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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (11 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Se estremeció, deseando acabar de una vez, pero también agradecida por todo aquello que retrasara un poco más las cosas, incluso una experiencia tan humillante como aquel reconocimiento médico. Sin embargo, terminó pronto, y Siri volvió a cerrarse la bata y levantarse.

—Está bastante sana —le dijo el sanador a Dedos Azules—. Y lo más probable es que sea todavía doncella. También tiene un aliento muy poderoso.

Siri vaciló. ¿Cómo podía saber…?

Y entonces lo vio. Tuvo que mirar con mucha atención, pero el suelo amarillo alrededor del cirujano parecía demasiado brillante. Ella misma parecía pálida, aunque el nerviosismo ya había vuelto blanco su pelo.

«El doctor es un despertador —pensó—. Hay un despertador aquí, en esta habitación. Y me ha tocado.»

Se estremeció, la piel marchitándose. No estaba bien quitarle el aliento a otra persona. Era la arrogancia definitiva, el completo opuesto a la filosofía de Idris. Otra gente en Hallandren simplemente llevaba colores brillantes para atraer la atención sobre sí mismos, pero los despertadores robaban la vida de los seres humanos, y la usaban para destacar.

El uso pervertido del aliento era uno de los principales motivos de que el linaje real se hubiera exiliado a las montañas en primer lugar. Hallandren existía hoy en día porque extorsionaba el aliento de su pueblo. Siri se sintió más desnuda ahora que cuando estaba sin ropa. ¿Qué podía decir ese despertador sobre ella gracias a su innatural fuerza vital? ¿Se sentía tentado de robarle a Siri su biocroma? Trató de respirar lo más suavemente posible, por si acaso.

Al cabo de un rato, Dedos Azules y aquel terrible doctor salieron de la habitación. Las mujeres se acercaron para quitarle de nuevo la bata y trajeron ropa interior.

«El rey será peor —comprendió Siri—. No es sólo un despertador, es un retornado. Necesita absorber el aliento de la gente para sobrevivir.»

¿Le quitaría su aliento?

«No, eso no sucederá —se dijo con firmeza—. Me necesita para que le proporcione un heredero de linaje real. No arriesgará la seguridad del niño. Me dejará mi aliento, aunque sólo sea hasta entonces.»

Pero ¿qué le sucedería cuando ya no fuera necesaria?

Su atención se apartó de esos pensamientos cuando varias criadas se acercaron con un gran bulto de ropa. Una saya. No, un vestido… un precioso vestido azul y plata. Concentrarse en él parecía mejor que pensar en lo que el rey-dios le haría en cuanto le diera un hijo.

Siri esperó en silencio mientras las mujeres le ponían el vestido. El tejido era sorprendentemente suave sobre su piel, el terciopelo parecía sutil como los pétalos de una flor de las montañas. Mientras las mujeres se lo ajustaban, Siri advirtió que, extrañamente, se cerraba por el lado en vez de por la espalda. Tenía una cola extremadamente larga y mangas que colgaban un palmo por debajo de sus manos si ponía los brazos a los costados. Las criadas tardaron varios minutos en atar los lazos bien, en situar correctamente los pliegues y adornar la cola. «Todo esto para que pueda ser quitado de nuevo dentro de pocos minutos», pensó con fría ironía mientras una mujer se acercaba con un espejo.

Siri se quedó asombrada.

¿De dónde había salido todo aquel color? ¿Las delicadas mejillas rojas, los misteriosos ojos oscuros, el azul sobre sus párpados? ¿Los profundos labios rojos, la piel casi resplandeciente? El vestido brillaba plata sobre azul, vaporoso pero hermoso, con ondas de terciopelo.

No se parecía a nada que hubiera visto en Idris. Era aún más sorprendente que los colores que había visto en las gentes de la ciudad. Al contemplarse en el espejo, casi pudo olvidar sus preocupaciones.

—Gracias —susurró.

Esa debió ser la respuesta adecuada, pues las sirvientas sonrieron, mirándose unas a otras. Dos la cogieron de las manos, moviéndose más respetuosamente que cuando la habían sacado del carruaje. Siri caminó con ellas, arrastrando la cola, y las demás mujeres se quedaron atrás. La muchacha se volvió, y las mujeres hicieron una reverencia, inclinando la cabeza.

Las dos últimas, las que la guiaban, abrieron una puerta y luego la empujaron suavemente hacia el pasillo. Cerraron la puerta, dejándola sola.

Allí reinaba un negro absoluto. Casi se había olvidado de lo oscuras que eran las paredes de piedra del palacio. El pasillo estaba vacío, a excepción de Dedos Azules, que la esperaba libro en mano. Sonrió, inclinando la cabeza con respeto.

—El rey-dios se sentirá satisfecho, Receptáculo. Vamos exactamente según lo previsto: el sol acaba de ponerse.

Siri se volvió. Frente a ella había una puerta grande e imponente, recubierta por completo de oro. Cuatro lámparas en la pared brillaban sin cristal de colores, reflejando la luz del portal dorado. No tuvo ninguna duda de quién había más allá de tan impresionante entrada.

—El dormitorio del rey-dios —dijo Dedos Azules—. O, más bien, uno de sus dormitorios. Ahora, mi señora, debes volver a prestarme atención. No hagas nada que ofenda al rey. Estás aquí por su voluntad y para atender sus necesidades. No las mías ni las tuyas, ni siquiera las de nuestro reino.

—Comprendo —dijo ella en voz baja, el corazón latiéndole cada vez más rápido.

—Gracias. Es hora de presentarte. Entra en la habitación, quítate el vestido y la ropa interior. Inclínate en el suelo ante la cama del rey, tocando el suelo con la cabeza. Cuando él desee que te acerques, golpeará el poste de la cama, y podrás alzar la cabeza. Entonces te indicará que avances.

Ella asintió.

—Intenta no tocarlo demasiado.

Siri frunció el ceño, abriendo y cerrando los puños, nerviosa.

—¿Cómo voy a conseguir eso exactamente? Vamos a tener sexo, ¿no?

Dedos Azules se ruborizó.

—Sí, supongo que sí. Esto también es nuevo para mí, mi señora. El rey-dios… bueno, sólo un grupo de sirvientes especialmente dedicados puede tocarlo. Mi sugerencia sería evitar besarlo, acariciarlo, o hacer cualquier otra cosa que pudiera ofenderlo. Simplemente permítele hacer contigo lo que desee, y deberías estar a salvo.

Siri inspiró profundamente, y asintió.

—Cuando terminéis, el rey se retirará. Entonces recoge la ropa de cama y quémala en la chimenea. Como Receptáculo, eres la única a la que se permite hacer esas cosas. ¿Comprendes?

—Sí —dijo Siri, cada vez más ansiosa.

—Muy bien, pues —contestó Dedos Azules, casi tan nervioso como ella—. Buena suerte.

Tras estas palabras, extendió la mano y abrió la puerta.

«Oh, Austre, Dios de los Colores», pensó ella, el corazón redoblando, las manos sudorosas, aturdida.

Dedos Azules la empujó suavemente por la espalda y Siri entró en la habitación.

Capítulo 7

La puerta se cerró a su espalda.

Un gran fuego ardía en una chimenea a la izquierda, bañando la amplia habitación con una titilante luz anaranjada. Las paredes negras parecían atraer y absorber la iluminación, creando profundas sombras en todos los ángulos.

Siri esperó, con su hermoso vestido de terciopelo, el corazón desbocado y la frente sudorosa. A su derecha distinguió una cama enorme, con sábanas y colchas negras, a juego con el resto de la habitación. La cama parecía vacía. Siri escrutó la penumbra, ajustando los ojos.

El fuego chisporroteó, lanzando una chispa de luz hacia un gran sillón en forma de trono situado junto a la cama. Estaba ocupado por una figura vestida de negro, envuelta en la oscuridad. La miraba, los ojos destellantes, sin parpadear al resplandor de la chimenea.

Siri contuvo la respiración y bajó los ojos, angustiada al recordar las advertencias de Dedos Azules. «Vivenna era quien debía estar aquí, no yo —pensó desesperada—. ¡No puedo enfrentarme a esto! ¡Mi padre se equivocó al enviarme!»

Cerró los ojos con fuerza, la respiración cada vez más rápida. Movió los dedos temblorosos y tiró nerviosa de los lazos del costado de su vestido. Sentía las manos resbaladizas por el sudor. ¿Estaba tardando demasiado en desnudarse? ¿Se enfadaría él? ¿La mataría incluso antes de que terminara la primera noche?

¿Preferiría ella eso, tal vez?

«No —se dijo con determinación—. No. Tengo que hacer esto. Por Idris. Por los campos y los niños que cogían mis flores. Por mi padre y Mab y todos los demás del palacio.»

Finalmente soltó los lazos y el vestido cayó con sorprendente facilidad; en ese momento comprendió que había sido confeccionado con ese objetivo. Dejó caer el vestido al suelo y se quedó mirando su ropa interior. El tejido blanco desprendía un espectro de colores, como la luz a través de un prisma. Lo miró con sorpresa, preguntándose por la causa de ese extraño efecto.

No importaba. Estaba demasiado nerviosa para pensar en eso. Apretando los dientes, se obligó a desnudarse del todo. Se arrodilló en el frío suelo de piedra, el corazón latiéndole en las sienes, para tocarlo con la frente.

La habitación quedó en silencio a excepción del chisporroteo de la chimenea. El fuego no era necesario en el calor de Hallandren, pero ella lo agradeció, desnuda como estaba.

Esperó, el pelo blanco puro, la arrogancia y la testarudez olvidadas, desnuda en más de un sentido. Ése era el final del camino, donde toda su sensación de «independencia» y libertad tocaba a su fin. No importaba lo que dijera o cómo se sintiese: al final, tenía que inclinarse ante la autoridad. Como todo el mundo.

Apretó los dientes, imaginando al rey-dios allí sentado, viéndola sometida y desnuda ante él. Apenas lo había visto, excepto para advertir su tamaño: era un palmo más alto que la mayoría de los hombres, más ancho de hombros y más fornido también. Más significativo que otros hombres inferiores. Era un retornado.

En sí mismo, ser retornado no era un pecado. Después de todo, los Retornados también volvían en Idris. La gente de Hallandren, sin embargo, mantenía al retornado vivo, alimentándolo con almas de campesinos, despojando de sus alientos a cientos de personas cada año…

«No pienses en eso», se ordenó. Sin embargo, pensó en los ojos del rey-dios, aquellos ojos negros que parecían brillar a la luz del fuego. Los sentía encima, observándola, tan fríos como la losa sobre la que estaba arrodillada.

El fuego chisporroteó. Dedos Azules había dicho que el rey la llamaría. ¿Y si no se daba cuenta? No se atrevió a alzar la cabeza. Ya había encontrado su mirada una vez, aunque por accidente. No podía arriesgarse a irritarlo más. Continuó allí arrodillada, los codos sobre el suelo, notando que empezaba a dolerle la espalda.

«¿Por qué no hace nada?»

¿Estaba insatisfecho con ella? ¿No era tan bonita como había deseado, o le había molestado que le hubiera mirado a los ojos y hubiese tardado tanto en desvestirse? Sería particularmente irónico si lo ofendía cuando se estaba esforzando tanto por no mostrar su frivolidad habitual. ¿O algo iba mal? Le habían prometido la hija mayor del rey idriano, pero en cambio había recibido a Siri. ¿Notaría la diferencia? ¿Le importaría siquiera?

Pasaron los minutos, la habitación se fue oscureciendo a medida que la leña se consumía.

«Está jugando conmigo —pensó—. Me fuerza a esperar a su capricho.» Obligarla a estar arrodillada en una postura tan incómoda probablemente significaba algo: una demostración de quién detentaba el poder. La tomaría cuando lo deseara, no antes.

Apretó los dientes mientras pasaba el tiempo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí arrodillada? Una hora, tal vez más. Y, sin embargo, el silencio era absoluto: ninguna llamada, ninguna tos, ni siquiera un roce por parte del rey-dios. Tal vez era una prueba para ver cuánto aguantaría ella. Tal vez estaba interpretando demasiadas cosas. Fuera como fuese, se obligó a continuar en aquella postura, moviéndose apenas sólo cuando era absolutamente necesario.

Vivenna tenía la formación, el saber y el refinamiento. Pero Siri tenía la testarudez. Sólo había que repasar su historia de lecciones y deberes repetidamente ignorados para apreciarlo. Con tiempo, incluso habría podido con su padre. Ya había empezado a dejarla hacer lo que se le antojara, aunque sólo fuera por conservar la cordura.

Y por eso continuó esperando, desnuda al fulgor de las brasas, mientras la noche se alargaba.

* * *

Los fuegos artificiales esparcieron chispas en una fuente de luz. Algunos cayeron cerca de donde estaba sentado Sondeluz, y se cargaron de una iridiscencia extra y frenética hasta apagarse.

Estaba reclinado en un diván al aire libre, viendo la exhibición. Los criados esperaban a su alrededor, pertrechados con sombrillas, un bar portátil, toallas humeantes y heladas para frotarle la cara y las manos según sintiera la necesidad, y un puñado de otros lujos que, para Sondeluz, eran simplemente cosas comunes y corrientes.

Contempló los fuegos artificiales con leve interés. Los maestros artificieros se agrupaban nerviosos cerca de allí. Junto a ellos había una tropa de trovadores que Sondeluz había llamado, aunque ninguno había actuado todavía. Pese a que siempre había gente del espectáculo en la Corte de los Dioses para que los Retornados disfrutaran, esa noche (la noche de bodas de su rey-dios) era aún más extravagante.

Susebron no asistía, naturalmente. Esas festividades estaban muy por debajo de él. Sondeluz miró a un lado, donde el palacio del rey se alzaba sobriamente por encima de todos los demás. Al cabo de un rato, Sondeluz sacudió la cabeza y devolvió su atención al patio. Los palacios de los reyes formaban un círculo, y cada edificio tenía un patio debajo y un balcón encima, ambos asomados a la zona central. Sondeluz estaba sentado a poca distancia de su patio, disfrutando del mullido césped.

Otra fuente de fuego se desplegó en el aire, arrojando sombras. Sondeluz suspiró, aceptó otra bebida de frutas de un criado. La noche era fresca y agradable, adecuada para un dios. O dioses. Sondeluz podía ver a los demás delante de sus palacios. Diferentes grupos de músicos y faranduleros ocupaban los lados del patio, esperando su oportunidad para satisfacer a uno u otro de los Retornados.

El fuego se consumió, y los maestros artificieros lo miraron, sonriendo esperanzados a la luz de las antorchas. Sondeluz asintió con su mejor expresión benévola.

—Más fuegos artificiales —dijo—. Me habéis complacido.

Esto hizo que los tres hombres susurraran nerviosos y llamaran a sus ayudantes.

Mientras se preparaban, una figura familiar entró en el anillo de antorchas de Sondeluz. Llarimar llevaba, como siempre, sus hábitos de sacerdote. Incluso cuando salía a la ciudad, que era donde debería haber estado esa noche, representaba a Sondeluz y su culto.

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