El águila de plata (61 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: El águila de plata
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El paso de cientos de pezuñas había dejado un rastro inconfundible; Romulus y Tarquinius lo siguieron durante más de dos kilómetros. La planicie se estrechaba gradualmente y sus lados se elevaban para formar colinas bajas. En las cimas de estas pendientes, se habían construido cercas primitivas de madera para evitar que los animales escapasen.

—¡Muy inteligente! —dijo Tarquinius señalando—. El jefe de la cacería la ha organizado muy bien.

Romulus comprendió a qué se refería. Aunque nunca había presenciado una, de niño le encantaban las historias sobre la caza de animales salvajes.

—Permite utilizar a más hombres como ojeadores y cazadores —comentó.

—O lanceros.

—¿En el estrechamiento?

Tarquinius asintió con la cabeza.

Con cuidado bajaron hasta el valle, y de vez en cuando se encontraban con algún antílope o alguna cebra que yacían heridos en el suelo. Atemorizados por el ruido y los otros animales, algunos habían tropezado y los habían pisoteado. «Más tarde serán presa fácil —pensó Romulus hambriento—. Comida para el caldero.»

Ninguno de los dos tenía idea de qué o a quién encontrarían en el cuello de la trampa. La escena que presenciaron instantes después resultó impresionante. Habían llegado hasta un punto donde el barranco se estrechaba al bajar hasta una superficie plana a unos cientos de pasos por debajo. En lugar de pieles, los dos amigos vieron extensas redes colgadas en una hilera que iba desde un lado del suelo del valle hasta el otro. A cierta distancia, delante de la gruesa malla, había filas de hoyos profundos cavados en la tierra. Adonde quiera que miraran, veían animales atrapados en las redes o en las trampas, luchando desesperadamente por escapar. Era una escena de caos absoluto. Los animales solitarios que no habían sido capturados corrían de un lado a otro cegados por el miedo, sin saber hacia dónde huir. Fuertes relinchos y chillidos se mezclaban con los gritos de los cazadores.

Grupos de hombres corrían sucesivamente hacia los animales que estaban en las redes, liberándolos para inmediatamente atarles las patas con cuerdas. Su tarea era urgente, y peligrosa, pues Romulus vio a varios gravemente heridos. Tras haber recibido un golpe, una patada o una cornada, caían al suelo sangrando y gritando. Nadie acudía en su ayuda, y había tantos hombres que la operación continuaba sin interrupción. Desde el centro del valle, un individuo bajo vestido con ropas oscuras y armado con un bastón largo dirigía toda la operación.

—¡Esto no es una cacería! —exclamó Romulus—. ¡Debe de ser para el circo de Roma!

—Un posible regreso a casa —añadió el arúspice.

Eufórico, la atención de Romulus se centró de repente en unos fuertes rebuznos de ira. Justo debajo de ellos, un enorme semental de cebra había quedado atrapado. En la lucha para liberarse que siguió a continuación, había conseguido sacar las patas traseras de la red. Ahora un círculo de hombres rodeaba al magnífico animal e intentaba sin éxito enlazarlo y tirarlo al suelo. La enfurecida cebra daba patadas y corcoveaba en círculos, sacudiendo la cabeza con violencia de un lado a otro. En un intento de atraparle una de las patas traseras, uno de los cazadores más valientes se acercó demasiado. El semental notó la presencia del hombre, empezó a dar vueltas y le dio una patada en la cara con las dos patas traseras. Como si de una marioneta con los hilos cortados se tratase, el hombre cayó al suelo y se quedó inmóvil.

—¡Qué tonto! —exclamó Tarquinius en voz baja.

Romulus hizo un gesto de dolor. «Nadie podía sobrevivir a semejante golpe. A diferencia del que yo le di a Caelius esa noche —pensó con amargura—. Si no fui yo, entonces, ¿quién fue?»

Aterrorizados ante la idea de sufrir la misma suerte que su compañero, ninguno de los cazadores se acercaba ahora a la cebra. Finalmente, el animal consiguió liberarse de la pesada malla y salió al galope por un hueco que había en las trampas.

Romulus tenía ganas de vitorearla. La promesa de la libertad era una poderosa droga.

—Vamos a bajar —dijo Tarquinius.

Romulus dudó, aunque tenía sentido contactar con los
bestiarii
. No sabía qué recepción iban a dispensarles, pero merecía la pena arriesgarse por la posibilidad de unirse al grupo. Así aumentaba enormemente la probabilidad de llegar hasta Alejandría. No había muchos viajeros en esa tierra deshabitada, y realizar el viaje solos sería muy peligroso.

Durante algún tiempo, los hombres que luchaban con los animales no se percataron de su acercamiento. Estaban enfrascados en atrapar la máxima cantidad posible, antes de que se asfixiasen en la red, se hiciesen daño o escapasen como acababa de hacer la cebra.

Cuando ya estaban lo bastante cerca, Tarquinius gritó en latín:

—¿Necesitáis más hombres?

Los cazadores que estaban cerca se dieron media vuelta sorprendidos. Mal alimentados, vestidos con bastas túnicas y casi todos descalzos, parecían esclavos. Abrieron la boca al unísono ante la sorpresa.

—¿Dónde está vuestro amo?

Nadie respondió.

A Romulus no le extrañó su silencio. Intimidados, de tez morena, pelo negro y ojos oscuros, parecían egipcios. Esclavos de algún hombre.

Ni siquiera cuando Tarquinius se dirigió a ellos en egipcio le respondieron.

Un hombre corpulento y de pelo largo se apartó de un búfalo que acababan de atrapar y se acercó a grandes zancadas. Iba vestido de forma parecida a los cazadores, pero el látigo y la empuñadura de una daga que sobresalía del ancho cinturón de cuero indicaban otra cosa. Al ver a Tarquinius y a Romulus, el vílico se detuvo de repente.

—¿De dónde demonios venís? —preguntó desconfiado en egipcio.

—De ahí —respondió Tarquinius indicando vagamente el sur.

Un tanto despistado por la seguridad del rubio forastero, el vílico frunció el ceño.

—¿Vuestros nombres?

—Me llaman Tarquinius. Y él es mi amigo Romulus —contestó el arúspice en voz baja—. Pensábamos que tal vez podríamos encontrar trabajo.

—Esto no es el mercado de Alejandría. Ni el de Jerusalén —dijo el vílico con desdén—. No necesitamos más mano de obra.

Romulus no entendía lo que hablaban, pero la actitud agresiva del vílico no necesitaba traducción. «Este imbécil es estúpido y tiene mal genio», pensó. Sin embargo, no podían permitirse enfadarse con él, pues no tenían muchas más opciones. Mantuvo el rostro imperturbable y Tarquinius se limitó a cruzarse de brazos. Y esperaron.

—¡Gracchus! —No había duda en el tono de mando—. ¿Qué pasa?

El hombre se calló. Al cabo de unos instantes apareció un individuo bajo ataviado con una túnica marrón, el mismo que los amigos habían visto antes. Se acercó para hablar con el vílico.

—Esos dos acaban de aparecer de la nada, señor —farfulló Gracchus—. ¡Buscan trabajo!

El recién llegado estaba muy bronceado, tenía una melena cana, la barba sin cuidar y unos astutos ojos marrones. El bastón, muy usado y con la punta de metal, parecía en sus manos más un arma que un simple bastón. Del cinturón de cuero le colgaba un pesado monedero y varios anillos de oro grueso le adornaban los dedos. Sin duda, se trataba de un hombre rico.

Romulus y Tarquinius esperaban pacientemente.

Al final, el hombre bajo tuvo suficiente con lo que había oído.

—Soy Hiero de Fenicia,
bestiarius
—dijo en egipcio con una sonora voz—. ¿Y vosotros quiénes sois?

El arúspice repitió sus nombres con calma y lentitud.

Romulus se estrujó el cerebro. Había oído hablar de un hombre llamado Hiero con anterioridad.

El
bestiarius
frunció el ceño al oír el acento de Tarquinius.

—¿Sois romanos? —preguntó, pasando sin esfuerzo al latín.

Sus hombres lo miraron perplejos.

—Sí —repuso Tarquinius.

—¿Qué hacéis en la selva?

—Éramos guardas de un barco mercante —respondió Romulus con voz firme—. Hace dos días, un barco pirata lo atacó al sur de aquí. Cuando abordaron el barco, nosotros conseguimos escapar y nadar hasta la orilla. Los otros no tuvieron tanta suerte.

—Guardas, ¿eh? —Los ojos redondos y brillantes de Hiero se entretuvieron mirando el rostro lleno de cicatrices de Tarquinius y la cota de malla oxidada de Romulus—. ¿Piratas no?

—No —protestó Romulus—. Somos hombres honrados.

—¡Qué curioso! —comentó el
bestiarius
—. El trirreme de esta zona soltó amarras ayer cerca de nuestro campamento. Antes de zarpar, el
trierarca
mencionó que hacía tiempo que no veía piratas.

Romulus no picó el anzuelo.

Tarquinius intervino.

—¿Un trirreme? ¿En el mar de Eritrea? —preguntó incrédulo—. ¡Imposible!

—Ahora sí, amigo mío —repuso Hiero con aire de suficiencia—. Los comerciantes nos quejamos tanto, que las autoridades romanas de Berenice consideraron oportuno poner en servicio tres barcos. Patrullan el mar al sur de Adulus y la piratería en la zona, gracias a los dioses, ha disminuido.

—¡Fantástico! —exclamó Romulus—. Con la bendición de Júpiter, encontrarán y castigarán a esos hijos de perra que han asesinado a nuestros compañeros.

El arúspice murmuró su asentimiento.

No demasiado convencido con la historia, Hiero se atusó la barba. Se hizo un incómodo silencio.

—¿Por qué os habéis dirigido a mis hombres? —preguntó el
bestiarius
al final—. ¿Necesitáis agua? ¿O comida?

Saltaba a la vista que los dos harapientos amigos necesitaban mucho más que eso. «Hiero está jugando con nosotros —pensó Romulus con amargura—. Quiere saber si podemos beneficiarle de alguna manera. Pero ahora ya no tenemos un rubí como el que Tarquinius utilizó para comprarle la seda a Isaac. No tenemos nada para comprar nuestro pasaje.»

—Gracias por vuestro amable ofrecimiento —murmuró Tarquinius con una inclinación de cabeza.

Romulus se apresuró a imitarlo.

Hiero esbozó una sonrisa de reconocimiento, pero nada más.

—En realidad nosotros esperábamos poder unirnos a vuestro grupo —aventuró Tarquinius—. Como bien sabéis, el viaje hasta Alejandría es largo y peligroso. Especialmente, para dos hombres que viajan solos.

Hiero frunció los labios:

—Pues lo que no me hace falta son dos bocas más para alimentar todos los días.

Tarquinius bajó la cabeza y esperó. Ahora Romulus tenía que actuar solo.

A Romulus se le cayó el alma a los pies. No había duda de que el
bestiarius
tenía muchos trabajadores y guardas para su expedición, cuidadosamente planeada y financiada. Miró al cielo y una bandada de pájaros pequeños de vivos colores le llamó la atención. Volaban de un lado a otro con rapidez y sus plumas resplandecían bajo el sol.

Tarquinius lo miraba de reojo.

«Valemos mucho más que cualquier hombre», pensó Romulus enfadado.

Hiero se dio media vuelta para marcharse.

—Mi amigo tiene conocimientos de medicina —declaró Romulus—. Limpia y cose las heridas tan bien como un médico del ejército. Yo también, aunque no soy tan bueno como él.

De repente, el
bestiarius
se giró con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Por qué no lo habéis dicho antes? Hombres con vuestras habilidades son los que mejor van. Hay muchos animales heridos que mueren porque no se les tratan las heridas. —Se rio—. Y algunos esclavos.

Aunque se pagaban cantidades astronómicas por los animales exóticos, a Romulus le dio escalofríos pensar que sus vidas eran más importantes que las de los esclavos.

—¡Vamos! ¡Vamos! —Hiero les hizo señas con impaciencia, los alejó de las redes y los hoyos y dejó que Gracchus, con mirada desconfiada, se hiciera cargo de ellas. El viejo
bestiarius
explicaba las tribulaciones del viaje mientras recorría casi un kilómetro hacia la retaguardia. Allí, en una amplia zona, había una extensa colección de rediles y jaulas de madera. Todos los cercados estaban hechos con tablones de madera toscamente labrados, obtenidos de los árboles cercanos. En muchos había antílopes: algunos ejemplares eran frágiles con la panza blanca y rayas negras a los lados, y otros eran grandes con bonitos cuernos en espiral. Estaban todos apiñados, daban vueltas asustados en el redil y levantaban nubes de polvo en el aire. Otros cercados contenían búfalos o cebras que caminaban de un lado a otro, escarbaban la tierra con las patas y bramaban para mostrar su enfado. Uno de los rediles que más cerca estaba tenía los lados mucho más altos que los otros y su interior albergaba un par de jirafas.

—Son raras, ¿verdad? —comentó Hiero—. Son las primeras que he conseguido cazar vivas e ilesas. Generalmente, se rompen las piernas con las redes o en los hoyos.

—¿Cómo las vais a meter en un barco? —preguntó Romulus con curiosidad.

—Lo estoy pensando —dijo Hiero riéndose—. ¡Pero con el dinero que me pagarán en Roma seguiré pensando cómo hacerlo!

Un viejo recuerdo acudió a su mente y entonces Romulus supo por qué el nombre de Hiero le resultaba familiar. Poco antes de que lo vendiesen a la escuela de gladiadores, oyó una conversación entre Gemellus, su antiguo amo, y su contable. Hablaban sobre un negocio que consistía en capturar animales salvajes en el sur de Egipto. El único problema era conseguir el capital necesario. La expedición estaría al mando de un
bestiarius
fenicio llamado ¡Hiero! Romulus miró al anciano de soslayo. Resultaba increíble que hubiese tenido tratos con Gemellus. El corazón se le llenó de una ira antigua y decidió averiguar lo que pudiese.

Unos furiosos rugidos procedentes de una jaula cercana le llamaron la atención.

Hiero vio que miraba la jaula grande construida con troncos muy gruesos.

—Ahí es donde más necesito vuestra ayuda —les confió el viejo
bestiarius
—. Contiene un león adulto que capturamos hace unos días. Se cortó la pata con una estaca de madera y la herida se le ha infectado. Empeora día a día.

Romulus se acercó a la jaula y miró entre los barrotes. De su interior salía un fortísimo olor acre a orina. Dentro vio a un león con una magnífica melena; caminaba de un lado a otro de la jaula con una marcada cojera. Cuando el animal se dio la vuelta para regresar, Romulus vio la herida que Hiero había mencionado. Era una herida fea y profunda que se le había infectado y se extendía formando una línea irregular desde el codo izquierdo hasta el hombro. Las moscas se apiñaban en espesas capas atraídas por el olor y zumbaban alrededor del limitado espacio, intentando posarse en la herida. El león agitaba la cola de un lado a otro frustrado e incapaz de dispersar a los molestos insectos por mucho tiempo. Romulus se acercó más para verla mejor. La herida tenía un aspecto horrible y, si no se curaba, no cabía duda de que sería mortal. El inmenso animal rugió enfadado cuando lo vio y, pese a los barrotes que los separaban, Romulus dio un respingo hacia atrás. Tenía los colmillos tan largos como los dedos de Romulus.

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