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Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

El Aliento de los Dioses (8 page)

BOOK: El Aliento de los Dioses
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Muchos de los edificios pintados contrastaban, en efecto, pero ninguno era zafio. Había una sensación de arte y armonía en las fachadas, en la gente, en las estatuas de soldados poderosos que adornaban muchas esquinas. Era abrumador. Chillón. Una algarabía chillona y entusiasta. Siri sonrió sin darse cuenta, y su pelo se volvió de un rubio vacilante, aunque sintió que se acercaba un dolor de cabeza.

«Tal vez… tal vez por eso me envió mi padre —pensó—. Con formación o sin ella, Vivenna nunca habría encajado aquí. Pero a mí siempre me ha interesado mucho el color.»

Su padre era un buen rey con buenos instintos. ¿Y si, después de veinte años de criar y educar a Vivenna, había llegado a la conclusión de que no era la adecuada para ayudar a Idris? ¿Y si, por primera vez en sus vidas, su padre había elegido a Siri por encima de Vivenna?

«Pero si fuera así, ¿qué se supone que tengo que hacer?» Sabía que su pueblo temía que Hallandren invadiera Idris, pero no creía que su padre hubiese enviado a una de sus hijas si creía que la guerra era inminente. ¿Esperaba tal vez que ella pudiera aliviar las tensiones entre los reinos?

Esa posibilidad aumentaba su ansiedad. El deber era algo que le resultaba desconocido, y un poco inquietante. Su padre le confiaba el destino y las vidas de su pueblo. No podía correr, escapar, ni esconderse.

Sobre todo de su propia boda.

Mientras su pelo se teñía de blanco por el temor ante lo que le esperaba, desvió de nuevo su atención hacia la ciudad. No era difícil que la atrajera. Era enorme, y se extendía como una bestia cansada enroscada sobre las colinas. Cuando el carruaje subió al sector sur de la ciudad, Siri pudo ver, entre los edificios, que el mar Brillante se detenía en una bahía. T'Telir se curvaba alrededor de la bahía, acercándose al agua, formando una media luna. La muralla, entonces, sólo era un semicírculo que desembocaba en el mar, manteniendo a la ciudad encajonada.

No parecía abarrotada. Había mucho espacio al descubierto en la ciudad: paseos y jardines, extensos terrenos no utilizados. Había palmeras flanqueando muchas de las calles y otro tipo de follaje era común. Además, con la fría brisa que llegaba del mar, el aire era mucho más templado de lo que había esperado. La carretera llevaba hasta un mirador dentro de la ciudad, una pequeña planicie que ofrecía un excelente panorama. Excepto que toda la planicie estaba rodeada por una gran muralla. Siri vio con aprensión cómo las puertas de esta pequeña ciudad dentro de la ciudad se abrían para permitir el paso al carruaje, los soldados y sacerdotes.

La gente corriente se quedó fuera.

Había otra muralla dentro, una barrera para impedir que nadie viera a través de la puerta. La procesión giró a la izquierda y rodeó el muro, hasta entrar en la Corte de los Dioses de Hallandren: un patio cerrado, cubierto de hierba. Docenas de enormes mansiones rodeaban el lugar, cada una pintada de un color distintivo. Al fondo del patio había una gigantesca estructura negra, mucho más alta que los otros edificios.

El patio amurallado estaba tranquilo y silencioso. Siri pudo ver figuras sentadas en los balcones, contemplando su carruaje. Delante de cada palacio había un grupo de hombres y mujeres postrados sobre la hierba. El color de sus ropas era igual que el de su edificio, pero Siri tuvo poco tiempo para observarlos. En cambio, miró nerviosa la enorme estructura negra. Era piramidal, formada por gigantescos bloques en forma de peldaños.

«Negro —pensó—. En una ciudad de color.» Su cabello palideció aún más. De repente deseó ser más devota. Dudaba que Austre estuviera muy contento con sus estallidos, y la mayoría de los días incluso tenía problemas para nombrar las Cinco Visiones. Pero él cuidaría por el bien de su pueblo, ¿no?

La procesión se detuvo ante la base del enorme edificio triangular. Siri se asomó a la ventanilla y vio los recodos y salientes de la cima, que hacía que la arquitectura pareciera cargada en lo más alto. Le pareció que los bloques oscuros iban a caer en avalancha para enterrarla. El sacerdote se acercó a caballo. Los jinetes esperaron en silencio: el piafar de sus bestias era el único sonido en el enorme patio abierto.

—Hemos llegado, Receptáculo —dijo el hombre—. En cuanto entremos en el edificio, serás preparada y llevada ante tu esposo.

—¿Esposo? —preguntó Siri, incómoda—. ¿No habrá una ceremonia nupcial?

El sacerdote sonrió.

—El rey-dios no necesita justificaciones ceremoniales. Te convertiste en su esposa en el momento en que lo deseó.

Siri se estremeció.

—Esperaba verle antes de, ya sabes…

El sacerdote le dirigió una dura mirada.

—El rey-dios no actúa para tu capricho, mujer. Estás bendita por encima de todas las demás, pues se te permitirá tocarlo… aunque sólo a su discreción. No pretendas que eres otra cosa que lo que eres. De lo contrario, serás apartada y se elegirá a otra en tu lugar. Cosa que, creo, podría resultar desfavorable para tus amigos rebeldes de las Tierras Altas.

El sacerdote hizo volverse a su caballo y subió por una gran rampa de piedra que conducía al edificio. El carruaje se puso en marcha, y Siri avanzó hacia su destino.

Capítulo 5

«Esto complicará las cosas», pensó Vasher, de pie en las sombras desde lo alto del muro que rodeaba la Corte de los Dioses.

«¿Qué tiene de malo? —preguntó Sangre Nocturna—. Los rebeldes enviaron una princesa. Eso no cambia tus planes.»

Vasher esperó, observando, mientras el carruaje de la nueva reina subía lentamente por la pendiente y desaparecía en el foso del palacio.

«¿Qué pasa?», preguntó Sangre Nocturna. Incluso después de todos esos años, la espada reaccionaba como un niño pequeño en muchas formas.

«La utilizarán —pensó Vasher—. Dudo que podamos salirnos con la nuestra sin tratar con ella.» No había creído que los idrianos fueran a enviar a un miembro de la familia real a T'Telir. Habían entregado un peón de muchísimo valor.

Vasher se dio la vuelta y envolvió el pie en uno de los estandartes que colgaban del exterior de la muralla. Entonces liberó su aliento.

—Bájame —ordenó.

El gran tapiz, tejido con hilos de lana, absorbió cientos de alientos suyos. No tenía forma humana y su tamaño era enorme, pero Vasher tenía ahora suficiente aliento para poder gastarlo en despertares así de extravagantes.

El tapiz se retorció, un ser vivo, y formó una mano que recogió a Vasher. Como siempre, lo despertado trataba de imitar la forma de un humano: al mirar con atención los pliegues y ondulaciones del tejido, Vasher podía ver contornos de músculos e incluso venas. No había ninguna necesidad de ellos: el aliento animaba el tejido, y no era necesario ningún músculo para que se moviera.

El tapiz bajó cuidadosamente a Vasher, cogiéndolo por un hombro, y colocando sus pies calzados con sandalias en el suelo.

—Tu aliento al mío —ordenó Vasher. El gran tapiz-estandarte perdió de inmediato su forma animada, la vida desapareció, y volvió a aletear pegado a la pared.

Algunas personas se detuvieron en la calle, pero se mostraron interesadas, no asombradas. Esto era T'Telir, hogar de los mismísimos dioses. Hombres con más de mil alientos eran extraños, pero no inauditos. La gente se quedó mirando, como los campesinos de otros reinos podían quedarse mirando pasar un carruaje de un señor, pero luego continuaron con sus actividades cotidianas.

La atención era inevitable. Aunque Vasher iba todavía vestido como de costumbre (pantalones ajados, capa muy gastada a pesar del calor, una cuerda envuelta varias veces a la cintura a modo de cinturón), ahora hacía que los colores brillaran dramáticamente cuando estaba cerca. El cambio sería advertido por la gente normal y descaradamente obvio para quienes habían alcanzado la Primera Elevación.

Sus días de poder esconderse y pasar desapercibido habían quedado atrás. Tendría que acostumbrarse a ser advertido de nuevo. Era uno de los motivos por los que se alegraba de estar en T'Telir. La ciudad era lo suficientemente grande y estaba llena de suficientes rarezas (desde soldados sinvida a objetos despertados que cumplían funciones cotidianas) para no destacar demasiado.

Naturalmente, eso no tenía en cuenta a Sangre Nocturna. Vasher se movió entre las multitudes, llevando la pesada espada en una mano, la punta envainada casi arrastrándose por el suelo tras él. Algunas personas se apartaron temerosas de la espada. Otros la miraron con ojos codiciosos. Tal vez era hora de volver a guardarla en la mochila.

«Oh, no, ni hablar —protestó la espada—. Llevo demasiado tiempo encerrada.»

«¿Qué más te da?»

«Necesito aire fresco. Y luz.»

«Eres una espada —pensó Vasher—, no una palmera.»

Sangre Nocturna guardó silencio. Comprendía que no era una persona, pero no le gustaba aceptar ese hecho. Solía ponerla de mal humor. A Vasher no le importó.

Se dirigió a un restaurante unas calles más abajo de la Corte de los Dioses. Era una de las cosas que sí había echado de menos de T'Telir: los restaurantes. En la mayoría de las ciudades había pocas opciones para cenar. Si pretendías quedarte algún tiempo contratabas a una mujer de la localidad para que te diera de comer en su mesa. Si te quedabas poco tiempo, comías lo que tu posadera te pusiera.

En T'Telir, sin embargo, la población era lo bastante grande y lo bastante rica para proporcionar comida específica. Los restaurantes aún no se habían propagado por el resto del mundo, pero en T'Telir eran comunes. Vasher ya había reservado una mesa, y el camarero le saludó nada más verlo. Se sentó y dejó a Sangre Nocturna apoyada contra la pared.

La espada fue robada al minuto de soltarla.

Vasher ignoró el robo, pensativo mientras el camarero le traía una taza de té al limón. Vasher bebió la infusión endulzada, preguntándose mientras sorbía el trozo de cáscara por qué demonios un pueblo que vivía en el trópico prefería el té caliente. Después de unos minutos, su sentido vital le advirtió que estaba siendo observado. Al cabo de un rato, el mismo sentido le alertó que alguien se acercaba. Desenvainó la daga de su cinturón con la mano libre mientras bebía.

El sacerdote se sentó frente a él. Llevaba ropas de calle, en vez de túnica religiosa. Sin embargo, quizás inconscientemente, había elegido vestir los colores blanco y verde de su deidad. Vasher volvió a envainar su daga, haciendo que el sonido quedara enmascarado al sorber con fuerza. El sacerdote, Bebid, miró alrededor, nervioso. Tenía suficiente aura de aliento para indicar que había alcanzado la Primera Elevación. Era donde la mayoría de la gente (la que podía permitirse comprar aliento) se detenía. Ese aliento ampliaría el lapso de vida una buena década y también proporcionaba un sentido vital acrecentado. Asimismo, les permitía ver auras de aliento y distinguir a otros despertadores, y, en situaciones de apuro, hacer un poco de despertar ellos mismos. Un intercambio decente para alimentar a una familia campesina durante cincuenta años.

—¿Bien? —preguntó Vasher.

Bebid dio un respingo ante el sonido. Vasher suspiró, cerrando los ojos. El sacerdote no estaba acostumbrado a este tipo de encuentros clandestinos. No habría venido en absoluto si Vasher no hubiera ejercido ciertas… presiones sobre él.

Vasher abrió los ojos y miró al sacerdote mientras el camarero llegaba con dos platos de arroz especiado. La comida tektees era la especialidad del restaurante: a los hallandrenses les gustaban las especias extranjeras casi tanto como los colores raros. Vasher había hecho el pedido antes, junto con el pago que aseguraba que los reservados de alrededor estuvieran vacíos.

—¿Y bien? —repitió Vasher.

—Yo… No sé. No he podido averiguar gran cosa.

Vasher le dirigió una severa mirada.

—Tienes que darme más tiempo.

—Recuerda tus indiscreciones, amigo —dijo Vasher, bebiendo el resto de su té y sintiendo un retortijón de malestar—. No querrás que se sepan, ¿verdad?

«¿Tenemos que volver a pasar por todo esto?»

Bebid guardó silencio durante un momento.

—No sabes lo que me estás pidiendo, Vasher —dijo, inclinándose hacia delante—. Soy sacerdote de Brillavisión la Verdadera. ¡No puedo traicionar mis juramentos!

—Menos mal que no te lo he pedido.

—No podemos dar información sobre la política de la corte.

—Bah —replicó Vasher—. Esos Retornados no pueden ni mirarse unos a otros sin que la mitad de la ciudad se entere en menos de una hora.

—No estarás dando a entender…

Vasher apretó los dientes, y dobló la cuchara con el dedo, molesto.

—¡Basta, Bebid! Los dos sabemos que tus juramentos son sólo parte del juego. —También se inclinó hacia delante—. Y yo odio los juegos.

Bebid palideció y no probó su comida. Vasher miró su cuchara con enfado y luego volvió a enderezarla, calmándose. Cogió una cucharada de arroz, y la boca le ardió por las especias. No le gustaba dejar la comida sin tocar: nunca se sabía cuándo tendrías que marcharte a toda prisa.

—Ha habido… rumores —dijo por fin Bebid—. Esto va más allá de la simple política de la corte, Vasher… más allá de los juegos entre los dioses. Es algo muy real, y muy secreto. Tanto que incluso los sacerdotes vigilantes apenas oyen atisbos.

Vasher continuó comiendo.

—Hay una fracción de la corte que presiona para atacar Idris —añadió Bebid—. Aunque no puedo imaginar por qué.

—No seas idiota —dijo Vasher, deseando tener más té para tragar el arroz—. Los dos sabemos que Hallandren tiene motivos de sobra para matar a todos los habitantes de las Tierras Altas.

—La realeza —apuntó Bebid.

Vasher asintió. Se les llamaba rebeldes, pero esos «rebeldes» eran la auténtica familia real de Hallandren. Aunque fueran mortales, su linaje era un desafío para la Corte de los Dioses. Todo buen monarca sabía que lo primero que hacías para estabilizar tu trono era ejecutar a todo aquel que tuviera más derecho a él que tú. Después de eso, solía ser buena idea ejecutar a todo los que creyeran tener ese derecho.

—¿Y? —dijo Vasher—. Lucháis, Hallandren gana. ¿Cuál es el problema?

—Es una mala idea, ése es el problema. Una idea terrible. ¡Por los fantasmas de Kalad, hombre! Idris no caerá fácilmente, no importa lo que digan en la corte. Esto no será como aplastar a ese necio de Vahr. Los idrianos tienen aliados de más allá de las montañas y las simpatías de docenas de reinos. Lo que algunos llaman «un simple aplastamiento de las facciones rebeldes» podría convertirse fácilmente en otra Multiguerra. ¿Quieres eso? ¿Miles y miles de muertos? ¿Que caigan reinos para no volver a alzarse? Todo lo que podremos hacer es conseguir un poco de tierra helada que no quiere nadie.

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