— No— respondió la señorita Howard—. Con toda probabilidad era una rompecorazones, por decirlo de la manera más caritativa posible.
— Bien— sentenció el doctor con un gesto de afirmación—. Muy bien.
El señor Moore, que estaba sentado en una esquina con una gran jarra de cristal llena de Martinis que había preparado sólo para él, soltó un exagerado gruñido en el preciso momento en que resonaba el silbido de un tren lejano. Al oírlo, el señor Moore alzó un dedo.
— ¿Oyes eso, Kreizler? Es el sonido de este maldito caso que se aleja de nosotros. Se desvanece en la noche, ¿y qué haces tú? Sigues sentado junto a tu condenada pizarra, comportándote como si hubiera alguna forma de evitar la derrota simplemente pensando. Estamos acabados. ¿A quién diablos le importa por qué Libby Hatch es como es, a estas alturas?
— La eterna voz del entusiasmo— dijo Picton, mirando al señor Moore—. Con seis o siete más de esos nauseabundos brebajes, John, quizá te quedes dormido y nos dejes continuar en paz.
— Sé que parece muy tarde para ganar la carrera— dijo el doctor, encendiendo un cigarrillo mientras estudiaba la pizarra—, pero debemos hacer lo que podamos, mientras podamos. Debemos hacerlo.
— ¿Por qué?— gruñó el señor Moore—. Nadie quiere que esa maldita mujer sea culpable, lo han dejado muy claro. ¿Por quién diablos seguimos esforzándonos, a estas alturas?
— Aún queda por resolver el problema de Ana Linares, John— dijo Lucius.
El señor Moore dejó escapar otro gruñido.
— Una niña a cuyo padre le da igual si vive o muere. Puede que tenga tantas posibilidades con Libby como con ese cerdo español.
— Yo no estaba pensando en Ana Linares en este instante— dijo el doctor, con voz más serena.
— No— dijo la señorita Howard—, pensaba en Clara, ¿verdad? ¿Cómo estaba? Ni siquiera se me ha ocurrido preguntarlo.
El doctor se encogió de hombros con expresión incómoda.
— Trastornada. Y no muy locuaz, aunque no se lo reprocho. Le prometí que este mal trago la ayudaría a ella y también a su madre. No ha hecho ninguna de las dos cosas, y ahora su terror a recordar lo ocurrido hace tres años está siendo igualado por el miedo de lo que ocurrirá si sueltan a su madre. No es tan pequeña como para no ver el peligro que correrá si Libby está libre para vengarse de lo que sin duda considera una niña traidora que fue la única testigo de su sanguinario acto.
Soltando el trozo de tiza, el doctor cogió una copa de vino e hizo ademán de beber un sorbo; pero se detuvo en plena acción, como si no quisiera un alivio de ninguna clase.
— No se culpe, doctor— dijo Marcus—. El caso parecía ganado. No había motivos para suponer que las cosas se torcerían.
— Tal vez— dijo el doctor mientras se sentaba y dejaba la copa.
— ¿Me permitís que os recuerde una vez más…?— empezó a decir la señorita Howard.
Pero el señor Moore la interrumpió con otro sonoro gruñido.
— Sí, sí, ya lo sabemos, Sara, esto aún no ha terminado. Dios mío, ¿nunca te cansas de esa cantilena?
— Si te refieres a si deseo que acabe para tener una buena excusa para ahogarme en un vaso, la respuesta es no— le espetó la señorita Howard—. Puede que hoy no hayamos reunido mucha información, pero la madre tendrá más y vuelve mañana. Y nosotros también.— Miró al doctor—. ¿Nos acompañará? No sé si sabré qué preguntas hacerle.
En lo más profundo de su interior, el doctor consiguió avivar las últimas brasas de su consumido ánimo.
— Por supuesto— dijo. Apoyó las manos en los muslos y se levantó—. Pero ahora, si no os importa, creo que me retiraré antes de cenar. No tengo hambre. Y has dicho que no es preciso ir a casa de los Franklin hasta la tarde, ¿verdad, Sara?
— Así es.
— Bueno, al menos no tendremos que madrugar.— Dejó vagar la vista por la habitación con cierta inquietud—. Buenas noches.
Todos mascullamos una respuesta y guardamos silencio mientras el doctor subía lentamente las escaleras.
En cuanto oyó que se cerraba la puerta del dormitorio del doctor, la señorita Howard cogió un trozo de tiza de la pizarra y la arrojó a la cabeza del señor Moore, que dio un respingo al sentir el impacto entre los ojos.
— ¿Sabes, John?— dijo ella—. Si el
Times
no vuelve a admitirte, te ganarías muy bien la vida dando patadas a los perros heridos o arrebatando las muletas a los tullidos.
— Algún día— se lamentó el señor Moore, frotándose la marca de la tiza de la cabeza—, me causarás una herida realmente grave, Sara. ¡Y te prometo que te demandaré! Mira, siento que creas que soy un derrotista, pero dudo que la madre de Libby Hatch te cuente algo que sirva para cambiar las cosas.
— ¡Puede que no!— replicó la señorita Howard—. Pero ya has visto lo que ha tenido que pasar el doctor esta semana, y recuerda que nosotros lo arrastramos hasta este caso para ayudarlo a olvidar los problemas de Nueva York. Y da la impresión de que sólo hemos conseguido agravar las cosas. Al menos podrías procurar ser más alentador.
Un tanto avergonzado, el señor Moore miró las escaleras de soslayo.
— Bueno… supongo que tienes razón.— Se sirvió otra copa y se volvió hacia la señorita Howard—. ¿Quieres que os acompañe, mañana?— Hizo un esfuerzo por parecer sincero—. Te prometo que intentaré mostrarme esperanzado.
La señorita Howard suspiró y negó con la cabeza.
— No creo que lo consiguieras aunque te fuera la vida en ello. No, será mejor que vayamos sólo Stevie y yo. Cuantos menos seamos, menos embarazoso será el silencio.— Levantó la vista hacia el techo—. Y tengo la sensación de que habrá muchos silencios.
Resultó ser una predicción acertada. El doctor no bajó de su habitación hasta el mediodía del domingo, y aún no parecía tener apetito. Hizo cuanto pudo para interesarse por la tarea que nos aguardaba, pero era una causa desesperada: sabía que era poco probable que en la granja de los Franklin descubriéramos algo tan crucial como para volver las tornas en el tribunal. Cuando subimos a la calesa, ya había dejado de esforzarse por mantener una conversación y volvía a estar silencioso y meditabundo, un estado de ánimo que no lo abandonó durante todo el recorrido por la larga carretera hasta Schaghticoke.
La casa de los Franklin estaba tan tranquila como el día anterior; pero esta vez, además de Eli Franklin ocupado alrededor del granero, había una mujer mayor— entrada en carnes pero no gruesa— arrancando la maleza de uno de los parterres de flores contiguos a la casa. Se protegía la cabeza cana del sol con un sombrero de paja de ala ancha, y cubría su vestido de zaraza con un delantal algo sucio de tierra. Antes de llegar al centro del sendero la oímos tararear mientras un perrito hacía cabriolas a su alrededor y soltaba algún que otro gañido para llamar la atención de la mujer y recibir a cambio una palmadita en la cabeza y unas palabras amables.
En cuanto el doctor tomó conciencia de la escena que se desarrollaba ante nosotros, sus ojos oscuros brillaron con una luz que no había estado allí en varios días.
— Vaya— exclamó mientras yo detenía la calesa junto a la puerta de la valla de estacas blanca, y cuando saltó al suelo, ya esbozaba una pequeña sonrisa.
— ¿No es exactamente lo que esperaba?— preguntó la señorita Howard apeándose también.
— La tragedia y el horror no siempre van ataviados con las ropas que les corresponden, Sara— respondió en voz baja el doctor—. Si lo hicieran, mi profesión no tendría ningún sentido.
Mientras ataba las riendas de nuestros caballos advertí que Eli Franklin nos había visto y corría hacia la valla, como si tuviera una razón de peso para salir a nuestro encuentro.
— Hola, señorita Howard— dijo con la cara roja de preocupación.
— Señor Franklin— respondió ella con una inclinación de cabeza—, le presento al doctor Kreizler, que también trabaja en el caso. Y no creo que ayer conociera usted a nuestro joven socio, Stevíe Taggert…
Eli Franklin nos estrechó la mano rápidamente sin decir palabra, y luego se volvió de nuevo hacia la señorita Howard.
— Mi madre… cuando le comenté…
Pero para entonces la mujer que arreglaba el parterre de flores se había girado y nos había visto. Su perrito ladraba con más fuerza y rapidez, como si también a él le inquietase la presencia de extraños.
— ¡Hola!— gritó la mujer, con una voz a un tiempo fuerte y melodiosa—. Ah, ¿son los amigos de Elspeth, Eli, cariño?
Miró fijamente en nuestra dirección y Eli Franklin habló aún más deprisa y con mayor urgencia.
— No le diga que Libby tiene problemas; la trastornaría y su corazón ya no es fuerte. Si consiguieran averiguar lo que les interesa sin…
— Lo intentaremos, señor Franklin— respondió el doctor con cortesía—. Es posible que su madre pueda decirnos lo que necesitamos saber sin que revelemos nuestro verdadero propósito.
El rostro de Eli Franklin se llenó de alivio.
— Gracias, doctor, le agradezco de corazón…— tuvo tiempo para decir antes de que su madre llegara a la valla.
El perrito ladraba con más fuerza que nunca, y mientras la señora Franklin se aguantaba el sombrero en la cabeza, miró hacia abajo para reprenderlo amablemente:
— ¡
Leopold,
basta ya, vienen de visita!— El perro se tranquilizó, pero con visible esfuerzo—. Lo lamento— se disculpó la mujer imprimiendo un tono empalagoso a su melodiosa voz—. Es muy protector. ¡Bueno! ¿Así que son amigos de mi hija? Mi hijo me ha dicho que la están buscando.
En el fondo de sus ojos de color ámbar leímos que la señora Franklin— que en sus tiempos debía de haber sido muy atractiva— no se creía la historia de su hijo, pero le resultaba más fácil aceptarla que contemplar otras posibilidades menos agradables.
— Me temo que no puedo ayudarlos— prosiguió, antes de que el doctor o la señorita Howard tuvieran tiempo de responder—. Como les dijo ayer mi Eli, hace años que no tenemos noticias suyas. ¡Pero no me sorprende! Esa chica es tan descuidada… Nunca fue capaz de cuidar ni del menor de…
— Sí, mamá— la interrumpió Eli Franklin, tocándole el codo para calmarla—. Estos son la señorita Howard y el doctor… ¿Kreizler, era? Y el chico se llama…
— Con Stevie bastará— dije, mirando a la mujer y recibiendo una gran sonrisa a cambio.
— Oh, sólo Stevie, ¿eh?— dijo, alargando una mano para acariciarme la mejilla—. Bueno, con eso basta; eres un chico muy guapo.
— Creen que quizá sepamos algo sobre el pasado de Libby que les ayude a localizarla— continuó Eli Franklin.
La señorita Howard asintió.
— Verá, tampoco se ha puesto en contacto con nosotros desde hace un tiempo. Tal vez si supiéramos algo más sobre cuáles eran sus costumbres…
La señora Franklin asintió a su vez.
— ¿No se ha puesto en contacto con ustedes? ¡Bueno, eso tampoco me extraña! Esa chica nunca fue capaz ni del menor detalle, no sé por qué. En todos estos años hemos recibido un par de notas breves, pero ni una simple visita. Va por la vida sin preocuparse por nada, haciendo lo que le da la gana. Bueno, supongo que algunas personas son así.— Abrió la puerta de la valla—. Por favor, por favor, pasen y siéntense en el porche trasero; lo hemos cerrado con malla de acero para no tener que espantar a esas terribles moscas. Con tanta humedad como ha hecho este verano, me temo que los insectos se han multiplicado.
La seguimos hacia el otro lado de la casa sin decir una palabra.
— Veamos, he preparado limonada y té helado. Pensé que haría demasiado calor para otra cosa. También hay pan de jengibre, y quizás encontremos algo aún más dulce para ti, Stevie, si sientes tanta debilidad por los dulces como mis hijos. Pero en lo que a Libby respecta, no sé si podré ayudarlos…— Al llegar al porche abierto de la parte posterior de la casa, encontramos que los grandes paneles de malla metálica nos protegían eficazmente contra los fastidiosos jejenes que habían empezado a formar enjambres bajo el sol de la tarde—. Es más probable que ustedes tengan algo que contarme a mí. Como he dicho, ni siquiera la hemos visto en… ¿cuánto tiempo ha pasado, Eli?
Eli Franklin dirigió una mirada cómplice a la señorita Howard.
— Diez años— dijo.
— ¿Diez?— repitió su madre—. No puede ser. No, debes de estar equivocado, Eh. No puedo creer que Libby, por descuidada que sea, pasase diez años sin hacernos ni una visita. ¿De verdad ha pasado tanto tiempo? Bueno, siéntense, siéntense todos y tomen alguna bebida.
Me senté en una gran silla de mimbre, suspirando un poco para mis adentros: obtener información de aquella vieja iba a ser toda una proeza.
— Gracias, señora Franklin— dijo el doctor, tomando asiento en otra de las sillas de mimbre—. Hace calor y el viaje hasta aquí ha sido largo.
— Sí— respondió la mujer mientras servía los refrescos—. ¡Y desde Ballston Spa, nada menos! Debo confesar que nunca habría imaginado que Elspeth llegaría a ser el centro de tanta atención.
En sus palabras, y también en el tono de su voz, había algo que me recordó con horror la primera vez que habíamos oído hablar a Libby Hatch, frente a su casa de Bethune Street.
— No era la clase de chica que despierta el interés de la gente.
Eli Franklin volvió a lanzar una rápida mirada a la señorita Howard, pidiéndole con los ojos que no revelara lo que había dicho el día anterior.
— Sus hermanos eran más comunicativos— continuó la señora Franklin—, más sociables. Supongo que han salido a mí. Pero Elspeth se parecía más a su padre. Una soñadora, demasiado abstraída en sus pensamientos para hacer algo de provecho.
— Entiendo que su marido ya no está con ustedes— dijo la señorita Howard.
— No, Dios lo bendiga— respondió la mujer, y su mano cruzó por encima de la mesa para echar menta recién cortada en nuestros vasos y luego pasar una bandeja de pan de jengibre—. Nos dejó hará ya unos cinco años. Pobre George, el trabajo lo llevó a la tumba. La verdad es que nunca se le dio muy bien. Si no hubiera contado con la ayuda de los chicos… porque los dos son unos trabajadores natos. En eso también han salido a mí, espero. Con mente práctica. Pero George era un soñador, como Elspeth. Tuvimos que esforzarnos mucho para criar a tres hijos y mantener la casa a flote.
— ¿Y Elspeth?— preguntó el doctor con cautela—. Seguro que ella sí la ayudaba en algo.
La señora Franklin se echó a reír con la voz melodiosa y coqueta de una mujer acostumbrada a manejar a los hombres.