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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

El águila de plata (63 page)

BOOK: El águila de plata
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Ni Tarquinius ni Romulus respondieron. El primero estaba absorto en sus pensamientos. El segundo luchaba por controlar sus miedos.

Alejandría los esperaba.

Los aposentos de la pareja eran grandes y espaciosos, los suelos estaban cubiertos con alfombras oscuras y los muebles eran de ébano con incrustaciones de plata. Unos largos pasillos pintados y con columnatas llevaban a una serie de cámaras parecidas intercaladas con patios y jardines llenos de fuentes y estatuas de los extraños dioses egipcios. Desde todas las ventanas se disfrutaba de unas vistas fantásticas del faro. Ni siquiera eso conseguía que a Fabiola le gustase Alejandría. Egipto era un lugar extraño, lleno de gentes y costumbres raras. Los serviciales criados de tez clara la sacaban de quicio. Y el lujoso entorno no bastaba para disipar su claustrofobia. Tras semanas de encierro sin poder salir, intentaba no desesperarse. Tampoco podía seguir evitando a César para siempre.

Fabiola oyó el clamor de la muchedumbre en el exterior. Aunque el sonido ya le resultaba familiar, todavía le helaba la sangre.

Sextus le lanzó una mirada tranquilizadora que la ayudó un poco.

Brutus también observó su mirada y cerró la ventana.

—No te preocupes, cariño —dijo—. Hay cuatro cohortes aquí fuera. La plebe no puede acercarse a nosotros.

Algo en el interior de Fabiola se quebró.

—¡No! —exclamó—. ¡Pero tampoco podemos salir! Estamos atrapados como ratas porque César abarca más de lo que puede.

—¡Fabiola! —empezó a decir Brutus con el rostro tenso.

—Tengo razón, y lo sabes. Cuando se enteró de la muerte de Pompeyo, César decidió pasearse por aquí como si la ciudad fuese suya —replicó con vehemencia—. ¿A alguien le sorprende que a los egipcios no les gustase su actitud?

Su amante calló. La costumbre de su general de actuar con tanta rapidez que pillaba desprevenidos a sus enemigos casi siempre funcionaba. Esta vez no había sido así, y Brutus tenía que reconocerlo.

Fabiola estaba cada vez más indignada:

—¿Y dejar que sus
lictores
le allanasen el camino? ¿Acaso ahora es el rey de Egipto?

Docilosa parecía preocupada. Esto era peligroso.

—¡Baja la voz! —le ordenó Brutus—. ¡Y tranquilízate!

Fabiola acató la orden. Otros oficiales de alto rango se alojaban cerca y podrían oírla. «De nada sirve perder el control —pensó—. Es desperdiciar la energía.»

En lugar de llevar a todo su ejército a Egipto, César lo había dividido en tres partes desiguales y había enviado las más numerosas de vuelta a Italia y a Asia Menor, con la misión de hacer valer la paz. Mientras tanto, él se iba a ocupar de perseguir a Pompeyo. Esta decisión no presagió nada bueno a su llegada a Alejandría. Y hasta ahora así había sido. César había zarpado de Farsalia con unos tres mil hombres no mucho después que Pompeyo, y había ordenado fondear en un lugar seguro mar adentro hasta saber qué tipo de recepción iban a dispensarle los egipcios. Cuando al poco tiempo apareció la embarcación del práctico, la tripulación recibió la orden de llevar la noticia de su llegada a Alejandría a las autoridades soberanas. Su respuesta fue rápida. Cuando César desembarcó, lo esperaba un mensajero real que le hizo solemne entrega de un paquete.

En su interior se encontraba el sello de Pompeyo y su cabeza.

Embargado por la tristeza, César prometió vengarse de quienes habían matado a su antiguo amigo y aliado. Aunque en última instancia la muerte de Pompeyo podría haberle beneficiado, César no era el cruel asesino que algunos republicanos decían que era. Su clemencia con los oficiales de alto rango de Pompeyo que se habían rendido en Farsalia había sido notable. Y el profundo dolor que sentía por la muerte de Pompeyo era verdadero. «Quizá fuera ese dolor lo que hizo que utilizase a los
lictores
a su llegada», pensó Fabiola. Sin embargo, a los lugareños no les había gustado esa decisión y, a partir de ahí, las cosas habían ido de mal en peor. Aunque tanto el beligerante Ptolomeo XIII como Cleopatra estaban ausentes, la ciudad no era un paseo para un ejército invasor. Los alejandrinos no se tomaron a bien que soldados extranjeros invadiesen sus calles o tomasen los palacios de la realeza. Cuando César hizo que ejecutasen públicamente a dos de los ministros responsables de la muerte de Pompeyo, el resentimiento que su arrogancia había generado estalló en una ira abierta. Ayudada por la muchedumbre de Alejandría, la guarnición ptolemaica empezó a lanzar ataques osados contra las tropas extranjeras. Se iniciaron con descargas de piedras y trozos de cerámica, pero pronto pasaron a una violencia más peligrosa. Los egipcios utilizaron su profundo conocimiento de la ciudad para aislar y aniquilar a una serie de patrullas en pocos días. Casi de la noche a la mañana, toda la ciudad se convirtió en una zona prohibida. En una humillante marcha atrás, César se vio forzado a retirar a sus legionarios, mucho menos numerosos que los soldados egipcios, hasta uno de los palacios reales situado cerca del puerto. Y allí estaban con todos los accesos bloqueados por barricadas.

Tras dos años de marchas y luchas constantes, la época que iban a pasar en Alejandría iba a ser una oportunidad para relajarse. En lugar de eso, recluida en sus aposentos a causa de los disturbios, Fabiola no había dejado de darle vueltas al asunto de César. Para ella, el intento de violación en Ravenna demostraba sin ninguna duda su culpabilidad. Y su parentesco. Este último descubrimiento no le provocó la alegría esperada en estas circunstancias. En lugar de alegría, Fabiola sentía una sombría y maliciosa satisfacción. Tras años de búsqueda, le había sido concedido uno de sus más fervientes deseos. Ahora tenía que planear la venganza, pero quería mucho más que limitarse a hincarle una noche un cuchillo afilado entre las costillas. No es que le importase morir en el intento. En absoluto. Teniendo en cuenta que probablemente Romulus estaba muerto, ¿qué objetivo tenía seguir viviendo? No, la causa de su limitación era que César no se merecía una muerte rápida. Como la de su madre en las minas de sal, la de César tendría que ser una muerte lenta, llena de sufrimiento. Preferiblemente, a manos de aquellas personas en las que más confiaba. Pero Fabiola debía tener cuidado. Desde Alesia, César no confiaba en ella, y conseguir que Brutus estuviese contento a pesar de la desaprobación de su señor ya era toda una hazaña.

Sin embargo, y por el momento, el riesgo más probable era que la muchedumbre egipcia acabase con todos ellos. Algo tremendamente frustrante para una persona que quería planear con precisión la muerte de un hombre. Aquí Fabiola no podía hacer otra cosa que trabajarse a Brutus, y su resentimiento empezaba a alcanzar niveles críticos.

Todos los días se producían encarnizadas batallas callejeras. Aunque se había alcanzado una especie de
statu quo
, César y su pequeño ejército no podían acceder a los trirremes, la única forma de salir de esta situación.

—En cuestión de semanas nos llegará ayuda de Pérgamo y Judea —explicó Brutus.

—¿Seguro? —gritó Fabiola—. Si fuera verdad, este inútil ataque contra el puerto no sería necesario.

—Tenemos que recuperar el acceso a nuestros barcos. Y tomar la isla de Faros nos dará una ventaja sobre los egipcios —repuso Brutus sonrojándose—. Sabes que no puedo desobedecer una orden directa.

«Ándate con cuidado», pensó Fabiola. Aunque le habían afectado mucho las palabras de Fabiola tras Farsalia, Brutus seguía adorando a César.

—Estoy preocupada por ti.

Fabiola no mentía. La lucha cuerpo a cuerpo durante la noche era muy peligrosa y los romanos habían sufrido muchas bajas. Ella quería mucho a Brutus, pero además él era su guía y su protector. Sin él, perdería toda la seguridad que tenía en la vida. La prostitución volvería a ser una posibilidad. Puede que sólo para un cliente, pero la realidad no cambiaría demasiado. Fabiola ni siquiera quería plantearse esa opción.

La expresión del rostro de Brutus se suavizó.

—Marte me protegerá —añadió—. Siempre me protege.

—Y Mitra —repuso Fabiola. La satisfizo que, contento, asintiese con la cabeza.

—Esta noche, César planea hacer algo más que simplemente recuperar el control del puerto. Me envía de regreso a Roma para que Marco Antonio me asesore y reúna más refuerzos —reveló Brutus. De repente, torció el gesto—: También me ha ordenado que te deje aquí. Parece ser que me distraerás de mis obligaciones.

Fabiola lo miró horrorizada ante semejante posibilidad.

—¿Y tú que le has dicho?

—Me he enfrentado a él. He rebatido sus motivos —repuso Brutus categóricamente—. Con educación, por supuesto.

—¿Y?

—No estaba muy contento —sonrió Brutus—. Pero soy uno de sus mejores oficiales y al final ha tenido que ceder. ¿Contenta?

Sorprendida y encantada, Fabiola lo abrazó con fuerza. Ya estaba harta de aquel lugar caluroso y extraño.

Y, si César sobrevivía, ella lo estaría esperando. En Roma.

Al caer la tarde, la caravana acampó en un lugar seguro al lado del lago Mareotis, que se extendía hasta las murallas de la ciudad. Los dos amigos se colocaron las armaduras y las armas y se prepararon lo mejor posible. Mientras habían estado con Ahmed habían utilizado escudos mal hechos y cascos de hierro de muy mala calidad, pero se los habían dejado en el
dhow.

—Supongo que debemos estar agradecidos —dijo Romulus mientras se ponía una ligera capa de lana sobre los hombros. Se sentía desnudo ante la posibilidad de encontrarse con soldados hostiles y sin la ropa adecuada—. Nadie se fijará en nosotros.

—¡Exacto! Eso es lo que queremos —repuso Tarquinius, que también llevaba una capa. Sacó la cadena de plata que siempre llevaba en el cuello, de la que colgaba un pequeño anillo de oro decorado con un escarabajo de bonita factura. El arúspice se lo puso por primera vez, al menos que Romulus recordara.

—¿Para qué sirve?

Tarquinius sonrió.

—Nos traerá buena suerte —respondió.

—La vamos a necesitar —añadió Romulus mirando al cielo.

Ahora que Romulus estaba preparado para interpretar lo que veía, no conseguía leer nada, y su amigo tampoco respondía a ninguna pregunta. Una vez más, debía confiar en los dioses. Tenía una sensación de total impotencia, pero apretó los dientes y se preparó. No había otra salida.

Hiero pidió la bendición de sus dioses para los dos y después les ofreció una buena descripción del trazado de la ciudad que les resultaría muy útil.

—No hagáis ninguna tontería —les aconsejó el anciano
bestiarius
—. Averiguad lo que podáis y regresad aquí sanos y salvos.

—¡Así lo haremos! —repuso Tarquinius con el rostro imperturbable.

Todos se agarraron los antebrazos a la manera romana.

Daba la sensación de que no iban a volver a ver a Hiero, y Romulus no aguantó más.

—¿Alguna vez has tenido tratos con comerciantes romanos?

El
bestiarius
parecía sorprendido.

—¡Por supuesto! —repuso—. He tenido tratos con todos. Nobles, comerciantes,
lanistae.

—¿Con alguien llamado Gemellus?

Hiero se rascó la cabeza.

—La memoria ya empieza a fallarme.

—¡Es importante! —añadió Romulus, y se inclinó para estar más cerca.

Aunque sentía curiosidad, Hiero decidió no preguntar por qué. La mirada de Romulus era intensa e intimidatoria. Pensó unos instantes.

—Gemellus…

Romulus esperó.

—¡Ya me acuerdo! —dijo al fin el
bestiarius
—. ¿Del Aventino?

Romulus notaba cómo el pulso le martilleaba en el cuello.

—Sí —susurró—. Como yo.

Tarquinius frunció el ceño.

—¿Amigo tuyo? —preguntó Hiero.

—No exactamente —repuso Romulus en un tono neutro—. Simplemente un viejo conocido.

El
bestiarius
no dio importancia a la mentira, que resultaba obvia. A él le daba igual.

—Gemellus, sí. Financió un tercio de una expedición hace casi diez años.

—Sí, más o menos —admitió Romulus, y sintió una punzada de profunda tristeza al recordar que Fabiola también había estado allí, escuchando a escondidas a Gemellus cuando éste planeaba su participación.

—Toda la empresa estuvo maldita de principio a fin. —Hiero frunció el ceño al recordarlo—. Parecía que muchos animales sabían dónde estaban las trampas y los que atrapamos no eran ejemplares buenos. Perdí docenas de hombres a causa de fiebres y extrañas enfermedades. Además, de regreso, el Nilo se desbordó y tardé el doble de tiempo de lo normal en llegar a Alejandría. —Se detuvo para causar más efecto.

Romulus asintió con la cabeza con aparente empatía, aunque por dentro echaba humo. Unos pocos animales salvajes bastaban para hacer rico a un hombre. Seguro que Gemellus seguía disfrutando de los beneficios obtenidos.

—Eso no es todo —suspiró el anciano—. Suelo vender los animales en el muelle en Alejandría, pero Gemellus me escribió exigiéndome que los llevase a Italia.

Tarquinius aguantó la respiración; se sentía como un necio. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Una tarde de invierno en Roma, hacía ocho años. Gemellus, un comerciante del Aventino que, desesperado, quería una profecía. Los malos augurios que le vaticinó. Barcos con las bodegas llenas de animales salvajes que cruzaban el mar.

Romulus estaba tan ensimismado en la historia del
bestiarius
que no se dio cuenta.

—Tiene sentido. En Roma puedes obtener un precio mucho mejor —dijo.

Hiero asintió con la cabeza:

—Por esa razón, acepté tontamente su petición. Doy gracias a los dioses por haber viajado en una galera liburnia ligera de carga y no en uno de los cargueros.

—¿A qué te refieres?

—Durante el viaje hubo unas tormentas terribles —reveló el
bestiarius
con tristeza—. Todos los cargueros se hundieron y los animales se ahogaron. Perdí una verdadera fortuna.

Tarquinius intentó recordar el máximo de detalles posible sobre el comerciante que se había encontrado en el exterior del templo de Júpiter en la colina Capitolina. Malhumorado, gordo y deprimido, Gemellus quedó totalmente abatido con sus augurios. El último había sido el más impactante. «Un día llamarán a tu puerta.» En esa época, el arúspice tenía cosas bastante más importantes en qué pensar y no se había parado a considerar la trascendencia de su visión. Las preocupaciones de un desconocido no le importaban demasiado. Sin embargo, ahora todo cobraba sentido. Gemellus había sido amo de Romulus.

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