—Ah, vamos, Gabriel —dijo tía Kate, riendo—, tenía una fábrica de almidón.
—Bien, almidón o cola —dijo Gabriel—, el caballero viejo tenía un caballo que respondía al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del caballero viejo, dando vueltas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora viene la trágica historia de Johnny. Un buen día se le ocurrió al caballero viejo ir a dar un paseo en coche con la gente de postín a ver una parada en el bosque.
—El Señor tenga piedad de su alma —dijo tía Kate, compasiva.
—Amén —dijo Gabriel—. Así, el caballero viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y se puso él su mejor chistera y su mejor cuello duro y sacó su coche con mucho estilo de su mansión ancestral cerca del callejón de Back Lane, si no me equivoco.
Todos rieron, hasta Mrs. Malins, de la manera en que Gabriel lo dijo y tía Kate dijo:
—Oh, vaya, Gabriel, que no vivía en Back Lane, vamos. Nada más que tenía allí su fábrica.
—De la casa de sus antepasados —continuó Gabriel— salió, pues, el coche tirado por Johnny. Y todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermito: sea porque se enamorara del caballo de Guillermito el rey o porque se creyera que estaba de regreso en la fábrica, la cuestión es que empezó a darle vueltas a la estatua.
Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.
—Vueltas y vueltas le daba —dijo Gabriel—, hasta que el caballero viejo, que era un viejo caballero muy pomposo, se indignó terriblemente. «¡Vamos, señor! ¿Pero qué es eso de señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Extraño comportamiento! ¡No comprendo a este caballo!»
Las risotadas que siguieron a la interpretación que Gabriel dio al incidente quedaron interrumpidas por un resonante golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a abrirla para dejar entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero bien echado hacia atrás en la cabeza y los hombros encogidos de frío, soltaba vapor después de semejante esfuerzo.
—No conseguí más que un coche —dijo.
—Bueno, encontraremos nosotros otro por el malecón —dijo Gabriel.
—Sí —dijo tía Kate—. Lo mejor es evitar que Mrs. Malins se quede ahí parada en la corriente.
Su hijo y Mr. Browne ayudaron a Mrs. Malins a bajar el quicio de la puerta y, después de muchas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins se encaramó detrás de ella y estuvo mucho tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos de Mr. Browne. Por fin se acomodó ella y Freddy Malins invitó a Mr. Browne a subir al coche. Se oyó una conversación confusa y después Mr. Browne entró al coche. El cochero se arregló la manta sobre el regazo y se inclinó a preguntar la dirección. La confusión se hizo mayor y Freddy Malins y Mr. Browne, sacando cada uno la cabeza por la ventanilla, dirigieron al cochero en direcciones distintas. El problema era saber dónde en el camino había que dejar a Mr. Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane contribuían a la discusión desde el portal con direcciones cruzadas y contradicciones y carcajadas. En cuanto a Freddy Malins, no podía hablar por la risa. Sacaba la cabeza de vez en cuando por la ventanilla, con mucho riesgo de perder el sombrero, y luego le contaba a su madre cómo iba la discusión, hasta que, finalmente, Mr. Browne le dio un grito al confundido cochero por sobre el ruido de las risas.
—¿Sabe usted dónde queda Trinity College?
—Sí, señor —dijo el cochero.
—Muy bien, siga entonces derecho hasta dar contra la portada de Trinity College —dijo Mr. Browne— y ya le diré yo por dónde coger. ¿Entiende ahora?
—Sí, señor —dijo el cochero.
—Volando hasta Trinity College.
—Entendido, señor —gritó el cochero.
Unos foetazos al caballo y el coche traqueteó por la orilla del río en medio de un coro de risas y de adioses.
Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la oscuridad del zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, en las sombras también. No podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos del vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era su mujer. Se apoyaba en la baranda, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el oído para oír él también. Pero no podía oír más que el ruido de las risas y de la discusión del portal, unos pocos acordes del piano y las notas de una canción cantada por un hombre.
Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si fuera ella el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras de relieve.
Lejana melodía
llamaría él al cuadro, si fuera pintor.
Cerraron la puerta del frente y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al zaguán riendo todavía.
—¡Vaya con ese Freddy, es terrible! —dijo Mary Jane—. ¡Terrible!
Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada su mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz y el piano. Gabriel levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el antiguo tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz. La voz, que sonaba plañidera por la distancia y la ronquera del cantante, subrayaba débilmente las cadencias de aquella canción con palabras que expresaban tanto dolor:
Oh, la lluvia cae sobre mi pesado pelo
y el rocío moja la piel de mi cara,
mi hijo yace aterido de frío…
—Ay —exclamó Mary Jane—. Es Bartell D'Arcy cantando y no quiso cantar en toda la noche. Ah, voy a hacerle que cante una canción antes de irse.
—Oh, sí, Mary Jane —dijo tía Kate.
Mary Jane pasó rozando a los otros y corrió hacia la escalera, pero antes de llegar allá la música dejó de oírse y alguien cerró el piano de un golpe.
—¡Ay, qué pena! —se lamentó—. ¿Ya viene para abajo, Gretta?
Gabriel oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos pasos detrás venían Bartell D'Arcy y Miss O'Callaghan.
—¡Oh, Mr. D'Arcy —exclamó Mary Jane—, muy egoísta de su parte acabar así de pronto cuando todos le oíamos arrobados!
—He estado detrás de él toda la noche —dijo Miss O'Callaghan— y también Mrs. Conroy, y nos decía que tiene un catarro terrible y no podía cantar.
—Ah, Mr. D'Arcy —dijo la tía Kate—, mire que decir tal embuste.
—¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una rana? —dijo Mr. D'Arcy grosero.
Entró apurado al cuarto de desahogo a ponerse su abrigo. Los demás, pasmados ante su ruda respuesta, no hallaban qué decir. Tía Kate encogió las cejas y les hizo señas a todos de que olvidaran el asunto. Mr. D'Arcy, ceñudo, se abrigaba la garganta con cuidado.
—Es el tiempo —dijo tía Julia, luego de una pausa.
—Sí, todo el mundo tiene catarro —dijo tía Kate enseguida—, todo el mundo.
—Dicen —dijo Mary Jane— que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; y leí esta mañana en los periódicos que nieva en toda Irlanda.
—A mí me gusta ver la nieve —dijo tía Julia con tristeza.
—Y a mí —dijo Miss O'Callaghan—. Yo creo que las Navidades no son nunca verdaderas Navidades si el suelo no está nevado.
—Pero al pobre de Mr. D'Arcy no le gusta la nieve —dijo tía Kate sonriente.
Mr. D'Arcy salió del cuarto de desahogo todo abrigado y abotonado y en son de arrepentimiento les hizo la historia de su catarro. Cada uno le dio un consejo diferente, le dijeron que era una verdadera lástima y lo urgieron a que se cuidara mucho la garganta del sereno. Gabriel miraba a su mujer, que no se mezcló en la conversación. Estaba de pie debajo del reverbero y la llama del gas iluminaba el vivo bronce de su pelo, que él había visto a ella secar al fuego unos días antes. Seguía en su actitud y parecía no estar consciente de la conversación a su alrededor. Finalmente, se volvió y Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos brillosos. Una súbita marca de alegría inundó su corazón.
—Mr. D'Arcy —dijo ella—, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?
—Se llama
La joven de Aughrim
—dijo Mr. D'Arcy—, pero no la puedo recordar muy bien. ¿Por qué? ¿La conoce?
—
La joven de Aughrim
—repitió ella—. No podía recordar el nombre.
—Linda melodía —dijo Mary Jane—. Qué pena que no estuviera usted en voz esta noche.
—Vamos, Mary Jane —dijo tía Kate—. No importunes a Mr. D'Arcy. No quiero que se vaya a poner bravo.
Viendo que estaban todos listos para irse comenzó a pastorearlos hacia la puerta donde se despidieron:
—Bueno, tía Kate, buenas noches y gracias por la velada tan grata.
—Buenas noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta!
—Buenas noches, tía Kate, y un millón de gracias. Buenas noches, tía Julia.
—Ah, buenas noches, Gretta, no te había visto.
—Buenas noches, Mr. D'Arcy. Buenas noches, Miss O'Callaghan.
—Buenas noches, Miss Morkan.
—Buenas noches, de nuevo.
—Buenas noches a todos. Vayan con Dios.
—Buenas noches. Buenas noches.
Todavía era oscuro. Una palidez cetrina se cernía sobre las casas y el río; y el cielo parecía estar bajando. El suelo se hacía fango bajo los pies y sólo quedaban retazos de nieve sobre los techos, en el muro del malecón y en las barandas de los alrededores. Las lámparas ardían todavía con un fulgor rojo en el aire lóbrego y, al otro lado del río, el palacio de las Cuatro Cortes se erguía amenazador contra el cielo oneroso.
Caminaba ella delante de él con Mr. Bartell D'Arcy, sus zapatos en un cartucho bajo el brazo, sus manos levantando la falda del fango. No tenía ya una pose graciosa, pero los ojos de Gabriel brillaban de felicidad. La sangre golpeaba en sus venas; y los pensamientos se amotinaban en su cerebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.
Caminaba ella delante tan leve y tan erguida que él deseó caerle detrás sin ruido, tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso. Le parecía tan frágil que quería defenderla de cualquier cosa para luego quedarse solo con ella. Momentos de su vida secreta juntos fulguraron como estrellas en su memoria. Junto a la taza de té del desayuno, un sobre color heliotropo que él acariciaba con su mano. Los pájaros piaban en la enredadera y la luminosa telaraña del cortinaje cabrilleaba sobré el piso: era tan feliz que no podía probar bocado. Estaban en la concurrida plataforma y él deslizaba un billete en la cálida palma recóndita de su mano enguantada. Estaba de pie con ella a la intemperie, mirando por entre los barrotes de una ventana a un hombre haciendo botellas ante un horno rugiente. Hacía mucho frío. Su cara, reluciente por el viento helado, estaba muy cerca de la suya; y de pronto ella le llamó la atención al hombre del horno:
—Señor, ¿ese fuego, está caliente?
Pero el hombre no la pudo oír con el ruido que hacía la fornalla. Más valía así. Con toda seguridad le habría respondido groseramente.
Una ola de una alegría más tierna escapó de su corazón para correrle en cálido torrente por las arterias. Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar su memoria momentos de su vida juntos que nadie conocía, que nadie sabría nunca. Anhelaba hacerle recordar a ella todos esos momentos, para hacerle olvidar su aburrida existencia juntos y que rememorara solamente los momentos de éxtasis. Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de su alma o la de ella. Los hijos sus escritos, su labor de ama de casa no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En una carta que le escribió por aquel tiempo, él le decía: «¿Por qué palabras como éstas me parecen tan sosas y frías? ¿Es porque no hay una palabra tan tierna que sea capaz de ser tu nombre?».
Como una melodía lejana estas palabras que había escrito años atrás le llegaron desde el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando estuvieran solos él y ella en la habitación del hotel, entonces estarían juntos y a solas. La llamaría quedamente:
—¡Gretta!
Tal vez no lo oyera ella enseguida: se estaría desnudando. Luego, algo en su voz llamaría su atención. Se volvería ella a mirarlo…
En la esquina de Winetavern Street encontraron un coche. Se alegró de que hiciera tanto ruido, pues ahorraba la conversación. Ella miraba por la ventana y parecía cansada. Los otros hablaban apenas, señalando a un edificio o a una calle. El caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío, tirando de la caja crujiente tras sus cascos, y Gabriel estaba de nuevo en un coche con ella, galopando a alcanzar el barco, galopando hacia su luna de miel.
Cuando el coche atravesaba el puente de O'Connell, Miss Callaghan dijo:
—Dicen que nadie cruza el puente de O'Donnell sin ver un caballo blanco.
—Yo veo un hombre blanco esta vez —dijo Gabriel.
—¿Dónde? —preguntó Mr. Bartell D'Arcy.
Gabriel señaló a la estatua, en la que había parches de nieve. Luego, la saludó familiarmente y levantó la mano.
—Buenas noches, Daniel —dijo, alegre.
Cuando el coche arrimó ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las protestas de Mr. Bartell D'Arcy, pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín por el viaje. El hombre lo saludó y dijo:
—Próspero Año Nuevo, señor.
—Igualmente —dijo Gabriel, cordial.
Ella se apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y luego, de pie en la acera, dándoles las buenas noches a los demás. Se sujetaba leve a su brazo, tan levemente como cuando bailó con él antes. Se sintió orgulloso y feliz entonces: feliz de estar con ella, orgulloso de su gracia y su porte señorial. Pero ahora, después de reavivar tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, armonioso y extraño y perfumado, produjo en él un agudo latido de lujuria. Aprovechándose de su silencio, le apretó el brazo a su costado; y al detenerse a la puerta del hotel, sintió que se habían escapado a sus vidas y a sus deberes, escapado de la familia y de los amigos, y se habían fugado juntos, sus corazones vibrantes y salvajes, en busca de una aventura nueva.