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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (60 page)

BOOK: El águila de plata
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Romulus nunca había visto lo devastador que podía resultar el impacto de un barco.

El
dhow
se hundió en un momento. Al poco rato, lo único que quedaba de él eran algunas tablas flotando en el mar junto a las cabezas de cuatro o cinco supervivientes que aparecían y desaparecían. Entre ellos, Romulus reconoció a Ahmed. Pero no iba a haber clemencia. En una muestra final de crueldad, los arqueros del trirreme dispararon una descarga.

Se seguía viendo la cabeza del nubio.

Por encima del ruido y de la confusión, a Romulus le pareció oír la voz de Ahmed gritando maldiciones. Así es como siempre recordaría al capitán pirata.

Se oyó el silbido de cientos de flechas al caer y el espectáculo terminó.

Ahora se alegraba de que Mustafá se hubiese quedado rezagado en Cana. Con suerte, su destino sería diferente al del resto de la tripulación. Como siempre, Romulus se preguntó si el arúspice sabría de antemano lo que iba a suceder.

—¡Vamos! —instó Tarquinius.

Con un respingo, Romulus volvió a la realidad.

—Antes de que el
trierarca
nos vea y envíe a algunos hombres a tierra firme —añadió el arúspice.

—¡Claro!

Romulus había estado tan enfrascado contemplando la desigual batalla que había olvidado la hostil recepción que también les dispensarían a ellos los romanos. Después de lo que habían presenciado, no era muy probable que les diesen tiempo de explicar su condición. Los dos amigos optaron por la discreción y se alejaron de la elegante forma del trirreme. Una suave pendiente rocosa los sacó de la playa. Una vez superada la cresta, ya no se les veía.

El sol calentaba y enseguida se secaron. Pero lo único que llevaban era lo puesto, la cota de malla y espadas y Tarquinius también el hacha. No tenían comida, sólo un odre lleno de agua; ni arcos, así que cazar resultaría difícil.

«Estamos vivos —pensó Romulus con tristeza—. Eso es lo que cuenta.»

—¿Cómo lograste escapar? —preguntó.

—Conseguí agarrar a Ahmed de la pierna y hacerlo caer.

—¿Sin que te partiese por la mitad?

Tarquinius se encogió de hombros con elocuencia.

—No te iría mal en la arena —rio Romulus dándole palmaditas en el hombro.

El arúspice sonrió.

—Soy demasiado viejo para la arena —repuso.

Romulus pasó por alto la respuesta. Era algo en lo que no quería pensar. Aunque ya era un joven adulto y seguro de sí mismo, todavía dependía del apoyo moral de Tarquinius.

—¡África! —anunció Tarquinius con un gesto grandilocuente.

Era un espectáculo increíble.

Ante ellos, la fértil pradera se extendía hacia el oeste y hacia el norte. Una sierra de colinas ondulantes llenaba el horizonte meridional. Aquí y allá arbustos y matorrales salpicaban el paisaje. En el suelo sobresalían montículos irregulares de termitas, gruesos dedos rojos de tierra amontonada. Había muchos más pájaros que en cualquiera de los otros lugares en los que Romulus había estado: además de las aves marinas, vieron pájaros indicadores, oropéndolas, martines pescadores e innumerables variedades más. La fauna no era menos variada. Varios tipos de antílopes, grandes y pequeños, caminaban lentamente y pastaban en el camino. Cerca, un grupo de magníficos animales que parecía caballos con franjas blancas y negras hacía lo mismo y movía la cola para espantar a las moscas. En un estanque natural, una manada de elefantes bebía ruidosamente y se salpicaba agua con las trompas. Elegantes pájaros blancos caminaban por la orilla en busca de parásitos y, si el agua los golpeaba, se apartaban volando enfadados para posarse en otro ser vivo.

La tranquila escena contrastaba enormemente con la ocasión en que habían visto elefantes. Romulus no quería pensar en aquello.

—¡Mira! —dijo, señalando sorprendido a los animales rayados.

—Cebras —fue la respuesta.

Los conocimientos de Tarquinius nunca dejaban de asombrar a Romulus.

—¿Cómo demonios lo sabes?

—Vi como le entregaban una a Pompeyo en un triunfo en Roma —repuso Tarquinius.

—¿Y ésos? —preguntó.

Romulus señalaba tres animales de aspecto extraño que comían las ramas altas de los árboles. Su corto pelaje era de color arena con manchas marrón oscuro de diferentes tonos y con unos cuellos y unas piernas larguísimas. En el cuello tenían una crin corta y erizada, y de la parte superior de la cabeza les sobresalían unos cuernos pequeños y gruesos.

—Jirafas.

—¿Son peligrosas?

—La verdad es que no —se rio el arúspice—. Son herbívoras.

Romulus se ruborizó avergonzado.

—Pero aquí debe de haber leones —aventuró.

Había visto de cerca lo que esos grandes felinos podían hacerle a un hombre. Encontrarse a uno en la selva no era algo que lo atrajese especialmente.

—Con ésos debemos tener cuidado —admitió el arúspice—. También con los rinocerontes, los búfalos y los leopardos. Es una pena que no tengamos lanzas.

—He visto leones y leopardos en otras ocasiones —dijo Romulus con los ojos bien abiertos ante la densidad de la fauna y la flora—. Pero a los otros no.

Aquello era una invitación a que Tarquinius iniciase una de sus clases magistrales. Como era natural, no sólo habló de la flora y la fauna, sino también sobre historias de Etiopía y de Egipto y sobre los detalles de sus civilizaciones y sus gentes.

Cuando hubo terminado, Romulus se sintió más en casa en esta tierra nueva y extraña con un pasado mucho más largo y amplio que el de su país. Sin embargo, como muchos otros países, empezaba a caer gradualmente bajo la influencia de Roma.

—¿Estamos muy lejos de Alejandría?

—A cientos de kilómetros.

Empezaba a darse cuenta de las dimensiones de la tierra que tenían ante ellos.

—¿Tendremos que hacer todo el camino a pie? —preguntó.

—Probablemente. No está claro.

—Mejor empezar ya, ¿no? —suspiró Romulus.

Empezaron a caminar hacia el norte. Hacia Egipto.

Cuando llegaron al estanque, los elefantes ya se habían ido. Los inmensos animales habían dejado fangosas las aguas poco profundas, pero no había otra cosa. Ellos saciaron la sed, llenaron el odre y continuaron su camino. El hambre empezaba a roerles las tripas. Pero dadas las circunstancias, podían esperar. Ahora era mucho más importante poner distancia entre ellos y el trirreme cercano a la costa que buscar comida. Aunque no había ninguna señal de persecución, ambos miraban de vez en cuando en la dirección de la que venían.

La mañana pasó sin que sucediese nada especial y Romulus empezó a relajarse. Se habían mantenido más o menos paralelos a la costa y habían recorrido unos doce o trece kilómetros; habían escapado. O eso parecía.

Pero el joven soldado no sintió un gran júbilo. Viajar a pie a través de Etiopía y después Egipto, sin armas adecuadas y sin más compañeros sería una tarea hercúlea. El viaje por el Indo, aunque hubieran recorrido una distancia similar, había sido más fácil porque lo habían realizado en barca. Éste, sin embargo, se parecía a la odisea que la Legión Olvidada había soportado en Carrhae.

Al menos entonces no estaban solos.

Al caer la tarde, la pareja había recorrido quince kilómetros más. Se abrieron camino para ver el mar de nuevo y observaron el horizonte durante un buen rato. Casi veinte años más joven, Romulus tenía mucha mejor vista. Contento porque no se veía señal del trirreme, buscó una hondonada protegida en las dunas de arena que, ondulantes, se alejaban de la playa. Cortaron las ramas bajas y puntiagudas de unos árboles cercanos y enseguida se construyeron un cercado circular bastante alto. Era lo suficientemente amplio para que cupiesen los dos tendidos y sería más seguro dormir protegidos por el cercado.

No se arriesgaron a encender una hoguera. Todavía hacía calor y no tenían comida que asar. Lo único que haría el fuego sería atraer la atención indeseada.

Tarquinius se ofreció a hacer la primera guardia.

Romulus aceptó agradecido y enseguida se quedó dormido. Soñó con Roma.

Cuando despertó, completamente helado, no le sorprendió encontrar a Tarquinius a su lado velando por él. Una tenue luz en el horizonte indicaba que no tardaría en amanecer. Su amigo le había dejado dormir la noche entera sin interrupción. Se sintió culpable y estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. El arúspice miraba hacia el este y no parecía haberse percatado de su presencia. Sentado de brazos cruzados y totalmente inmóvil, Tarquinius parecía una estatua esculpida.

—¡Perdonadme, poderoso Tinia —susurró—, por lo que acabo de hacer!

Romulus aguzó el oído con la mención del dios etrusco más poderoso. Era el Júpiter romano.

Se hizo una larga pausa, durante la cual Tarquinius siguió sentado observando la miríada de estrellas en el firmamento que paulatinamente se desvanecían. Sus labios se movían pronunciando una oración silenciosa.

Fascinado, Romulus yacía inmóvil y hacía lo posible por no tiritar.

—¡Gran Mitra, acepta mi arrepentimiento! —farfulló Tarquinius—. Hice lo que creí más conveniente. Si he cometido algún error, castígame como creas que merezco.

Romulus estaba intrigado. ¿Qué quería decir su amigo? ¿Tenía algo que ver con su viaje? Aunque les había costado casi cuatro años llegar a África, el joven soldado no alcanzaba a imaginar cómo podían haber llegado antes. No estaba resentido con el arúspice por eso, pues sin su ayuda y la del inestimable
Periplus
, jamás lo habría logrado. Desde hacía años, la sabiduría de su amigo, sus consejos y su habilidad profética habían constituido un apoyo sólido, igual que los remos lo son para un barco.

¿O se trataba de algo totalmente diferente?

Un vago recuerdo le rondaba en la cabeza; era una sensación frustrante, pues no lograba recordarlo. Sintió más frío y acabó tiritando.

El comportamiento de Tarquinius cambió de inmediato y volvió a ser el hombre tranquilo de siempre.

—Estás despierto —dijo.

Romulus decidió atreverse:

—¿De qué estabas hablando? —quiso saber.

—Estaba rezando, eso es todo. —El rostro del arúspice era una máscara impenetrable.

—Hay algo más.

Tarquinius no respondió.

Un miedo repentino le hizo un nudo en la garganta.

—¿Has visto algo sobre Fabiola? —preguntó.

—No —negó Tarquinius.

—¿Estás seguro?

—Lo juro.

Lleno de sospechas, Romulus observó el rostro de su amigo.

Unos finos rayos de sol naranja ascendían por el borde de las dunas más cercanas. La temperatura empezó a subir, lo cual fue un alivio para los dos. Sin mantas, no habían descansado muy bien. Pero enseguida haría calor, demasiado calor. Y necesitaban encontrar comida sin falta. Un hombre no podía soportar una caminata en ese clima extremo tan sólo con agua.

Entonces se acordó. Romulus no tenía ni idea de qué le había hecho pensar en ello: un comentario trivial que Tarquinius había hecho hacía casi siete años.

—Huiste de Italia por un motivo en concreto —dijo con voz queda. No me lo quisiste explicar. ¿Qué fue?

En los oscuros ojos de Tarquinius había una expresión de sorpresa y Romulus supo que había dado en el clavo.

—No te lo puedo decir —repuso el arúspice reacio—. Aún no.

—¿Por qué no? ¿Porque todavía te sientes culpable?

La aguda observación le dolió.

—En parte —admitió Tarquinius—. Y no es el momento adecuado.

—¿Lo será algún día? —preguntó Romulus enfadado.

—Pronto.

Un estruendo interrumpió la conversación y los dos miraron alrededor sorprendidos. Se oía en la lejanía, pero sólo los cuernos podían ser responsables de ese ruido intenso.

Cuernos tocados por hombres.

Y no tenían adónde huir.

Más valía seguir escondidos. Romulus tiró de Tarquinius y se arrastró hasta el borde de la hondonada. Todavía no se veía nada. Esperaron en un incómodo silencio. Pasó un rato largo hasta que se hizo de día. El estruendo, que venía del sur, se oía cada vez más y más fuerte. Los gritos de hombres se mezclaban con el clamor de tambores y cuernos, pero era imposible entender lo que decían.

Por la colina más cercana llegó un grupo de perros de caza que aullaba. Lo seguía una hilera anchísima de individuos que caminaban hombro con hombro, tocando tambores y todo tipo de instrumentos lo más fuerte posible.

—Es una cacería —supuso Romulus.

Tarquinius entrecerró los ojos.

Por supuesto, todo animal que oía la algarabía se dirigía inmediatamente al norte o al oeste. Hacia el este no había escapatoria, pues estaba el mar. Los dos amigos miraban absortos. Antílopes y jirafas, elefantes y cebras salieron en estampida unos al lado de los otros, indiferentes. Una manada de búfalos tronaba junto a ellos, haciendo temblar la tierra. Incluso depredadores como los leones y los chacales sintieron miedo y salieron huyendo para salvar la vida. Romulus vio a un leopardo solitario y aterrorizado abandonar la seguridad que le proporcionaba un árbol para unirse a la multitud.

Unas cebras que se encontraban más al norte levantaron las cabezas al oír el ruido. Al ver a los hombres que se acercaban, los animales movieron las colas y se alejaron. De forma instintiva, sus compañeros empezaron a hacer lo mismo. Momentos después, todos se pusieron en camino, galopando con pasos largos y elegantes.

La curiosidad de los amigos iba en aumento. Tanto si los hombres que habían visto eran cazadores como si eran
bestiarii
que capturaban animales para llevarlos a la arena de Roma, lo más probable es que viniesen del lejano norte. Precisamente adónde ellos querían ir. La emoción hizo que su desencuentro anterior quedase aparcado, pero Romulus no lo había olvidado. Ya habría otro momento para hablar y no iba a dejar que el arúspice evitase contestar a sus preguntas.

En su relación se había producido un gran cambio.

Tarquinius miraba a lo lejos.

—Se dirigen a un barranco estrecho —observó.

—Podemos seguir a los ojeadores en cuanto hayan pasado —sugirió Romulus—. Será bastante fácil.

—Si tenemos cuidado —advirtió Tarquinius.

—¡Por supuesto! —gruñó Romulus irritado.

Se pusieron en cuclillas y esperaron. Romulus calculó que los perros y los cazadores pasarían a unos doscientos pasos de su posición, no más cerca. Afortunadamente, el contorno de la tierra los alejaba de su ubicación en dirección norte. Esto significaba que los animales salvajes pasarían bastante lejos de ellos y, por lo tanto, también sus perseguidores. La pareja permaneció escondida mientras los aullidos de los perros se oían más cerca, y también cuando se fueron apagando. Los siguió la algarabía de los hombres, que al final también se apagó en la lejanía. Cuando ya hacía un rato que no se oía nada, se levantaron lentamente. Hacia el norte se veía la gran nube de polvo que habían levantado los animales al huir.

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