Authors: Alberto Olmos
Escritura predictiva: me di cuenta. El móvil había escrito la primera palabra que obedecía a mis órdenes, de modo que yo no estaba leyendo mal una palabra, ni bien una palabra que había escrito mal, sino leyendo bien una palabra que no me habían dejado escribir bien.
Suspiré. Volví a la agenda del terminal. Desmantelé a Manuel y leí en voz alta el registro corregido: Manuel Barrio.
Como me llames, me cago.
11 am, arriba. Me hace gracia escribir en este diario lo siguiente: estoy esperando la llamada de un asesino. Son las 4.34 pm. Son las 7.03 pm. Sin llamadas.
Había fútbol en la tele, como todos los sábados. Caí por casualidad en el canal que lo emitía y vi el partido durante un buen rato. Después zascandileé por los otros canales hasta que un grito unánime procedente de todas las calles circundantes me hizo volver al encuentro. Había marcado nuestro equipo, ese club al que adosaban su corazón todos los fracasados.
El rival era poderoso. Siempre nos daba unas palizas de aúpa. Ir uno a cero contra ellos nos redimía o nos consolaba o nos hacía pensar que algún día saldríamos de este puto barrio, en un desmarque imparable; un desmarque de clase.
En realidad, a mí no me gustaba el fútbol, ni sentía un ápice más de simpatía hacia el equipo del que casi todo el barrio tenía una bufanda de 1996 que hacia cualquier otro. Pero me resultó inevitable contemplar el partido al calor de ese coro impreciso que formaban las voces en las calles, todas coincidentes en sus sentenciosos berridos cuando casi marcábamos, cuando casi encajábamos, cuando nos partían la cara y el árbitro no sacaba tarjeta, cuando el árbitro sacaba tarjeta porque uno de los nuestros le había partido la cara a un contrincante; cuando por una vez íbamos ganando.
Sonó mi móvil. Estaba tan concentrado en la repetición de un fuera de juego que lo cogí y contesté sin plantearme posibilidades espeluznantes.
–Soy Eduardo.
–Hola.
Bajé el volumen del televisor; me di cuenta de que lo que quería bajar en realidad eran los gritos del vecindario.
–¿Te pillo en mal momento, Santiago?
–No, qué va. Estoy viendo el fútbol.
–Ah, no sabía… ¿Quién va ganando?
–Mi barrio. Dime, dime.
–Nada, Santiago, la fiesta. Que me han dicho que no vienes. Quería contarte algo, ¿sabes?, algo importante; algo delicado. ¿Sigues ahí?
–Sí, sí. La fiesta. ¡Casi marcamos! ¿No has oído los huys?
–¿Estás con amigos? Si es por eso, se pueden venir.
–No, estoy solo. Pero, bueno, sinceramente, no me apetece mucho ir. No pinto nada allí. Dime lo que quieras, Eduardo, ya acaba la primera parte; cuéntame, te concedo quince minutos.
Reí arbitralmente.
–Prefiero decírtelo en persona. En fin, no insistiré. Ya sabes dónde estaremos. Puedes venir cuando quieras. Si no, te llamo otro día y quedamos, ¿de acuerdo?
–Ok, ok. Pues nada, pasadlo bien.
–Claro. Un abrazo.
–
Ciao
.
Aproveché el descanso para tomarme una cerveza junto a la ventana. Mirar mi barrio todos los días, por la mañana, por la tarde, por la noche, durante tantos años, desde esa misma ventana, era la única manera de seguir su ritmo, de estar a bordo y no ahogarme. Si le perdiera la pista y no asistiera a sus mutaciones graduales, a la rotura de farolas, a la caída de tejas, al nacimiento de grietas y baches y manchas, a la llegada de nuevos emigrantes deprimidos, a la llegada de nuevos compatriotas deprimentes, a las peleas en la plazuela, a la decoloración de las fachadas y los rostros, llegaría un momento en que mirarlo de nuevo, tras ese ciego lapso de autoengaño, me haría vomitar de pavor.
Necesitaba acompañar toda aquella desgracia para que no se me atragantara el alma.
Volví al partido. Andaban aún con los anuncios previos, y recordé vagamente mi puesto de trabajo, mi función en la felicidad del comercio. Engañar a todo el mundo.
Sonó mi móvil.
–¿Sí?
No pensé nada al cogerlo.
–Sí, lo estoy viendo.
No pensé nada al decir estas palabras.
–Bueno, ¿por qué no? ¿Dónde?
No pensé nada.
–Hasta ahora.
Colgué y me encaminé hacia el bar Rubí a ver el partido con Manuel.
Manuel Barrio.
11 am, arriba. Me hace gracia escribir en este diario lo siguiente: estoy esperando la llamada de un asesino. Son las 4.34 pm. Son las 7.03 pm. Sin llamadas. 9.40 pm, salgo al bar Rubí a ver el fútbol con Manuel, presunto asesino de Daniel. Vive en la calle Las Naves, 78. (Algún día leeré esto y me reiré.)
Todo lo pensé por el camino: la insensatez, la inconsistencia, la facilidad. De acudir a una cita con alguien que presumía peligroso; de pensar que ese alguien era ciertamente peligroso; de dejarme convencer para algo tan ajeno a mis aficiones como ver fútbol en un bar con un desconocido cuando acababa de rechazar una fiesta con personas más cercanas y amistosas.
Fue directo, fue resolutivo. Me dijo que era Manuel, que si estaba viendo el fútbol, que si quería acercarme a su barrio a ver la segunda parte en el bar. «Estás al lado, tío.»
Lo estaba. Más de lo que él creía.
Sonó como si yo le hubiera caído de puta madre hacía unas pocas horas, como si las botellas que tomamos se hubieran vuelto a llenar y echara de menos mi mano en una, como si fuera mejor encontrar colegas que inquilinos.
Volví a arrinconar el miedo, ese latido alarmante en el centro del cuerpo, con argumentos tomados de las películas. Me citaba en un sitio público, generoso en testigos presenciales. Su voz no delataba investigaciones apresuradas sobre mi persona, sospechas ni desconfianza. Por otro lado, su propuesta albergaba cierto interés comercial: le sería más fácil convencerme de la excelencia de su habitación sin ventana después de compartir conmigo una noche de victoria deportiva, de hermanamiento tribal.
Tardé apenas dos minutos en ver el letrero del Rubí. Desde el otro lado del río, supuesta ubicación de mi domicilio, se tardaban por lo menos quince minutos en llegar; seis o siete si tenía la suerte de saltar enseguida a un autobús.
Decidí dar un par de vueltas a la manzana, simular mi tardanza.
No había nadie por las calles. Se oían los mismos spots publicitarios humear desde todas las ventanas, contaminantes de consumo. Restaban un par de automóviles y dos o tres lácteos para que se iniciara la segunda parte. Me detuve ante las obras de la vía principal, un cementerio de lápidas de alambre y mausoleos mecánicos. Estaba impracticable. Dejé la huella de mi zapatilla izquierda en un enorme montón de arena, y me dirigí implacablemente hacia el bar Rubí.
–Santiago, ¡aquí!
Manuel había alzado su tercio de cerveza. No lo bajó hasta que me tuvo delante.
–¿Cómo van? –dije.
El partido acaba de reanudarse y era improbable que alguien hubiera marcado; pero para constatarlo debía dar la espalda a Manuel. No me atrevía. No me contestó.
Pedí un tercio.
Hasta que lo tuve en la mano, permanecí encarando su bolita blanca, ese piercing que certificaba un origen y un destino, el alfiler que lo prendía a un mapa. Sus ojos oscuros no se apartaban de la pantalla del televisor; tenían un brillo verde en las pupilas, algo excesivo. Fumaba y bebía sin parar, alzaba los brazos, participaba de la palabrotería de los demás parroquianos, todos asidos al remo de la ilusión de los sábados.
–Mira el partido, coño.
Dijo esto con socarronería, no exenta de auténtico disgusto. Miré el partido.
El gol de la primera parte campeaba en solitario en el marcador, las espadas, por tanto, estaban en todo lo alto, era un encuentro a brazo partido, de poder a poder, los delanteros sudaban la camiseta, los defensas se dejaban la piel, nadie encontraba huecos y el esférico circulaba sin profundidad, sin verticalidad, no se veían tres pases seguidos, el linier alzaba banderines muy protestados, el colegiado consultaba al cuarto árbitro y sacaba tarjeras amarillas y perdonaba las rojas, y los entrenadores perdían los nervios en la zona técnica, un gol podía sentenciar, un gol podía meter de nuevo al rival en el partido, habían regado demasiado el césped, el descanso, la verdad, le había sentado muy bien a alguien, la afición ofrecía un comportamiento ejemplar, el derby era histórico, los minutos seguían corriendo.
Bebí. El bar estaba histérico y un poco torcido. El camarero sonreía ante una clientela que no sólo hablaba, sino que gritaba todas y cada una de las cuarenta palabras que merecía aquel triunfo, aquella promesa de éxito. Sus voces descorchadas llegarían sin duda a los salones de muchos domicilios chinos, en todo el barrio, devolviéndoles en ruido lo que en silencio dejaban cada día en aquel bar, demostrándoles que el barrio seguía siendo nuestro y escandaloso, y europeo.
–¡Gilipollas! ¡Puto mamón! ¡Hijo de puta!
Un delantero acababa de fallar una oportunidad clamorosa: a Manuel no le había gustado. Sus gritos me electrificaron el corazón. Giré un poco la cabeza, para darle réplica, pero enseguida me vi incapaz de añadir nada, novato en estas lides de hablar con el televisor.
–Eh, Santiago –me tocó el hombro, me volví–, pide dos. –Cogí su botella y me arrimé a la barra.
–Perdona, ¿me pones dos más?
Mientras me las traían me di cuenta de que Manuel me había ganado por la mano, de que cada uno de nosotros tenía ya su papel en aquel encuentro, y en todos los que pudiera haber después.
No existe una forma de ser. Mi forma de ser. Lo único que existe es una reacción de ser. Los demás provocan esa reacción y ya no hay vuelta atrás. En mi trabajo, yo era abnegado, gris, arisco. Lo era con mis jefes, pero con mis itinerantes subordinados, no. Con ellos era cínico, hasta divertido, seguro de mí mismo. Leyendo mis diarios, me daba cuenta de que no lograrían el plácet de ningún lector de novelas. El personaje no era coherente. Con algunas chicas se mostraba romántico, con otras retraído, con otras pánfilo y con otras desvergonzado. Era el líder en algunas relaciones personales, en algunos grupos de amigos, y era el pardillo en otros, el tontolaba. Tenía amigos que no me dejaban hablar, y amigos a los que yo aplastaba con mis discursos. Para Daniel fui un oponente verbal que le daba algo de pena; para su hermana, un oponente verbal que le daba algo de asco, pero un asco respetuoso. Con Rosa había sido un poco hijo de puta; con Ana, un calzonazos. ¿Forma de ser? No tengo puta forma de ser; no soy de ninguna manera; no sabe uno ni ser.
–Toma, tío. –La cerveza.
El trato que me estaba dando Manuel era deleznable. Me había dirigido muy escasas y autoritarias palabras. No veía el sentido último de invitar a alguien a ser un cogote más entre tú y una retransmisión deportiva.
Me reconocí vencido, moldeado; incapaz de sobrepasar la silueta social que el otro delineaba para mí: yo soy el macho; tú, el niñato.
Si hubiera conocido a Manuel en el ring de mi despacho, con mi corbata anudando todos sus complejos, mi mesa llena de papeles que él nunca sería capaz de comprender y los ordenadores mostrando atractivas imágenes vectoriales; si hubiera venido a verme para encontrar trabajo, desesperado, inferior, dependiente, yo sería Dios y él sería un montón de mierda. Yo hablaría y él cerraría el pico. Yo tendría otra forma de ser y él habría de ser de la forma que quedaba en los saldos existenciales.
Casi nos meten uno. Medio bar prendió un cigarrillo. Atacamos. La pelota se perdió en la grada.
Manuel me apartó con la mano. Su empujón puso mi sangre a correr en dirección contraria. Casi solté mi botella.
Iba al baño.
Le vi orillar con idéntica contundencia al resto de las personas que se interponía en su camino, como una bola de billar lanzada entre huevos crudos. Entró.
Quedaban veinte minutos para el final del partido. Luego vendrían las copas, pensé. Las putas. La celebración. Quise pensar.
Eso y no otra cosa.
Manuel volvió y se plantó delante de mí. Me sonreí orgulloso: yo era más alto que él.
Miré su peinado, su nuca de bulldog, las mandíbulas sobresalientes y minerales.
Llevaba una camiseta sin mangas, roja esta vez. Sus brazos constataban que uno también se ponía moreno cargando cajas. Lucía una costra oscura en un codo, como las sobras de su sangre.
Vestía bermudas de color fucsia, sus piernas eran lampiñas y casi femeninas, con los músculos trazados a vuela pluma hasta acabar en los correajes de sus sandalias, costosas, enrevesadas, delirantes de velcro y etiquetas italianas.
Pisaba sin darse cuenta una croqueta repugnante.
El deporte siguió dándonos sed. Pedimos otra. Todo el bar la había pedido o la iba a pedir, o se la iban a poner sin necesidad de petición alguna. Nuestro equipo enviaba balones al palo, el rival enviaba suplentes a calentar; el árbitro lo pitaba todo en su intolerable afán protagónico.
Y metimos un gol.
Otro.
Dos a cero a esos hijos de puta con pasta.
Dos.
El bar se nos cayó encima, la alegría dio paso a los delirios de grandeza y a aspiraciones incomprensibles. Ganar el campeonato. Ganar el futuro. Ganar el cielo.
En medio de la euforia, de los gritos triunfales y de las carcajadas nada piadosas dirigidas a uno que otro esquirol futbolístico (habían estado toda la noche hostigando nuestra esperanza desde la máquina tragaperras), Manuel se volvió hacia mí y me dijo:
–Vámonos.
Quedaban diez minutos para el final del partido.
–Quedan diez minutos…
–Vámonos.
No pestañeaba. Se dirigió hacia la puerta. Lo seguí.
–¿No quieres verlo, tío?
Había encendido un cigarrillo a la salida del bar. Expulsaba el humo hacia el cielo, alzando la barbilla bélicamente. Le apelaba «tío» para ocultar en la medida de lo posible mi desconcierto, mi desconfianza.
Bajó el rostro. Su cara, pétrea, hosca hasta entonces, se resquebrajó en una sonrisa progresiva. Mostró sus dientes.
–Bah, ganamos seguro. Vamos por una copa, ¿quieres estar con estos mierdas toda la noche, o qué?
Estos mierdas eran mi barrio, nuestro barrio. No, no quería estar con ellos.
–Conozco un pub de puta madre –agregó–. Andando.
¿Cuál: el Kam, el «colombiano», el User? Ninguno me pareció nunca gran cosa.
Le seguí, borreguilmente. Me sacaba ya unos metros. Caminaba con paso militar. No había nadie en la calle.