— Sí, tragedias sin respuesta, doctor, ¡y usted lo sabe bien! Y tratar de saldar viejas cuentas no va a cambiar la realidad. Colgarle a mi cliente este caso no devolverá el movimiento al brazo paralizado de Clara Hatch ni devolverá la vida a Paul McPherson. Las cosas no son tan sencillas, doctor, no se explican con tanta facilidad. Un loco cometió un crimen y se esfumó. Un chico entró en un lavabo y se ahorcó. Sucesos horripilantes, inexplicables… pero no permitiré que usted crucifique a mi cliente, ni la fiscalía tampoco, sólo porque no puede vivir sin explicaciones. ¡No, señor, no lo haré!
Volviéndose hacia el jurado, Darrow apuntó con un grueso dedo a los cielos y luego lo dejó caer, como si de pronto se sintiera agotado.
— Y espero, tal vez incluso ruego que ustedes, caballeros, no lo hagan tampoco.— Respiró hondo y volvió a su asiento—. No haré más preguntas.
Daba la impresión de que había transcurrido mucho tiempo desde que Darrow había empezado a hablar, y yo nunca comprendí mejor al doctor que cuando le permitieron retirarse del estrado y recorrió el largo camino hasta donde nos sentábamos los demás. Sabía cómo se sentía, cuan profundamente le habían herido las palabras de Darrow; y por eso no me sorprendí en lo más mínimo cuando no se detuvo al llegar a su asiento, sino que siguió andando hacia las puertas de caoba. No quise seguirlo de inmediato, consciente de que querría estar unos minutos solo; pero en cuanto el juez ordenó un receso hasta las diez de la mañana siguiente, me precipité hacia la salida, con Cyrus y el señor Moore pegados a mis talones.
Encontramos al doctor en la acera de enfrente, en pie bajo un árbol y fumando un cigarrillo. Cuando nos aproximamos no hizo el menor movimiento y se limitó a seguir mirando los tribunales a través de los párpados entornados. Cyrus y yo nos colocamos uno a cada lado, mientras el señor Moore se plantaba frente a él.
— Bueno, Laszlo— dijo con una sonrisa—, supongo que tienes que aprender más de lo que creías de él.
El doctor se limitó a soltar un humeante suspiro y devolvió un amago de sonrisa a su amigo de juventud.
— Sí, John, supongo que sí.
En ese momento oímos la voz de Picton y lo vimos aparecer en lo alto de la escalinata de los tribunales con la señorita Howard, los Isaacson y el Niño. Cuando nos vieron, se aproximaron a toda prisa, Picton con su pipa en la boca y blandiendo el puño en un gesto de impotencia.
— ¡Maldito sea ese hombre!— exclamó, en cuanto comprobó que el doctor se encontraba bien—. ¡Será caradura! Lo siento mucho, doctor. Ese hombre se equivoca, está terriblemente equivocado.
Los ojos del doctor se clavaron en Picton, pero su cabeza permaneció inmóvil.
— ¿Equivocado?— dijo en voz baja—. Sí, está equivocado acerca de Libby Hatch. Y sobre este caso. Pero ¿sobre mí?
El doctor volvió a encogerse de hombros, arrojó su cigarrillo a la alcantarilla y se alejó por High Street.
Sobre la medianoche de aquel jueves, las probabilidades en contra de que lográramos una condena para Libby Hatch habían aumentado hasta cien a una en el casino de Canfield, y no era difícil comprender por qué: Darrow había conseguido sembrar dudas en el jurado sobre la prueba de balística de Lucius incluso antes de que su propio «experto», Albert Hamilton, hubiera subido al estrado, mientras que las ideas de la señora Louisa Wright sobre un posible motivo romántico para los asesinatos había quedado reducida a indemostrable por el repentino y sorprendente «accidente» que había sufrido el reverendo Clayton Parker aquella mañana en Grand Central. Las punzantes preguntas de Darrow sobre las motivaciones y técnicas del doctor habían sido la guinda de este siniestro pastel, y estaba claro para todos nosotros que, si las cosas seguían como hasta entonces, la derrota nos aguardaba a la vuelta de la esquina.
Por eso no me sorprendió que esa noche el ambiente en casa de Picton fuera tan deprimente que cualquiera hubiera dicho que celebrábamos un velatorio. Hasta cierto punto resignados acerca de la parte legal del caso, empezamos a concentrar nuestras energías no en lo que quedaba por hacer en el juicio (lo cual era prácticamente nada, en lo referente a nuestra participación, excepto por la declaración oficial de Picton de que la fiscalía iba a mantener la acusación), sino en los pasos que debíamos dar para intentar sacar a Ana Linares del local de los Dusters antes de que Libby regresara a Nueva York. Esto suponía hacer llegar un aviso a Kat a través del intermediario que el señor Moore había buscado: Betty, la amiga de Kat que supuestamente esperaba que le enviáramos un telegrama al local de Frankie en cuanto supiéramos que era el momento de que Kat actuase. La sola mención de esta posibilidad volvió a ponerme los nervios de punta, y durante unos minutos fantaseé con la idea de regresar a Nueva York y asegurarme de que todo estaba preparado y en su sitio; pero yo sabía que si me veían deambulando por allí, sólo conseguiría que la situación de Kat fuera más azarosa. Por eso no hice nada y esperé con los demás lo que parecía ser el deprimente fin de nuestra visita a Ballston Spa.
— Y de este modo, el nuevo siglo traerá un nuevo tipo de derecho— resumió Picton la situación cuando todos salimos al porche delantero de su casa aquella noche—. Los procesos en los que se juzga a las víctimas y a los testigos, en lugar de juzgar a los acusados, donde a una asesina se la identifica como «una mujer» en lugar de como a un individuo… Ah, doctor, esto no es un paso al frente, se lo aseguro, y no creo que desee formar parte de él. Si las cosas siguen así, nos encontraremos en un mundo sombrío, donde los abogados emplean la ignorancia del ciudadano medio para manipular la justicia como hicieron algunos sacerdotes en la Edad Media. No, si perdemos este caso, o mejor dicho, cuando lo perdamos, sospecho que será el último para mí.
— Ojalá viera algo en este asunto capaz de devolverle al menos un atisbo de esperanza— respondió el doctor lentamente—. Pero me temo que no es así. Darrow es el hombre de leyes del futuro, eso está muy claro.
— Y yo soy una reliquia del pasado— añadió Picton con un gesto afirmativo; a continuación soltó una carcajada—. ¡Una reliquia a los cuarenta y uno! No parece muy justo, ¿verdad? Pero, en fin, tal es el sino de la nueva era.
Si algo había que reconocerle a aquel hombre era que, a diferencia de muchos otros jugadores que yo había conocido, él sabía perder con auténtica dignidad, y todos apreciábamos su capacidad para recibir la cabeza que le habían entregado en el tribunal (la suya propia) y conservar su actitud filosófica. Todos salvo la señorita Howard, desde luego, que era siempre el último miembro de nuestro grupo en aceptar el fracaso o la derrota de ninguna clase.
— Podéis dejar de comportaros como si todo hubiera terminado, los dos— dijo, sentándose en los escalones del porche con una lamparita de queroseno y un gran mapa del estado de Nueva York—. Por el amor de Dios, Darrow todavía no ha concluido su defensa del caso: aún tenemos tiempo para encontrar algo.
— ¿Sí? ¿Como por ejemplo?— preguntó el señor Moore—. Acéptalo, Sara: no puedes combatir los prejuicios de la sociedad, además de a una mujer tan astuta y perversa como ésta, a una de las bandas más violentas de Nueva York y a un mago del derecho como Darrow, todo al mismo tiempo, y creer que sobrevivirás.— Se volvió hacia Picton, aunque bajó la vista—. No pretendía ofenderte, Rupert.
Pero Picton se limitó a saludar a su amigo con su pipa.
— No me has ofendido, John, te lo aseguro. Tienes toda la razón: ese hombre ha convertido lo que se presumía un desastre para él en un triunfo. Me descubro ante él.
— Sí, bueno, antes de que os precipitéis todos a hacer cola para rendir homenaje a esa víbora togada— contraatacó la señorita Howard—, ¿os importa si sugiero algunos esfuerzos más para salvar nuestra causa?— Volvió a consultar el mapa—. Aún nos falta la pieza mayor, alguien que sepa algo sobre la familia de Libby Hatch.
— Sara— dijo Marcus, señalando hacia el edificio de los tribunales—, ese jurado no va a ser muy receptivo a un análisis psicológico del contexto en el que transcurrió la infancia de Libby Hatch, en este preciso momento.
— No— respondió la señorita Howard—, y no es eso lo que me propongo. No olvidéis que ella ingresó en casa de los Muhlenberg como nodriza. Eso significa que tuvo un hijo, y ese hijo tiene que estar en alguna parte sobre la tierra, o debajo de ella.
— Pero lo has buscado durante días, Sara— dijo Lucius—. Has examinado el condado de Washington palmo a palmo.
— Y tal vez ése fuera mi error— replicó la señorita Howard—. Piénsalo, Lucius: si tú fueras Libby y aterrizaras en la clase de trabajo que ella tenía en casa de los Muhlenberg, ¿dejarías algún modo de comprobar tu verdadero pasado?
Antes de que Lucius pudiera contestar, intervino el doctor.
— ¿Qué estás diciendo, Sara?— preguntó.
— Que es demasiado lista para eso— respondió la señorita Howard—. Puede que dejara algún secreto en su localidad natal, o aunque sólo hubiera dejado allí a su familia, esa familia con toda probabilidad sabría cosas de las que Libby no querría que nadie se enterase, y mucho menos las personas que podrían contratarla como nodriza. Usted mismo lo ha dicho, doctor, la conducta característica de esa mujer debe remontarse hasta su infancia. Así que Libby tenía que asegurarse de que nadie descubriera de dónde procedía. Por otra parte, tenía que decir que era de algún sitio que pudiera describir con detalle, algún lugar del que al menos supiese algo, para que su historia colase.
— Eso es verdad— dijo Cyrus, tras meditarlo—. Ella se habría cubierto las espaldas, por lo menos hasta ese punto.
— ¡Pero puede ser de cualquier parte!— se quejó el señor Moore.
— John, intenta escuchar durante más de treinta segundos seguidos— le espetó la señorita Howard—. No puede ser de cualquier parte. Esa mujer se enteró de que los Muhlenberg necesitaban una nodriza a través de un anuncio: eso la convierte en lugareña. Hay muchos pueblos pequeños en el condado de Washington, y ella tiene que haber vivido un tiempo en alguno. Pero si intentaba ocultar sus raíces, en realidad no es del condado de Washington, lo que significa…
Picton chasqueó los dedos.
— Lo que significa que quizá deba volver a Troy, Sara. Es la capital del condado de Rensselaer, al sur del condado de Washington… en la orilla este del río. Y Stillwater está ubicado justo en la orilla opuesta, en la frontera de ambos condados.
La señorita Howard dio una palmada sobre su mapa y apagó la lámpara de queroseno.
— La conclusión a la que he llegado hace cinco minutos— dijo con una gran sonrisa de satisfacción.
— Sigue siendo una conjetura— objetó Marcus con un cabeceo cansino—. Y tendrás que ir mañana, lo que significa que te perderás…
— ¿Qué me perderé?— interrumpió la señorita Howard—. ¿A los expertos de Darrow? ¿A la señora Cady Stanton? Sé lo que van a decir, Marcus, y tú también. Es evidente; quizás incluso innecesario, a estas alturas. Pero tenemos que actuar deprisa. Cyrus, me vendría bien que me acompañaras. Y tú también, Stevie.
— ¡Y el Niño para protegerlos!— gritó el filipino, dejándose arrastrar por el entusiasmo de la señorita Howard.
— Naturalmente— respondió ella, acariciándole la poblada cabeza—. Después miró al doctor y al señor Picton—. ¿Y bien?
Picton hizo una pausa para fumar y se encogió de hombros.
— Supongo que no tenemos nada que perder. Yo digo que adelante.
— ¿Y usted, doctor?
El doctor la miró con un amago de esperanza en sus facciones, y eso ya era mucho teniendo en cuenta el estado en que había estado durante toda la velada.
— Yo digo que todos necesitáis descansar. Os conviene tomar el primer tren si queréis pasar todo el día en Troy.
Al oír estas palabras, los cuatro— la señorita Howard, Cyrus, el Niño y yo— nos pusimos en pie y nos dirigimos a la puerta de entrada. No nos sentíamos exactamente confiados, pero la perspectiva de hacer algo más que pasar otro día viendo al señor Darrow convertir los tribunales de Ballston en su coto privado resultaba reconfortante, y me alegré de que me incluyeran en el plan. La teoría que lo inspiraba también era prometedora, aunque nos quedara poco tiempo para comprobarla, y cuando entramos en la casa y subimos a nuestras respectivas habitaciones, aproveché para rendir mi homenaje personal a las dotes mentales de la señorita Howard.
— Bueno— dije cuando llegamos al segundo piso—, supongo que ser una «detective solterona» deja mucho tiempo libre para pensar.
Me las apañé para entrar en mi habitación antes de que me diera un juguetón pero bien dirigido cachete en la mejilla.
Así empezó una nueva ronda de pesquisas por los parajes de Hudson Valley, aunque esta vez más apremiante y menos tediosa que todos los viajes que la señorita Howard, el Niño y yo habíamos hecho antes de que empezara el juicio. Tomamos el primer tren a Troy de la mañana siguiente y logramos llegar sin incidentes al registro civil del condado de Rensselaer. Situadas en un edificio que tenía un parecido más que casual con un banco, las dependencias del registro tenían vistas a un pequeño parque del centro de la ciudad, y desde las ventanas de la sala de archivos, la urbe no parecía tan fea como desde el tren. De hecho, tenía cierto encanto, al menos en aquella zona. Supongo que la impresión pudo deberse al tiempo inesperadamente frío y a mi agradecimiento por no tener que sentarme en la sala del tribunal de Ballston; en cualquier caso, las primeras dos o tres horas que dedicamos a comprobar las partidas de nacimiento y defunción transcurrieron con rapidez. En la espaciosa sala no había nadie más que nosotros y un conserje, cuya principal tarea, además de traernos los expedientes que le pedíamos, parecía ser la de mantenerse despierto. Eso nos permitió hablar y actuar con bastante libertad, así que el Niño (que no sabía leer en inglés) y yo (que no era de mucha ayuda con documentos oficiales) empezamos a jugar entre las sillas y mesas, dejando que Cyrus y la señorita Howard hicieran el verdadero trabajo, y sólo nos poníamos serios cuando nos ordenaban que buscáramos al conserje para pedirle otra pila de expedientes y archivos encuadernados.
A eso de la una, el ejercicio nos había abierto el apetito al filipino y a mí, y salimos a buscar algún local donde comprar comida para todos. Nuestro comportamiento no mejoró cuando salimos a hacer ese recado, y en el camino de regreso al registro civil nos paró un policía que parecía más irritado por la presencia del Niño que interesado por nuestras intenciones. El tipo nos acompañó al edificio sólo para cerciorarse de que nuestra historia era cierta, y dijo a la señorita Howard que no nos dejara «hacer el gamberro» por las calles. Tuve que resistir la tentación de decirle que si lo que habíamos hecho era su idea de «hacer el gamberro», necesitaba pasar más tiempo en Nueva York. Cuando por fin se marchó, todos nos fuimos a almorzar al parque.