándolo a él. No, no fue Sharon Stone sino una cantante, regordeta, de mal humor, abriendo su cartera para contar el dinero contante que le había dado el propio Marrero. Y siempre esas señoras españolas con pelos súper cardados y los bolsos de Vuitton, cambiando de modelos pero repitiéndose en cantidad. Las cenas se repitieron, el sexo salvajote, molesto, rudo de Marrero, también.

La fama catapultó a Alfredo a cenas que cada mes marcaban una época y encumbraban un plato. El Club House de salmón, langosta y vieiras tigre fue en la boda de dos familias judías que habían adquirido casi billón y medio de dólares en la compraventa de una empresa de plásticos absorbentes y materiales para la fabricación de pantallas líquidas. Cuando llegabas a la fiesta, cada invitado era multiproyectado en las eficaces pantallas que diluían su rostro en el decorado. La sopa de judías negras y la ternera cubierta de cerezas, en la noche Black and White homenaje a la orquesta nacional de un país del Este. La paella, tan amarilla y roja como la bandera española, para celebrar un triunfo de Nadal en el US Open, ya en el Screams, con la seguridad por la presencia de la Familia Real colapsando la puerta. Y la última cena en Manhattan, Marrero en la puerta esperando la llegada de Madonna y Kylie Minogue mientras iban desfilando todas las rubias, naturales y teñidas, del pop latino, y dentro, lo que se había denominado zona vip (el término que Patricia y Alfredo detestaban), iba llenándose tanto que los supuestos verdaderos vip comían los platos de minihamburguesas de buey de Ávila en la propia calle. Elton John vino con su esposo, lo recordaba Patricia, porque Lucía Higgins no paró hasta conseguir un autógrafo en su servilleta manchada de carmín. Y el esposo se acercó a Patricia para felicitarla por su traje, la cena y, sobre todo, Alfredo.

¿Ese fue el éxito? Se preguntó en voz alta en el interior del taxi que la devolvía a casa. El conductor creyó que le hablaba y Patricia le sonrió moviendo su mano a un lado. ¿Eso fue el dinero? ¿Ver a vips trasnochados comiendo en la calle? ¿Dejarse follar por Marrero para hacer de su amor una cotización? ¿Aprender a que le gustase un hombre detestable? Era un arte y que además exigía hacerlo todo con los ojos bien abiertos, son las putas esclavizadas las que los cierran. Su esclavitud era otra: recordar. Saber. Constatar. Tenerlos abiertos le había permitido organizar el colocón que la llevó hasta el
country.
Tener en su retina a la Higgins humillándose, rodeada de meados y semen. Tenerlos abiertos le permitió acercar a Alfredo y a Marrero y hacer que viajaran juntos.

Vio aproximarse las grúas silentes de las excavadoras en Tottenham Court para transformar Londres de cara a su cita olímpica de 2012. Obreros trabajando veinticuatro horas. Todo había pasado tan rápido. Esta vez las imágenes iban a acelerarse en su marcha hacia atrás. Vería a Alfredo besarla en la habitación desnuda de muebles en Gramercy Park, el primer apartamento que tuvieron en Manhattan. Y también lo vería besarla mientras ella le pedía a Fernando Casas que se fuera de su vida, en los últimos años de los noventa, en Barcelona, rodeados de sol y buganvillas que caían. Y también vería a Marrero cerrando la puerta de las suites de muebles negros y dorados, explicándole meticulosos planes financieros que ella debía convertir en recetas que Alfredo debería aprobar y presupuestos inflados hasta lo indecible para permitir al dinero sucio de Marrero blanquearse mientras ella sabía que cada salpicadura agrandaría el misterio del secreto.

El taxi había llegado hasta su casa.

CAPÍTULO 21

SANTAS FLOTANDO SOBRE EL TÁMESIS

Alfredo apareció borroso en la pantalla del ordenador. David luchaba por concentrarse. Patricia estaba recostada contra la pared, sujetándose los brazos como si acabara de inyectarse heroína.

—No veo bien a Patricia —dijo Alfredo desde Nueva York, recibiendo también de manera borrosa a su hermano David. Patricia se aproximó a la pantalla y Alfredo estiró su mano para tocarla. O estaban todos muy cerca de la pantalla o realmente la cámara funcionaba fatal.

—¿Estás bien? —preguntó Patricia—. Aléjate de la pantalla, por favor, te vemos como un píxel desorientado.

Los tres rieron. Alfredo se levantó de su lado, separó el ordenador, arregló mejor la silla, se fue hacia una esquina, Patricia comprendió de inmediato que se comunicaba desde la oficina trasera del Screams. Había otro píxel detrás de Alfredo, un televisor emitiendo noticias. Poco a poco el píxel dejó de agitarse y se adivinaban imágenes de un reportaje en la televisión. Alfredo aparecía subiendo el volumen y David repetía el mismo gesto en su ordenador. «Dentro de poco conectaremos con Screams, el conocido restaurante mexicano de lujo en el Midtown de Manhattan, donde Bernie Madoff celebró su última fiesta antes de entregarse al FBI acusado de la mayor estafa en la historia de Estados Unidos.»


Oh, my god!
—gritó David—. ¡Vas a salir en la CNN!

Alfredo seguía convertido en una imagen de plasma que hablaba con destellos de colores en la pantalla.

—Es grabado, y los cabrones se empeñan en llamarlo de comida mexicana. Fue mexicana la «última cena» esa —exclamaba Alfredo, Patricia sonreía queda, le gustaba cuando perdía los nervios de esa manera—. Ya ves cómo mienten, lo venden como una conexión directa y lo grabaron ayer por la tarde. Se les adelantó todo el mundo. Nunca he dado más entrevistas en mi vida.

—O sea, que ya das entrevistas. ¿No has ido preso? —preguntó Patricia, necesitaba saberlo.

—No puedo abandonar la isla al menos en una semana hasta que la policía y el FBI me hayan hecho las preguntas pertinentes.

—¡Pero, joder, eres una celebridad, hermano! —exclamó David.

—Muy a mi pesar —respondió Alfredo.


Oh, come on!
—continuó David—. Ninguna celebridad consiguió serlo deseándolo, si no todos seríamos celebridades. Es la celebridad la que te escoge a ti. Y mira en tu caso cómo ha venido, ¡acompañado de un hecho histórico!

—Es una estafa, David, por favor...

—Pero ¿no te das cuenta de la repercusión? Aquí lo ponen en todas las noticias. E igual en España, en la cadena que quieras. Dicen que la conexión del dinero y las inversiones vinculadas es absolutamente global. En este momento todo el mundo sabe qué es Screams y quién es Alfredo Raventós.

—El tonto de Alfredo Raventós —corrigió Alfredo.

Patricia apartó suavemente a David de su primer plano.

—Todas las mesas del Ovington están reservadas esta noche, mi amor —le informó Patricia, la voz temblándole, iba a llorar delante de Alfredo, cada vez más borroso.

—Quiero estar contigo. Quiero que paremos este carro. Que pensemos si realmente esto era lo que imaginábamos. Llevo tres días sin dormir, atrapado en esta parte de nuestro pasado. Pensando en cómo éramos, Patricia, en cómo nos reíamos de los hermanos Casas haciendo esas ruedas de prensa sin saber nada de inglés; en las esposas de los embajadores españoles ofreciendo paella quemada y jamón de grandes almacenes. Eso era nuestra vida, cambiar todo eso, aportar calidad, elegancia, un estilo de vida. Y no conseguimos nada de eso, solo que el estilo de vida fuera cada vez más vulgar, más grueso, gente que antes nos daría miedo ahora convertidos en compañeros de viaje...

—Hermano, no te rompas, estamos todos intentando recomponer las piezas del rompecabezas —continuó David melodramático.

Alfredo pulsó el off en su ordenador.

Patricia no iba a llorar. Mucho menos drogarse otra vez. No era su rutina. Se podía meter de todo, no dormir, intentar controlar su mandíbula para que no la revelara de más, pero una vez iniciado un nuevo día no tomaba nada. Sus hábitos con la droga eran muy estrictos. Nunca dos gramos, por ejemplo. Nunca dejar de tomar agua, nunca asistir a un
draculazo
porque sí. El
draculazo,
un término que le oyó a David por primera vez, era ese momento en que la fiesta atraviesa el umbral de las seis de la mañana y el día se apodera de la locura y más que
zombie
pareces un desagradecido, un desheredado, un inmoral, deambulando casi sin fuerzas entre las personas que se despiertan y avanzan hacia sus trabajos.

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