Authors: Alberto Olmos
Pero aun así resultaría engorroso.
La opción era ésta: acudir a los buscadores internos de las páginas web. Por motivos de seguridad y protección de datos, un buscador genérico no es capaz de rastrear direcciones de correo electrónico que no sean «visibles». Sin embargo, muchas páginas web que registran a sus visitantes para ofrecer el servicio, y que disponen de buscador en el site, permiten que uno localice a un usuario registrado mediante algunos de sus datos personales, como la ciudad, el género, la profesión o, por supuesto, el mail. Dado que muchas personas utilizan las redes sociales, los clubs de aficionados o los foros mediante un alias, la dirección de correo electrónico llegaba a ser más fiable para conocer la identidad de alguien que su propio nombre, y a eso me encomendé.
Empecé con las redes sociales, desde las que estaban ahora más de moda hasta aquellas primitivas que habían quedado anquilosadas a la espera de una improbable resurrección. Busqué luego en foros. Había miles. Con candidez de novela barata consulté en primer lugar foros de aficionados a las armas, de fanáticos de las contiendas bélicas, de admiradores de asesinos en serie y asesinos míticos y criminales inmortales. Intercalé esta interminable búsqueda parcial con búsquedas en webs de sindicación de contenidos, webs de registro de blogs personales, comunidades de microblogging, comunidades de photolog, webs de gestión de favoritos, webs de start ups o proyectos o ideas o propuestas novedosas para la red.
Era una tarea infinita, de improbable éxito, determinada por el azar, al que la tozudez le echaba un pulso desigual. Yo había pasado meses tratando de entrar en el correo de Ana, y en el de otras personas. Conocía el método. Sabía que lo único que tenía que hacer, y que podía hacer, era seguir intentándolo, sin ilusión, sin excitación, simplemente seguir probando, aquí, allá, todo el tiempo, ese tiempo del que disponía porque no iba a la oficina, sin sistema porque llevar un sistema nunca sirvió de nada, yo lo sabía, lo único útil era no dejar de apretar el gatillo, como si lo que en realidad estuvieras haciendo fuera exactamente eso, buscar, fracasar, darte de cabezazos contra la pared, una vez, y otra.
Porque a veces la pared se cae.
11 am, arriba. Todo el día busqué al dueño de un mail en internet. Más llamadas de mi jefe. Aduje enfermedad. No comí. 3.51 am, me voy a dormir.
3 pm, arriba. Pablo López Fontana. El nombre.
Lo encontré en una página web inmobiliaria. Tuve que registrarme. Había probado en otras similares sin tanto trámite previo, pero la negativa de esta web a darme acceso a su buscador, y el hecho de obligarme a rellenar varios campos, suponía un amable desvío de mi rutina mecánica, y una prueba ante mí mismo de que estaba esforzándome de la hostia en aquella búsqueda.
Nada hay tan oneroso como registrarse en un site, abrir una cuenta, atender a las cajitas. Siempre te equivocas, siempre siluetean algo en rojo. Siempre falta el código postal.
Consideré un bonito homenaje inscribirme como Daniel Mansilla. Incluso puse su dirección de correo electrónico; en cualquier caso, yo mismo sería el destinatario de los molestos newsletters de aquel site. Mentí aleatoriamente respecto a la fecha de nacimiento, la profesión y numerosos datos aledaños. Acepté la condiciones de uso.
Y busqué el mail del asesino. Y estaba.
Cocaína, millones de dólares; el culo de miss Venezuela rozándome la polla. Eso.
Pablo López Fontana me pareció inmediatamente no culpable. Por su nombre. Tener un nombre me lo hacía concreto, humano como una lágrima. El asesino genérico de Daniel se me figuraba implacable, oscuro, monstruoso, refugiado en las cavernas del anonimato, masticando sangre y delito. Pero Pablo López estaría tranquilamente en su casa, viendo un concurso por la tele.
Atendí a su perfil en aquella web. La presunción de inocencia abrió sus brazos de par en par: se había registrado allí hacía diez años, cuando contaba sesenta y dos. Don Pablo tenía ahora más de setenta, y no creo que muchas ganas de quedar en un solar para vender pistolas. A lo mejor era una vieja gloria de la lucha obrera, de la reivindicación homosexual, del espíritu ecologista o de la doctrina Walden, y quería citarse con Daniel para revivir sus batallitas y prestarle algunos libros iluminadores.
Pinché en la pestaña que decía «Anuncios publicados». Aparecía sólo uno. Era un link conformado con la dirección postal: c/ Las Naves, 78, 3.º izquierda. Pinché sobre él y apareció un mensaje de alarma: «El anuncio ha caducado. Renueve su anuncio aquí».
Volví al perfil. Di un nuevo repaso a sus datos personales. Abrí un buscador en otra página e introduje el nombre de Pablo López Fontana. Me eché hacia atrás en la silla ante la infinita cantidad de referencias, cientos de miles, un camaleónico Pablo López Fontana que estaba al mismo tiempo en todas partes, desempeñando todo tipo de labores y opinando contradictoriamente, siendo todos.
Un callejón sin salida, dije en voz baja.
Y cerré el buscador. Y jugueteé con el ratón sobre el perfil de Pablo, seleccionando algunos datos, haciendo clic sobre palabras que carecían de enlace. Repasé con el puntero la foto que por defecto salía en su perfil, una simple silueta estándares, el recorte de un hombre sin atributos.
Luego leí de nuevo la dirección de su único anuncio publicado. Y me di cuenta de que la calle Las Naves estaba a tres manzanas de mi casa.
Hola, Santiago. ¿Te veo mañana? Tráete una botella de lo que bebas. Haremos hecatombes perfectas. Un abrazo. Rodrigo.
Lo siento, creo que no podré ir. Pasadlo bien. Saludos. Santiago.
Estaba en la calle cuando contesté el sms. Eran casi las siete de la tarde. Llevaba un par de días sin salir de casa y, nada más ver el barrio, encendí el móvil como quien amartilla un revólver.
Me llegaron nueve mensajes consecutivos. Cuatro eran de mi jefe o sus secuaces. Otros cuatro eran publicidad. Sólo uno era humano.
No dudé ni un instante en excusar mi asistencia a aquella fiesta. Ver las caras de Fátima, Eduardo y Rodrigo, y de un puñado de desconocidos con rastas o libros de Zacarías Munt en el bolsillo, recién salidos todos de alguna casa okupa o de algún cónclave conspiratorio, resultaba una perspectiva taquicárdica, amén de vomitiva.
Seguramente podrían cambiar el mundo, y darse mutuamente la razón unos a otros, sin mi concurso.
Las obras continuaban levantando las calles. Había más vallas, más obreros, más montones de escombros y de arena. Papelitos, plásticos y colillas de cigarrillo se iban alojando en las laderas de aquellas menudas colinas, como el campamento base de una expedición de alpinistas maleducados.
Las obras no acababan nunca. El fracaso, tampoco.
Leí algunas placas. Calle Rosario, calle Cienfuegos, calle de la Cruz. Avancé y seguí alzando la vista en busca del bautismo urbano, el nombre del espacio.
Creía recordar que alguna vez, ya fuera por curiosidad propia, ya porque alguien me preguntara por una dirección, había acabado viendo en una esquina una placa que decía «Las Naves», «calle de Las Naves». A lo mejor me lo inventaba. A lo mejor ya entonces mi modo de leer establecía mapas inexistentes en mi cabeza, a base de palabras trastocadas; o hasta mi memoria se leía mal a sí misma, a estas alturas.
Esperaba encontrar aquella placa, aquella calle, por mí mismo, y no verme en el ridículo de andar preguntando una calle en mi barrio, después de quince años doblando sus esquinas y deplorando sus rasantes.
Llegué hasta la cafetería Rubí. Plaza del Hidrógeno, calle Helio, calle Oxígeno. Me adentré en esta última. La recorrí entera; en realidad era muy corta. Leí un grafiti que decía: «No debería existir el dinero». Estaba escrito sobre la pared encalada de una finca en desuso. Lo leí dos veces.
Buscaba la casa de Pablo López con una enorme naturalidad. No sólo dudaba mucho del guión provisional que decía que don Pablo era un asesino, también sentía que mi anonimato sin fisuras me permitía ir indagando en la vida privada de los demás con impunidad manifiesta, pues hasta el último momento contaba con la opción de dejarlo todo estar y volverme a mi casa.
Ese último momento estaba cerca. Vi «Las Naves» escrito en chapa apedreada: casi no se veía la V. Sopesé si allí arriba no pondría en realidad «Las Naces», «Las Nares», «Las Nanes» o «Las Nayes», o cualquier otra cosa que me evitara temblar. Porque temblaba. Todas mis deducciones eran ociosas y juguetonas, osadas como mucho. Se sostenían por un único dato, el nombre de esa calle. Y, aunque la posibilidad de que el tercero izquierda del número 78 no tuviera nada que ver con la muerte de Daniel era muy alta, la posibilidad de que sí tuviera que ver era perfectamente aterradora. Porque era real. Frente a las muchas horas de navegación por internet durante los últimos días, y frente a todos esos días que había pasado en los meses anteriores husmeando en la vida privada de mi amigo, ese corto paseo de quince minutos por la calle resultaba excesivo en su verosimilitud, casi hiriente de realidad.
Porque implicaba peligro.
La calle de Las Naves era empinada, y muy larga. Se veía el cielo apretado por los tejados, limpio de nubes. Las fachadas eran siamesas, anodinas, con balcones acristalados y negros cables de la luz surcando en líneas rectas las paredes. Había bombonas de butano y ropa tendida, muchas ventanas abiertas como grifos mal cerrados por donde se escapaban chorritos de vida, voces y señoras, asomadas.
Me crucé con unos chiquillos dominicanos, sin camiseta, descalzos. Jugaban con globos de agua entre bolardos y automóviles, sonrientes. Me crucé también con un señor que paseaba un perro, viejo el señor y viejo el perro, negrísimas sus sombras contra el suelo. Había un coche sin ruedas a la altura del número 60, hundido sobre sus ejes como si se encogiera de hombros.
El número 78 estaba casi en la cima de la cuesta. Era un inmueble de tres pisos, contradictorio en la rectitud de su construcción con la curva del pavimento que lo sostenía. Había casi un palmo de diferencia entre la altura de un lado y otro del bordillo de la entrada. Puse un pie en él. Miré los botones del telefonillo. Bajo derecha y Bajo izquierda; Primero derecha y Primero izquierda; Segundo derecha y Segundo izquierda; Tercero derecha y Tercero izquierda.
Me alejé y, desde el medio de la calzada, atisbé las ventanas del tercero izquierda. Estaban cerradas. Al igual que la del resto de las viviendas de la calle, un cristal esmerilado entre listones de aluminio era toda su propuesta pública.
Una mujer madura, de piel morena, se detuvo ante el portal. Abrió con llave y entró. Vi la puerta cerrarse con parsimonia, mientras me acercaba de nuevo. La puerta hizo un ruido exacto al besar su quicio. Me observé un instante en el espejo imprevisto de sus cristales.
Llamé al tercero izquierda.
–¿Sí?
–…
–Diga. ¿Quién es?
–Hola, perdone…
–¿Qué quieres? ¿Quién es?
–Venía… a ver el piso.
–…
–Leí un anuncio que…
–¿Ahora? Joder. Bueno, sube, sube. Anda.
–Gracias.
Empujé la puerta mientras sonaba la chicharra. Dejó de sonar y yo me quedé quieto, con la puerta entreabierta, mi mano plantada contra uno de los cristales, el pie derecho asomando su puntera en el zaguán.
¿Qué cojones estaba haciendo?
Había sido un pronto, un salto al vacío. Ese piso se vendía o alquilaba hacía diez años, no ahora. Ningún cartel en el balcón del tercero izquierda renovaba el viejo anuncio. Llamé como llaman los niños antes de salir corriendo: por denotar al otro. Pero yo no estaba corriendo, sino yendo al encuentro de un tipo con voz de no llamarse Pablo, de no tener siquiera arrugas.
Sobrepasé el umbral. Hacía fresco. Me quedé parado y dejé que la puerta se fuera cerrando a mis espaldas. Sentía en la piel el contraste entre la calentura acumulada durante el paseo y el frío allí almacenado. Sonó sencillo el cierre de la puerta, civilizado, pero aquel ruido, percibido ahora desde dentro, me puso en guardia.
Sólo tenía que ser natural, pensé. Un hombre equivocado, un amable hombre confuso. Le dejaría hablar, le observaría. Pondría puñales en su mano, una gran piedra, la sangre de Daniel. Me mostraría falso y frío como en una reunión de trabajo, haciendo cábalas alocadas, homicidas, mientras tramitábamos aquel encuentro sin importancia.
Aquel error.
Subí los tres pisos a pie. En el rellano del tercero, di algunos tirones a mi polo, pegajoso sobre el pecho. Después toqué el timbre.
La puerta se abrió enseguida.
–Hola, qué hay.
Era un hombre de unos treinta años, de pelo moreno y brillante, muy corto, sobre todo por los lados, con cresta plana, emulación del peinado de algún futbolista pijo.
–Hola. –Le miré el piercing en la boca, una pequeña esfera blanca–. Bueno, soy Santiago.
Hay muchos Santiagos.
–Yo soy Manuel. Pasa y echa un vistazo, tío.
Vestía camiseta sin mangas, negra, y pantalón vaquero recortado a dentelladas. Me guió por la casa, mecánicamente. Dos dormitorios, un comedor, una cocina con vistas al patio de luces y un cuarto de baño con sanitarios antiguos. El grifo de la ducha era exactamente el mismo que el de mi casa.
Todo estaba torcido y desgastado, astillado, roto y triste. Hacía un calor asfixiante.
–Tiene mucha luz –dije.
–La tuya sería ésta, claro.
Me señaló el dormitorio que acabábamos de abandonar, un cuarto sin ventana donde había ahora una bicicleta de montaña y varias cajas de cartón.
–No tiene ventana –comenté.
–No, no tiene –dijo.
Se me quedó mirando fijamente.
–Bueno, ¿cuánto pides? –tercié.
–Doscientos cincuenta euros. No tengo internet. Muchos vienen y quieren internet. Pues mira, no tengo internet. Voy al locutorio. Qué cojones le pasa a la gente con internet, ¿tú lo pillas? Puto internet. ¡No tengo!
–…
–¿Qué? ¿Te parece mal?
–No, no; no es problema. Yo… bueno. No es ningún problema.
–Puta madre. ¿Quieres un botellín?
–… Sí, claro.
Volvimos al salón. Los muebles desfallecían. Yo ocupé un sofá de dos plazas; él pasó a la cocina, cogió dos cervezas y volvió. Me dio una. Se quedó de pie, con la mano derecha apoyada en la pared. Parecía una pared donde se habían apoyado antes muchas manos.
–Yo creo que es barato, tío.