— ¿Dónde?— pregunté girando la cabeza de un lado al otro—. ¿Dónde está?
La señorita Howard me puso una mano en el hombro para tranquilizarme.
— Afloja la marcha, Stevie— susurró—. Si no me equivoco, está delante de nosotros.
Escruté el camino oscuro y, en efecto, divisé la silueta de un individuo pequeño, fácilmente identificable por su ropa holgada y su cabello rizado. El Niño no se movía, sino que parecía esperar a la calesa, y cuando nos acercamos un poco volví a ver su maldita sonrisa.
— Maldito sea— mascullé—. ¿Es real? Ese tipo es rápido como una exhalación.
— Claro que es real— respondió la señorita Howard—. La cuestión es ¿qué quiere?
— ¿Paramos?
Ella negó con la cabeza.
— No. Sigue adelante, pero al paso.— Sacó el revólver y se lo puso en el regazo—. Veamos qué pasa.
Cumplí la orden. El filipino permaneció inmóvil y risueño hasta que llegamos a unos cinco metros de él. Entonces levantó las manos muy despacio. Tiré de las riendas del Morgan y aguardamos. El aborigen bajó una mano y señaló al suelo.
— Yo no les haré daño— dijo con una sonrisa aún más grande. Seguí la dirección de su dedo y vi un arco pequeño, un par de dardos y otro
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de hoja zigzagueante—, si ustedes no disparan— concluyó mientras volvía a levantar la mano—. ¿Sí?
La señorita Howard asintió con un gesto, pero dejó el revólver donde estaba.
— De acuerdo— dijo—. ¿Qué quieres?
— Ayudar— respondió el filipino—. Yo puedo ayudar. Sí. Ya he ayudado otras veces.
— Pero eres el criado del señor Linares— le recordó la señorita Howard—. ¿Por qué nos ayudas?
El filipino se agachó a recoger sus armas, a lo que la señorita Howard reaccionó amartillando su Colt. El hombrecillo abrió los ojos como platos y levantó las manos otra vez.
— No pasa nada, señorita. Yo no le haré daño y usted no me dispara. ¡Yo los ayudaré!
— ¿Qué tal si me dices por qué nos ayudas antes de recoger esos chismes?— ordenó ella.
El Niño volvió a esbozar su graciosa sonrisa y luego sus facciones gordezuelas reflejaron una especie de repulsión teatral.
— Oh, yo no volveré a trabajar para el señor nunca más. El me pegaba a mí, pegaba a su esposa, pegaba a todos con unos puños como…
El filipino miró alrededor, agarró una piedra grande de la vera del camino y se la enseñó a la señorita Howard.
— Como piedras— concluyó ella.
— ¡Sí, como piedras!— asintió el Niño—. Me da ropa demasiado grande. — Levantó los brazos para mostrarnos los puños doblados de su chaqueta y luego señaló los pantalones, toscamente cortados a la altura de los tobillos—. ¡No es buena para mí! Primero yo trabajaba para su padre, el viejo señor…
— ¿Trabajabas para el padre del señor Linares?— preguntó la señorita Howard.
— Sí, señora. El era diferente. Buen hombre. El hijo no es igual. Golpea a todos con los puños, cree que es un gran hombre porque su mamá lo quería demasiado.
Ese comentario me arrancó una carcajada, que la señorita Howard cortó en seco con un codazo, aunque era evidente que ella también tenía dificultades para contener la risa.
— ¿Y qué quieres de nosotros?— preguntó bajando el revólver.
El Niño se encogió de hombros.
— Yo quiero trabajar para ustedes. Sí, eso. Yo los he vigilado y he visto que tratan de encontrar a la pequeña Ana. Eso es bueno. El señor no quiere encontrarla. ¡Pero ella es un bebé! Ustedes la encontrarán porque son buena gente. Yo quiero trabajar para ustedes. Seguro.
La señorita Howard y yo cambiamos una mirada de asombro. ¿Qué se suponía que debíamos decir? Era una idea descabellada, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a decírselo al hombrecillo, teniendo en cuenta el arsenal que tenía en el suelo y el hecho de que llevaba semanas vigilando todos nuestros movimientos. Sin embargo, a ambos nos había causado una buena impresión, nos parecía agradable y decente, así que tal vez no fuera una idea tan descabellada.
— ¿A qué te refieres cuando dices que quieres «trabajar» para nosotros? ¿Qué harías?
Antes de responder, el filipino miró las posesiones que había dejado en el suelo.
— ¿Puedo recoger mis cosas?— preguntó con cautela a la señorita Howard.
Ella asintió, mirándolo como si fuera un niño travieso.
— Muy despacio— advirtió.
El hombrecillo obedeció y guardó su arsenal en grandes bolsillos cosidos en el interior de su chaqueta. Luego echó a andar en nuestra dirección con un contoneo más propio de un hombre del doble de su estatura.
— ¡Yo sé hacer muchas cosas!— declaró—. ¡Puedo protegerlos de los enemigos, matándolos o durmiéndolos! ¡También sé cocinar!— Señaló el campo que nos rodeaba—. Serpientes, perros y a veces, si tengo mucha hambre, también ratas.— La señorita Howard y yo dejamos escapar una exclamación de asco, aunque sin dejar de sonreír—.
¡Veo cosas, encuentro cosas! ¡Si el Niño trabaja para ustedes, tendrán ojos en todas partes!— añadió con un ademán que abarcaba el horizonte entero.
— ¿Y qué salario esperas a cambio?— le preguntó la señorita Howard.
— ¿Qué sa… qué?
— ¿Cuánto tendríamos que pagarte?
— ¡Ah, sí, pagar!— respondió con el pecho henchido de orgullo—. El Niño es un manileño. Y los manileños trabajan por una paga. El señor sólo paga con mierda.
Solté otra carcajada y esta vez la señorita Howard no intentó detenerme; por el contrario, rió conmigo y también lo hizo el Niño, encantado con nuestra reacción.
— Ropa fea— continuó—, restos de comida de otros y la señora me obliga a dormir fuera, ¡hasta en invierno! Ustedes me darán comida buena y cama, ¿sí? Tienen una casa con muchas camas. Y usted…
Me señaló y se pasó la mano por el cuello, como había hecho en nuestro último encuentro. Mi sonrisa se esfumó en el acto.
— ¡Ah, no! ¡Otra vez, no!— protesté—. ¡No quiero problemas contigo!
— No, no— replicó él—. ¡Problemas no! ¡Ropa! ¡La ropa que tenía hace tres noches! No le gusta, ¿eh?
Conté las noches con los dedos, preguntándome a qué demonios se refería. Entonces recordé nuestro viaje a Saratoga y el encuentro con alguien a quien yo había tomado por un niño en los jardines del casino.
— ¡Eras tú! ¡Me viste con mi traje de pingüino!
— ¿Traje de pingüino?— preguntó el Niño, desconcertado—. ¡No! Traje de hombre elegante, ¡bueno para mí! A usted no le gusta— dijo y cuando volvió a llevarse la mano al cuello, lo entendí: me había visto tirando de la pajarita blanca y se había dado cuenta de que detestaba el traje.
— ¿Qué dice, Stevie?— preguntó la señorita Howard.
— Me vio en el casino y adivinó que detesto usar el traje de etiqueta. Creo que a él le gusta.— Alcé la voz para dirigirme al hombrecillo—: Quieres esa ropa, ¿eh?
— Ropa buena para hombre bueno— respondió y se dio un golpe en el pecho—. Si usted la da al Niño, él trabajará para usted.
— Pero no podrás usarla siempre— respondí cabeceando.
— ¿Por qué no?— preguntó la señorita Howard—. Con franqueza, Stevie, creo que él puede hacer lo que le dé la gana.
Lo pensé mejor y asentí.
— Claro, tiene razón. Pero ¿qué dirá el doctor?
— ¿Cuando le digamos que hemos ganado para nuestra causa a uno de nuestros principales adversarios? ¿Qué crees que va a decir?
Asentí y luego recordé a nuestro anfitrión de Ballston Spa.
— ¿Y el señor Picton?— No esperé la respuesta; la señorita Howard me miró y yo sonreí—. Sí, tiene razón. Se partirá de risa, y no cabe duda de que este personaje le dará tema de conversación para rato. Bien, entonces…
La señorita Howard se volvió hacia el filipino.
— De acuerdo— dijo y señaló la parte trasera de la calesa—. Sube y dinos cómo quieres que te llamemos.
— ¡Niño!— exclamó el hombrecillo dándose otro golpe en el pecho y luego su expresión se volvió cautelosa—. ¿Ya trabajo para ustedes?— preguntó como si no acabara de creérselo.
— Sí, trabajas para nosotros— respondió la señorita Howard—. Ahora sube.
— ¡No, no! ¡No, eso no está bien! El Niño irá andando y la señora en coche.
— Nada de eso— replicó la señorita Howard con un suspiro—. Si trabajas para nosotros, eres uno de los nuestros y vendrás en el coche con nosotros.
Rebosante de alegría, el filipino saltó a la parte trasera de la calesa con la agilidad de una gacela. Se quedó de pie con una sonrisa de oreja a oreja.
— Con el Niño trabajando para ustedes, ¡encontrarán a la pequeña Ana! — declaró—. ¡Seguro!
Sin terminar de creer o de entender lo que acabábamos de hacer, sacudí las riendas y seguimos nuestro camino.
En el trayecto conocimos las peripecias de la vida del Niño y al llegar a casa de Picton se las relatamos a los demás. Cuando era niño, el filipino había sido capturado por un grupo de españoles mientras cazaba con otros miembros de su tribu en la selva de la isla de Luzón, en Filipinas. Los españoles habían matado a los aetas adultos y enviaron a los más jóvenes a Manila, para venderlos como esclavos. Años después, el Niño había escapado de su primer amo, se había ocultado en los muelles y se había convertido en un mercenario nómada. Durante una temporada había sido pirata, luchado en escaramuzas en la costa del sur de China y finalmente había regresado a Manila, donde lo habían arrestado por hurtos sin importancia. Un juez español lo había condenado a trabajos forzados de por vida, pero entonces había intervenido el padre del señor Linares, un diplomático que le había dado la oportunidad de pagar su «deuda» con el imperio español trabajando como criado en su casa. Cuando escuché esta historia, recordé mi propia experiencia con el doctor Kreizler, y estos antecedentes comunes forjaron un estrecho vínculo entre nuestro nuevo socio y yo.
No cabía duda de que el hombrecillo era todo un personaje: en casa de Picton, divirtió y conmovió a todos con su curiosa mezcla de presunción viril y cordialidad infantil. Saludó con una respetuosa reverencia y se quedó boquiabierto cuando el más corpulento de nuestros amigos— a quien al parecer veía como a una especie de profeta— le tendió la mano. Para el hombrecillo, el hecho de que el señor Montrose (como él lo llamaría en adelante) viviera entre blancos, comiera la misma comida, usara ropa de la misma calidad y durmiera en una habitación semejante a la de ellos sólo podía significar que poseía una especie de conocimiento secreto. Por lo tanto, el Niño comenzó a imitar la conducta del silencioso y sosegado Cyrus, tarea nada fácil para un individuo parlanchín e inquieto como él.
Sin embargo, todavía no sabíamos qué hacer con nuestro nuevo aliado. Por el momento no necesitábamos que persiguiera o dejara inconsciente a nadie y era proclive a suscitar chismorreos en Ballston Spa, sobre todo porque yo había cumplido mi promesa de regalarle el esmoquin y él se lo había puesto de inmediato. Hinchado como un pavo real (había acertado al pensar que el traje le quedaría que ni pintado), parecía preparado para comerse el mundo, aunque los demás nos preguntábamos si el mundo estaría preparado para dejarse devorar por él. Con gran sentido práctico, la desconcertada señora Hastings lo puso a lavar los platos, tarea que el Niño acometió con sumo entusiasmo.
Tras registrar debidamente en la pizarra del salón de Picton la información que la señorita Howard y yo habíamos reunido en Stillwater, nos retiramos al porche trasero para discutirla en profundidad. A nadie le sorprendió que la señora Muhlenberg no estuviera al tanto de los pormenores del caso Hatch, ya que vivía en un municipio diferente, con un sheriff diferente, y en los pueblos pequeños éstos estaban menos dispuestos a colaborar e intercambiar datos que las autoridades de los distintos distritos policiales de Nueva York. Por otra parte Picton nos comunicó que la negativa de la mujer a presentarse a declarar no era tan grave, pues el Salomón del condado de Saratoga, el juez Charles H. Brown, acostumbraba juzgar cada caso por separado y con toda seguridad habría desestimado alegaciones no probadas sobre un incidente ocurrido diez años antes. Otro tanto ocurriría con los datos que habíamos recabado en Nueva York que, como bien nos recordó nuestro anfitrión, ni siquiera habían sido el resultado de una investigación oficial. El caso del asesinato de los hijos de Libby Hatch tendría que basarse exclusivamente en ese delito, de modo que la historia de la señora Muhlenberg sólo nos ayudaría a comprender mejor la personalidad de la mujer con la que nos enfrentábamos.
En este sentido, nos ofrecía otra prueba (aunque no necesitábamos más) de la inteligencia de nuestra oponente. El doctor señaló que la teoría de la señora Muhlenberg sobre la forma en que Libby había asesinado a su hijo Michael, una historia fácil de achacar a los delirios de una mujer trastornada por la pena, tenía visos de credibilidad, pues una mujer lactante que tomara veneno transmitiría en efecto dicha sustancia al niño que alimentaba. En cuanto al paquete de polvo negro que la señora Muhlenberg había encontrado junto con el arsénico en la habitación de Libby, el doctor sospechaba que se trataba de (en sus propias palabras)
carbo animalis purificatus,
que en latín significaba «carbón animal purificado». Vulgarmente conocido como «carbón animal», se usaba como antídoto para diversos venenos, entre ellos el arsénico. Libby debía de tenerlo a mano por si en su impaciencia por poner en práctica su plan tomaba una dosis excesiva. A esas alturas, todos conocíamos las razones que la habían empujado al crimen: Michael Muhlenberg había cometido el fatídico error de demostrar que Libby carecía de aptitudes maternales, y en lugar de admitirlo y escoger otra meta en la vida, la asesina había urdido un plan para hacerse pasar por una heroína empeñada en salvar la vida del niño que ella misma estaba asesinando. Era la misma conducta que había adoptado con sus «hijos adoptivos» y con los bebés de la Maternidad de Nueva York. Aquella mujer había iniciado su siniestra trayectoria mucho antes de lo que los demás— salvo el doctor, naturalmente— habíamos imaginado.
No obstante, la triste historia de la señora Muhlenberg nos proporcionaba una pista útil: el hecho de que Libby Hatch hubiera ofrecido sus servicios como nodriza significaba que en algún momento había dado a luz a un hijo propio. Si no había mentido en los informes del hospital y en aquel entonces tenía treinta y nueve años, en 1886 habría tenido veintiocho y el niño en cuestión, desde unos pocos meses a mi edad, aunque la circunstancia de que se hubiera presentado sola en casa de los Muhlenberg sugería que ese niño había muerto (lo que a estas alturas no era sorprendente). Pero vivo o muerto, debía de haber alguna prueba de su existencia en algún sitio.